domingo, 27 de febrero de 2011

Cajón de abajo



Los recuerdos son látigos. Hoy, presente, este momento, ahora… Nos ponemos a recordar hechos pretéritos que nos resultan mejores que al momento en que acontecieron, por más que hubiesen sido hechos inocuos, sin importancia. Hoy, cualquier hecho banal –una llamada telefónica de la chica que te gusta, un beso en la mejilla, un vaso de cerveza derramado, mierda de perro pisada en una plaza–acaban cobrando importancia por acción del lento roer de la nostalgia, de nuestra inútil aprehensión hacia lo que fue. Somos presa de un aroma a tarta de chocolate, del perfume que usábamos en las fiestas de cumpleaños, de la melodía de la canción que nos ayudó a apoyar el torso por primera vez en un par de tetas. Cualquier suceso anterior es mejor que el “ahora”, que “este momento”. Todo parece ser pasado. Hoy es una palabra tan etérea que no debería existir. Habría que borrarla de mentes y diccionarios, borrara del universo. Hoy es el resultado de nuestra manera de evocar los recuerdos. Recuerdos látigos que destrozan la espalda hasta dejarla en carne viva.


Las fotografías que guardamos en antiguos muebles son el mango de esos látigos. Revolvemos cajones para buscar un certificado, una llave Allen y ¡zas! nos topamos con esas imágenes sepiadas, con las esquinas rotas, y nos la quedamos mirando, alelados. De inmediato se nos activa la máquina de la añoranza: evocamos sonidos, aromas y texturas con más intensidad de la que tenían cuando habíamos vivido esos momentos. Así, la representación de la vida acaba siendo más real que la vida misma. ¿Por qué llorar ante una imagen y no haber sentido nada en el momento en que esa imagen fue obtenida? Porque esa representación del pasado contiene al mismo tiempo la ausencia y la presencia, nos recuerda lo que ya no es ni jamás volverá a ser.


