viernes, 28 de noviembre de 2008

Perder el tiempo (y no encontrarlo)

Escuché decir a un viejo en la calle:
- Cuanto más cerca estamos de la muerte, más nos aferramos la vida. Contamos cuándo es la ultima vez que nos hemos comprado un auto, o la última vez que visitamos Roma, o aquella última vez que nos cortamos el pelo. A nuestra edad, contamos cuánto nos queda y entonces intentamos aprovechar más el tiempo. En cambio, a los jóvenes eso les importa una mierda. ¿Y sabes por qué, Paco? Porque creen tener todo el tiempo del mundo y que pueden hacer con él lo que les plazca.

Terminó de decir eso y siguió su camino, junto al otro anciano con el que paseaba. Yo me encontraba a sus espaldas, escuchando absorto su afirmación, mientras metía alambres en una máquina expendedora para robar un par de latas de cerveza...

martes, 25 de noviembre de 2008

De este diálogo sólo existió la primer sentencia

ÉL: – No voy a tertulias literarias y dejé de ir a esos estúpidos cursillos de escritura porque creo que la única manera de aprender a escribir es leyendo. Solamente permanecer en casa y leer es la única manera de aprender. Y de paso me ahorro de escuchar los imberbes comentarios de compañeros de curso que leyeron diez mil veces menos que yo.
YO: – Es como decir que quieres aprender a jugar al fútbol sólo mirando partidos por televisión. Sin los consejos ni la teoría de un entrenador ni salir a correr detrás de una pelota, e igualmente llegar a ser un gran jugador. Es eso, ¿no?
ÉL: – Qué banal y estúpida comparación. Esta respuesta afirma mi decisión de haberte utilizado como personaje en mi última novela, algo que fue sólo una herramienta para criticarte y denostar la mierda de literatura que tú haces, a través de ese personaje.
YO: – Si tienes que echar mano al personaje de una novela para decirme algo cara a cara, entonces eso demuestra lo mediocre que eres, un simple y mediocre autorcito con aires de loco incomprendido.
ÉL: – Por imbécil, mereces que te asesine en el primer capítulo.
YO: – Por mediocre, voy a asesinarte yo aquí mismo. A mí no me hace falta tinta. Mira cómo te clavo este pedazo de vidrio en la yugular


Exceptuando el primer comentario, el resto de la historia no existió, pero bien podría haber existido. La escritura, como todo arte, sirve para decir lo que no dijimos en su debido momento, corregir los errores del tiempo. El arte nos ofrece venganza, podemos matar a quién queramos cuando queramos. Y le damos al asesinado el nombre que nos plazca. Yo llamaré a este individuo Miguel. Y para continuar con mi venganza, debo decir que se trata de un nombre real, de una persona real. Y de unas intenciones que, por falta de tiempo, podrían haber sido reales.

Tipificación de doce clase de personajes muy útiles para comenzar una novela

1. Los que miran el pañuelo lleno de mocos después de haberse sonado.
2. Los que limpian la tabla del retrete con un trozo de papel higiénico antes de sentarse (porque les da "asquito").
3. Los que bostezan sin taparse la boca.
4. Los que nunca llaman el timbre del bus para pedir que pare, porque creen que alguien ya ha llamado o lo llamará.
5. Los tíos o las tías que siempre preguntan a su sobrinito la misma y estúpida pregunta de siempre: "¿Y cómo me llamo yo?"
6. Los viejos que sólo hablan del clima.
7. Los que están en la cola del supermercado sólo con un producto y te piden pasar ellos primero.
8. Los peluqueros que escupen cuando hablan, mientras cortan el pelo.
9. Los dentistas que hacen preguntas al paciente mientras le pasan el torno por un premolar.
10. Los pacientes de los dentistas que responden con un "mmhh..."
11. Los que envían por e-mail archivos de PowerPoint que pesan un mega, y al final se trata de estúpidos mensajes new age ilustrados con imágenes de paisajes bajados del Google Images.
12. Los que leen a Brian Weiss o a Louise Hay.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La infancia es mirar hacia fuera…


Discover Sound Effects!


