domingo, 2 de mayo de 2010

Gente negativa / 3




El doctor Fedder Stern bajó la escalerilla que lo depositaba en la acera, pero esta vez el descenso fue con excesivo celo: el cemento estaba cubierto de una amenazante capa de hielo. La noche de las cinco y cuarto había vaciado las calles de Aarhus. El doctor Stern andaba con celeridad, camino a cumplir la última de sus tantas diligencias del día. Su mano derecha apretó con fuerzas la manija de la maleta. Con la mano libre se ajustó la bufanda y extrajo una libreta del bolsillo, leyó con decisión y dijo sí varias veces con la cabeza. Giró por Fiskergade sin levantar la vista, como de memoria. Allí, sobre la ochava, otra vez el mendigo de los últimos días, junto a su lata vacía y un cartel con la incripción "Gud velsigne jer". Los días anteriores había efectuado un pequeño rodeo para esquivarlo, y así evitar oler su peste o no ver su nauseabundo aspecto. Pero esa tarde-noche la prisa le impidió eludirlo, y su pie acabó encontrándose con la rodilla del miserable. El doctor Stern cayó rodando al helado suelo. Por fortuna tuvo reflejos para arrojar la libreta y la maleta, y así amortiguar con ambas manos el impacto. Pero su sobretodo de armiño quedó hecho un asco. El mendigo se levantó de un salto y se apresuró a extenderle una mano, con una sonrisa de culpa, de miedo o quizás de arrepentimiento. El doctor Stern permaneció unos segundos en el suelo. Echó un vistazo a la mano sucia del hombre, echó un vistazo al resto del hombre, y se sintió horriblemente humillado. Enceguecido de furia, se levantó como pudo y empezó a vociferar improperios de todo tipo a la cara del mendigo. Insultos denigrantes, horriblemente obcenos, que ni él sabía que conocía. Gritaba en contra de su madre, de sus ancestros o de quien se le ocurriera, con palabras jamás pronunciadas en kilómetros a la redonda. El pobre mendigo volvió a sentarse, aterrado. Se acurrucó en su esquina y se refugió tras sus piernas escuálidas. El doctor Stern intentó contenerse, pero le temblaban las manos de furia. Apretó los dientes, abrió su maleta y extrajo el martillo con el que comprueba el reflejo en las rodillas de sus pacientes. Sin preámbulos empezó a martillar la cabeza del miserable. Después de martillar durante cuatro minutos exactos, una y otra y otra vez, se detuvo y limpió la herramienta en un saliente de la tela mugrienta que vestía aquel hombre, para quitarle la sangre y los trozos de seso que se habían quedado adheridos. Ahora con serenidad, guardó el martillo en la maleta, recogió la libreta del suelo y dijo sí varias veces con la cabeza, para volver a comprobar que había hecho todo lo planificado para ese día. Esquivó el charco de sangre y retomó su camino.

1 comentario:

Carme Carles dijo...

Hay dias que los mendigos vagabundos no deberían salir de casa.
Salut