lunes, 7 de febrero de 2011

BCN Flâneur / 11




La cola salía del edificio, llegaba hasta el final de la plaza y doblaba la esquina, hasta la calle Camp del Ferro. Se contaban por cientos los que esperaban el ascensor para ocupar por primera vez aquel nuevo bloque de pladur, hierro y parquet plástico. Los flamantes moradores avanzaban algunos centímetros por minuto arrastrando mesas, lavadoras, estanterías, cuadros, cajas con libros, televisores… Con timidez pero henchido de entusiasmo me sumé a la cola, empujando mi pequeña nevera, y con una caja con enseres básicos encima. El resto lo traería durante la semana en taxi, porque todas mis pertenencias cabían en un par de cajas. Me situé delante de un chico que vestía una remera negra que decía Manowar y llevaba una barba hasta el pecho. Pasaron diez minutos sin que la cola se moviese. Decidí iniciar la conversación: era un buen momento para entablar amistad.
–Hola. ¿Qué planta te ha tocado?–. Le regalé una sonrisa al barbudo, que estaba flanqueado por una nevera el doble de grande que la mía y el estuche de una guitarra.
–Octava… Puerta diecisiete.
Me respondió de lado, sin girarse del todo. Asentí con complacencia.
–Menos mal que tenemos ascensores –tartamudeé–. Encima a todo el mundo se le ocurre mudarse el mismo día. –Y agregué un estúpido:– ¡Je!
El tipo me devolvió una sonrisa de cortesía, pero de inmediato se giró hacia su nevera.
Siete minutos después la cola volvió a moverse. Quince o veinte centímetros. En ese momento escuché que el barbudo se ponía a hablar con la rubia de delante.
–Hola. Y a ti, ¿qué planta te ha tocado?
Cuarto tercera, le contestó.
Fantaseé con que el efecto dominó llegaría a la mismísima puerta automática del ascensor. Gracias a mi iniciativa todos se pondrían a charlar. Yo había dado el pie perfecto para generar amistades. Sólo era cuestión de empujar la primera ficha, el resto caería solo. Sí, era posible: podríamos llegar a formar una gran comunidad de vecinos, una cofradía dispuesta a compartirlo todo, a escucharnos, a prestarnos ese destornillador que falta para acabar la mesa Malmö o el armario Kullen, a organizar cenas cada semana, a no tener necesidad de pedir que bajen la música porque todos querremos escuchar la misma música, a que no nos molesten los ruidos del piso de al lado porque estaremos casi siempre en el piso de al lado, compartiendo buenos momentos…
Pero la rubia ni se interesó en hablar con el de delante, y la fantasía terminó allí. Pasaron otros diez minutos y me quedaban veinte metros para atravesar la puerta de entrada al edificio. Debía ser un día maravilloso, todos estábamos a punto de comenzar una nueva vida, de tomar posesión de nuestro morada, de imaginar con ilusión cómo se llenarían de color las paredes vacías. Sin embargo, parecía la cola a una cámara de gas. Los pasos sobre la arenisca me aturdían, alguna tos, alguna ambulancia que tajaba el silencio allá a lo lejos. Volví a intentarlo con el de atrás. Era un joven de gafas gruesas que llevaba algunos libros en una mano y empujaba un ventilador. Mi sonrisa tembló, pero sumé el fervor para preguntar:
–Hola… ¿Te quedan muchas cosas por traer? ¿Está lejos tu antiguo piso?
Me miró como quien mira una moneda de un céntimo en el suelo y me respondió:
–Sí. –…y no llegué a entender si esa respuesta era para la primera, para la segunda pregunta o para ambas.
Esta vez el gafopasto ni siquiera atinó a girarse para iniciar el efecto dominó hacia el lado contrario. Cohibido, me hundí en las solapas de mi camisa y sólo me dediqué a empujar la nevera. Decidí no emitir ni una palabra más, impertérrito, mirando sólo hacia delante, respirando gruesos chorros de aire y dando pasos cortos. “Es un día maravilloso”, me repetí. Una hora después –hora de largos silencios, de fricción de muebles sobre el suelo, de miradas esquivas– por fin alcancé la puerta del ascensor. Empujé mi nevera hacia dentro del recinto sin ayuda de nadie. Se me cayó la caja al suelo, se me desparramaron los cubiertos, libros, ropa, cedés y un paquete de galletas que venía comiendo en el camino, y nadie me ayudó a recogerlos. Me tomé mi tiempo para meter cuidadosamente todo en la caja, y detrás oí bufidos de diferentes tenores. Por fin entré y pulsé el botón de la sexta planta. Lo último que vi al cerrarse las puertas automáticas fueron los ojos de rabia de un calvo, la blusa verde de una morena, la montura del gafopasto y detrás, su mirada de fastidio.
Las puertas se cerraron y emprendí el ascenso. Pero el aparato, quizás agotado por haber subido y bajado todo el día, tras haber acarreado durante horas sofás, plasmas, lavadoras o sillas Stefan, se detuvo con un golpe seco en la mitad de la tercera y la cuarta planta. Sentí olor a cable quemado y un chispazo apagó las luces. Me aterré, apoyé las manos en las paredes y busqué el botón de emergencia. Lo apreté, salió un pitido, pero nadie contestó. Busqué mi móvil, pero no había señal. Me apoyé en la nevera, a pensar. Cinco. Diez minutos. Hundido en esa negrura, más bien flotando en esa sucesión de placas oscuras allí donde mirase, aquella infantil expectativa de escuchar el crujido de la puerta de mi nuevo piso, dio paso al suave sonido de mi espalda deslizándose sobre el espejo del ascensor. Me senté en el suelo, volví a respirar grueso. Cinco. Diez minutos, pero sin pensar. Suavemente estiré la mano y palpé el paquete de galletas. Comí un par, me supieron mejor que antes. No pensé en gritar, ni siquiera quise golpear la puerta para pedir auxilio. El ascensor estaba calentito y tenía el espacio suficiente para estirar las piernas. Me dormí con la cabeza sobre la nevera, sin esperar que nada ocurriera. 



     

jueves, 3 de febrero de 2011

BCN Flâneur / 10



Odio las esquinas del Eixample. Tan amplias, tan complicadas de girar… Cada día las odio más. ¡Cuánto tiempo me ahorraría si fuesen rectas! Me cago en Ildefons Cerdá y en la madre que lo parió. ¿A quién se le ocurre? Girar a la derecha, que esperar el semáforo, el paso de cebra, llegar a la otra manzana, volver a girar, seguir. Ayer lo he calculado: gasto un promedio de un minuto y dieciséis segundo por esquina. A razón de quince esquinas de ida y quince de vuelta, treinta y cinco minutos diarios. Treinta y seis horas al mes. Dieciocho días al año desperdiciados… ¡Dieciocho! ¿Os parece que una persona de mi edad pueda estar perdiendo el tiempo de esta manera estúpida? Antonio siempre me dice: “Joder, quiero verte viviendo en el Guinardó a ver cómo te quejas con la pendiente”. Jordi señala: “Pues vente en bicicleta, coño, y la atas en el palo de luz”. Para enervarme del todo, tras la barra, Obdulio repite: “¿Y por qué no te buscas un bar más cerca de tu barrio, viejo cabezota?”. Pero no, hace cuarenta años que vengo a este bar andando, a tomar  mi carajillo y mi Soberano, y voy a seguir viniendo cueste lo que cueste. Qué es eso de cambiar de costumbres… Yo soy así, siempre he sido así y al que no le guste que se joda. No es mi culpa que año tras año las calles se hagan más anchas, las putas esquinas sean más amplias y el bar Cantonada me quede a cada vez más calles de distancia. No sé por qué todo se me hace más lejano cada día, pero qué más da. Yo seguiré igual hasta que me muera. Con dos cojones.