Cuando era niño, todos los sonidos de la mañana me resultaban claros, el canto de los pájaros tenía un volumen más alto que ahora. Ahora las aves suenan ahogadas, quizás por mis pensamientos cotidianos. Los rayos de sol eran más intensos, y la brisa de la mañana venía con un frescor que hoy ha perdido. Cada vez que veo una mañana soleada en una película, es una imagen que me transporta inmediatamente a mi niñez. Mierda… esto de hacerse adulto va a apagando los sentidos.

Filosofía Groeningiana


De The Simpsons, capítulo Apocalise Cow.

lunes, 17 de noviembre de 2008

When I'm twenty-nine


Discover Matt Elliott!


A mi edad, Alejandro Magno ya había conquistado Persia, George Harrison compuesto Something y Kennedy ya era senador nacional. A los veintinueve años Maradona hacía tiempo que era el mejor futbolista del mundo, Picasso ya había pintado sus majestuosas señoritas de Avignon y Charles Dickens publicado y alcanzado la gloria con un tal Oliver Twist.

Y yo que, con mis veintinueve años, no puedo coser correctamente la manga de la camisa que ayer se me quedó enganchada en la rama de un árbol.

(MP3 del post: The Failing Song, de Matt Elliott)

viernes, 14 de noviembre de 2008

Un cuento: El barro en el pantalón

Cuando era niño pensaba que el santiamén era una unidad de tiempo. Sí, creía que después de la hora, del minuto y del segundo, venía el santiamén. Sesenta santiamenes hacían un segundo. Tres mil seiscientos santiamenes, un minuto. Admiraba a las personas que decían hacer tal cosa o cual otra “en un santiamén”. En mi candidez, la acción que podía realizar con más velocidad solamente era la de comer una golosina en veinte segundos, pero jamás en veinte santiamenes. En vano contaba con frenesí los sesenta santiamenes que hacían un segundo, hasta quedarme sin respiración. Este rasgo de mi personalidad acabó poblando mi conciencia de una obsesión por la inmediatez. Debía terminarlo todo antes que el resto, los exámenes en la escuela o la sopa en el comedor. Incluso cronometraba mi tiempo para llevar a cabo las más nimias acciones, como hacer pis en exactamente un minuto o mejorar mi tiempo al cruzar la calle; pero eso sí, sin pisar ninguna raya del paso de cebra.

Recuerdo como si fuese una fotografía la primera vez que oí la palabra santiamén. Tenía cuatro años y aún tomaba el biberón a escondidas de mi padre. Ésta fue la frase que papá pronunció aquella lluviosa tarde de febrero, cuando me descubrió agazapado tras la puerta de mi habitación mientras disfrutaba de mi leche:
- Quiero que dejes eso en un santiamén.

El terror me paralizó. Su metro noventa de estatura me parecieron tres o cuatro o incluso cinco metros. El corazón se me salía por la boca, y a través del espejo pude ver mi cara, más blanca que la leche que estaba bebiendo. Papá siguió esperando que obedeciera, con los ojos inyectados en sangre. Como no lo hice, vino el primer gran castigo del que tenga memoria: cincuenta golpes de vara en las nalgas, ni uno más, ni uno menos.

Papá era militar retirado. Tuvo que coger la baja vitalicia a la fuerza, debido a un abrupto descenso de la visión. Desde ese momento, yo pasé a reemplazar a todos los soldados que dirigió durante sus diez años de servicio, característica que se acentuó tiempo después, con la muerte de mamá. Su voz ronca a fuerza de habanos, su entrecejo curvado hacia abajo y unos cuencos oscuros bajo los ojos le daban a mi padre un aspecto cavernario. Era muy exigente consigo mismo, se levantaba todas las mañanas a las cuatro y media para sus ejercicios físicos. Por ser pequeño, a mi me permitía media hora más de sueño, pero si osaba levantarme a las cinco y un minuto, ese minuto de más ya era causal para recibir los cincuenta varazos de siempre, ni uno más, ni uno menos.

La adolescencia no fue muy diferente. A las exigencias académicas que me sometía mi padre, como la cancelación de mi mensualidad si me sacaba nueves en los exámenes, había que sumar mis dificultades para relacionarme con las chicas. Claro, quién iba a aguantar a un tío que todo el día le tiembla la mano izquierda o que se la pasa mordisqueando la punta de los lápices. Recuerdo mi primera cita como un rotundo fracaso. Quedé con Esther a las seis de la tarde, pero me presenté a las siete y cuarto, porque no me gusta esperar, prefiero que sea la otra persona quien espere. Fuimos a cenar a un restaurante, pero como tardaban tanto en traernos el pedido la llevé a comer palomitas de maíz al chiringuito de la esquina. En el cine, no pude evitar predecir el final de El graduado y canté a los cuatro vientos que Benjamin se terminaría enamorando de Elaine. Hastiada, Esther se levantó de la butaca, me tiró las palomitas en la cabeza y se largó, dejándome solo junto a Dustin Hoffman, a Simon y a Garfunkel. Llegué a casa absolutamente decepcionado, porque ni siquiera había podido besarla en la mejilla. En la puerta me esperaba papá, vara en mano, enseñándome un reloj que marcaba las once y un minuto.

La sombra de papá también me persiguió en mi edad adulta, especialmente durante los años que permaneció ingresado en aquel hospital que me costaba la mitad de mi sueldo. A pesar de que casi no hablaba y sólo era capaz de mover la mitad de su boca, papá siempre tenía preparado su catálogo de reprimendas y órdenes, tan naturales para mí y que echo tanto de menos cuando no las oigo. Todos los días eran iguales, salía del trabajo e iba corriendo al hospital a cuidar de papá, hasta las doce de la noche. Entraba a la sala, y sin siquiera saludarme, papá sólo atinaba a decirme:
- Pis.
Lo que significaba que debía cambiarle el contenedor de la orina porque estaba lleno. Sin quitarme la chaqueta ni dejar la mochila, obedecía sin más, con la fidelidad de un perro adiestrado. Invariablemente, mi respuesta era siempre la misma:
- En un santiamén.

Gracias a papá me convertí en un experto en cuidar enfermos. Que controlar el suero, que darle de comer, que afeitarlo, que ducharlo, que acomodarlo para que hiciera caca… Y por supuesto, con una rapidez y eficacia que generaba la envidia de los otros pacientes. Los medicamentos siempre a la misma hora, la inclinación del respaldo de la cama siempre en el mismo ángulo, jamás una mancha de patata en la sábana… Así, mi vida terminó eclipsándose en favor de los cuidados que debía prodigar a papá. Al menos podía apreciar su gesto de serenidad cuando dormía, y pensaba en todos los años que tuve que esperar para ver su rostro así de sereno, sin el entrecejo curvado.

Hace un rato volví de su funeral. El día estaba lluvioso, como en los funerales de las películas. Muy poca gente había acudido, de la cual no conocía a nadie. Los sepultureros bajaron el cajón hacia la fosa con una lentitud exasperante. Cuando el agujero fue cubierto y la concurrencia se disipó, alguien se ofreció para llevarme a casa en su coche, pero rechacé la invitación. Prefería volver a pie, con paso rápido y nervioso, como solía hacer. Ya en el camino, hundí las manos en los bolsillos de mi chaqueta, y ese repentino calor me causó una curiosa sensación de placidez. Di una larga bocanada de aire, la frescura del otoño invadió cada uno de mis alvéolos y me oxigenó la mente de tal manera que pensé que nunca había respirado en mi vida. Mientras cruzaba el parque, percibí las graciosas curvas que dibujan las hojas de los árboles al desprenderse, y también los círculos que se forman en los charcos cuando caen las gotas de lluvia. Me senté en un banco durante un rato para darle migajas a las palomas, y no me importó que el banco estuviera mojado; es más, disfruté de la frescura del agua atravesando mi pantalón. Alcé la vista. Unas nubes tímidas que le daban paso al sol habían esculpido la forma de unas montañas. Estaban nevadas, y un ciervo intentaba trepar los peñascos para encontrarse con su familia de ciervos. Imaginé montones de historias con esos ciervos-nube y me reí, mucho me reí.

El funeral acabó a las nueve de la mañana, llegué a casa a las nueve de la noche. De vez en cuando me soplo los dedos para secar la tinta del bolígrafo con el que estoy escribiendo este relato, pero no quiero lavarme, me gustan estas manchas. Tengo los zapatos llenos de barro y los calcetines húmedos. Creo que me llevará muchos santiamenes sacarme el barro del pantalón, aunque seguramente muchos menos que antes, porque el tiempo es elástico, y ahora los santiamenes duran el tiempo que yo quiera.

Monos teístas




En una época, los árabes eran el pueblo más inteligente de la historia… ¡los tipos inventaron el cero! Hay que ser muy pero muy inteligente para inventar el concepto de “cero”. Hasta que un día apareció el Islam, y el pueblo árabe pasó a ser el más retrógrado.

Los judíos se creen el pueblo elegido. Intención a todas vistas sumamente nefasta y reprobable, ya que si un pueblo se considera “elegido”, en consecuencia se cree superior al resto de pueblos… ¿Entonces por qué aún están esperando a su Mesías? ¿Es que acaso no pueden estar sin un guía divino que los lleve a ese destino magistral que dios (su dios) les tiene reservados? ¿Es que no están tan seguros de lo “elegidos” que son si necesitan a alguien que los guíe?

Y si bien los judíos ya tenían sus estrategias de difusión, fueron los cristianos quienes inventaron el marketing. San Pablo fue el primer director de marketing de la historia. Él y sus sucesores inventaron el logotipo del cristianismo (la cruz), el slogan (Jesús diciendo “amaos los unos a los otros”, o según San Juan, “Yo soy el camino, la verdad y la vida”), abrieron sucursales en todo el mundo, inventaron el marketing olfativo con olor a incienso y mirra, y dieron las premisas para que posteriormente se establecieran ambiciosas estrategias de marketing expansionista en América, Filipinas o África. Y qué mejor briefing que los 10 mandamientos.

(Por cierto… ¿hay algo más fascista que decir “YO soy el camino, la verdad y la vida”?)

Yo prefiero seguir venerando las motas de polvo que deja entrever el sol de la mañana.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Sin razón de ser


Discover Jason Mraz!


El exceso de razonamiento es algo de lo más antinatural. Y nosotros, necios, nos creemos superiores a la naturaleza por el simple motivo de que razonamos. ¿Pero por qué, si la razón es producto de la naturaleza, de nuestra propia naturaleza? Nunca la razón humana estará por encima de la naturaleza, nuestra razón tiene finitud, la naturaleza es infinita. En el ser humano, ese exceso de razonamiento genera realidades que están en contra de nuestra singularidad. ¿Quieres ejemplos concretos y cotidianos que grafiquen lo que digo? Te doy tres.

- La homosexualidad. Uyyy hoy decir que se está en contra de la homosexualidad es ser un nazi o un retrógrado o un inadaptado social. Pero nadie puede negar, aunque sea una frase hecha, que es algo contra natura, y es el ejemplo más patente de nuestra obsesión por razonar y razonar y cuestionarse…

- El vegetarianismo. ¿Que los pobres animalitos sufren al matarlos y ser comidos por la especie superior? Entonces te devuelvo la pregunta con más exceso de razonamiento… ¿y las plantas no sufren acaso? Vale, podrás objetar que no está comprobado. ¿Y si se comprueba que sufren? ¿Vas a morir de hambre? ¿Vivir a agua? ¿Hacer un curso de “fotosíntesis”?

- La negación de algunas personas a no querer tener hijos. ¿Y cuál es su justificación? Que el hecho de tener hijos es una actitud retrógrada de personas que sólo quieren niños por autorrealización, por egoísmo o para verse reflejado en ellos (razonamiento formulado por mujeres en su mayoría). OK. Pero después, casi sin darse cuenta, estas mismas personas se encuentran mirando con ternura a un bebé en la calle; le prodigan enormes atenciones a sobrinos, ahijados o hijos de amigas; se compran un gato para desviar su cariño hacia el pobre bicharraco, o lo que es lo mismo abrazan con maternal amor un hobby, una profesión o un libro de autoayuda…

Pero claro, hoy vivimos en una posmodernidad que ensalza y endiosa (paradójicamente, en la era de la muerte de dios) a la razón, a la evolución y la búsqueda de respuestas. Yo, mientras tanto, prefiero mirar las motas de polvo que deja entrever el sol de la mañana. Si la razón me busca, díganle que bajé a comprar cigarrillos.

(MP3 del post: God rest in reason, de Jason Mraz).

martes, 11 de noviembre de 2008

Cortometraje: Gusanos



Díganmelo, por favor... ¿En que nos diferenciamos de esos simples organismos que se arrastran? ¿Por qué nosotros los elegidos? ¿Elegidos de qué? ¿Elegidos por qué?

El corto instantáneo: el arte está en todos lados.



Un asesino.
Una playa.
Cientos de dudas.
Miles de interrogantes...
Un trepidante y oscuro camino hacia la perdición.
Del director de Sé lo que fumasteis el verano pasado y Como agua para "chocolate".


Éste es el corto más corto que he hecho y, seguramente, uno de los más cortos del YouTube. Quizás te parezca una mierda, quizás lo consideres una sublime muestra de arte ubicuo. Pero fue grabado con los más minimalistas recursos. Sólo me hizo falta un móvil, un minuto para grabar y otro minuto anterior para planificar someramente la historia. Y nada más. Juro que todo fue casual, el principio y el final. El arte y las historias truculentas, como las oportunidades, están en todos lados.

Véalo en los mejores cines.

lunes, 10 de noviembre de 2008

La clase de cosas que escribía mi estúpido antecesor

No creo en el cielo
Yo miro al cielo, no él a mí
Ahora todas las cosas que pensaban que era son inciertas.
Todo va tomando forma de barco, de helado de vainilla.
Son todos caminos de vuelta hacia un lago acristalado.
En estados de letargo como estos, los átomos que chocan mi piel, los átomos del exterior, entran de tal manera que siento su caricia, como una aguja de seda que me da besos.
Pero ya no hace falta que escriba encriptado.
Si es más bonito que todo tenga un principio, un nudo y un desenlace.
Si los personajes no se me van a escapar.
Antes solía tenerle miedo a mis personajes.
Ahora ellos me veneran, me acarician, son mis átomos.
Ser dueño de mis personajes es ser dueño del tiempo.
Es manejar la cuerda de la bailarina de la cajita de música.
Ahora, por ejemplo, yo que soy el personaje del tipo que está escribiendo mi vida, y por consiguiente el que está escribiendo esto, podría fácilmente ser asesinado sólo por el hecho de satisfacer las ansias carniceras de mi progenitor.
O de mi procreador, quizás quede mejor decirlo así.
Incluso si me suicido será por su voluntad.
Soy un personaje maleable que mira el cielo pero no espera nada de él.

Otro guiño del destino

Todavía no sé como me animé esa tarde. Pero a veces ciertas sustancias psicotrópicas generadas por alguna glándula del cerebro producen más adrenalina y feromonas de las que podemos soportar. Juro que nunca tuve un impulso semejante, más estando sobrio como estaba, esa tarde al salir de la oficina. La calle Mallorca se veía seca y amarga como siempre. Pasé por la puerta del café oscuro donde a veces me voy a tomar un Irish coffee. Una rubia de cabello corto, botas negras y gafas con montura al aire saboreaba, creo, un té de menta. Después supe que era manzanilla. Me frené, o eso creí. Sus ojos grises interceptaron los míos marrones. Una puntada en la nuca trajo una electricidad animal, y sin ser responsable de mis actos, entré al bar y me senté en la silla frente a ella. No podía contenerme, y no me importaba. Las palabras salieron como tropel.
- Puedo dibujarte la carta astral si lo supiera. Pero los imprevistos son la falla de este sistema. Y hoy es uno de esos días.

Cogí una servilleta, le saque de la mano el bolígrafo con el que escribía sus memorias, algo que supe después. Y empecé a garabatear un círculo con puntos y líneas radiales saliendo del centro. Nunca en mi vida había dibujado una carta astral, ni siquiera sabía lo que era eso.
- Todo lo que puedo decirte es que tienes que dejar de tomar las pastillas anticonceptivas por mero vicio, por más que tu menstruación sea irregular. ¿Para qué, si hace meses que no follas con nadie? Los errores del destino son nuestra única arma para liberarnos. Y nosotros somos los dueños de esos errores, pero jamás usamos esa herramienta.

La rubia se levantó el escote para que dejara de mirarle el nacimiento de las tetas. Eran grandes las tetas. Al sentarme frente a ella, abrió aún más sus ojos grises y se echó hacia atrás, instintivamente. Estaba a punto de gritar o quejarse, con expresión asustada, como para echarme de allí, pero antes de que pronunciara palabra le apoyé dulcemente mi dedo índice en los labios. El dedo se me manchó de rojo rouge, algo que me di cuenta después.
- La queja que estás a punto de pronunciar será de lo más previsible. Sorpréndeme.
No sé por qué actuaba yo así, tampoco sé por qué ella también entró, así de repente, en esa lógica de los impulsos imprevisibles, porque al final no me respondió a la pregunta. Definitivamente, la rubia había entendido mi frecuencia. En vez de gritar, quejarse o irse corriendo de ese bar de la calle Mallorca, cogió el bolígrafo y me lo clavó en el ojo. Se levantó con elegancia, pagó su manzanilla, dejó el vuelto de propina y se fue como si nada. Yo la seguí con la mirada mientras cruzaba la puerta de salida, mientras secaba la mesa de la sangre que bajaba de la Bic que pendía de mi ojo izquierdo. Para matar el tiempo me puse a leer el cuaderno con sus memorias que se había olvidado arriba de la mesa. Eso sí que es una acción de lo más imprevisible.

A las cinco en el café de siempre, ¿vale?

Debería ser tema central en un simposio de psicólogos conductistas. Sin lugar a dudas, los matices que se generan a raíz de las palmadas que damos en la espalda cuando abrazamos a otra persona es un tema que da mucho de sí. Si bien existe otra variante, que es la de frotar esa misma mano sucesivas veces hacia arriba o hacia abajo como una especie de áspera caricia, son las palmadas las que marcan las distancias. Y, casi siempre, demoledoras distancias. Qué mierda, las palmadas deben darse solamente a amigos. Y ni siquiera eso, deben darse a las personas con la cual no tenemos una relación muy cercana, como a la vecina que hemos visto sólo un par de veces y le damos nuestras condolencias porque se ha muerto su marido. Esa palmada no sólo es necesaria, sino esencial, porque no marca respeto, sino distancia, o dicho de otro modo, un respecto sin afecto. Y cuantas más palmadas se den, más distancia es la que se marca.

La mano frotada, en cambio, ofrece un toque más maternal. En general se da a personas que socialmente o psicológicamente están en un nivel inferior, como novias a quien queremos dejar y se ponen a llorar, compañeros de trabajo que son echados y están abatidos, madres que dejan a sus hijos en la escuela el primer día de clases o, lo que lo mismo, hijos que dejan a su madre el primer día en la casa de ancianos. Esa frote es una forma de decir “tranquilo, no me voy, estoy aquí contigo”.

Todo este prolegómeno sirve solamente para responderme a esta pregunta… ¿por qué coño Silvia me dio esas seis palmadas ayer, cuando nos despedimos? ¿Se piensa que estoy en un escalón inferior a ella? ¿Quién se piensa que es? Mientras sentía el retumbar de su mano en mi espalda, yo iba contándolas, palmada por palmada. Si será cínica la cabrona, ahora me doy cuenta… eran lentas las palmadas, una tras otra, como si supiera que las iba contando. Eran como las que le da la madre al bebe para que eructe. Ahora pienso “ojalá le hubiese eructado en la oreja a esa desgraciada”. La primer palmada fue la que marcó territorio, diciendo “imbécil, convéncete que lo nuestro ya pasó, olvídate de mí, no me mereces”. La segunda palmada fue simplemente un énfasis a la palabra “imbécil”. La tercera significaba “sé que lo supones, y supones bien, he encontrado a otro que me llena más, un eufemismo para decir que tengo un tío que me folla mejor que tú”. La cuarta ya era la categórica: “a ver si me dejas de abrazar, pesado”. La quinta, “tengo que hacer mejores cosas que estar aquí aguantando tus sollozos sobre mi hombro, además todos están mirando en este café lo maricón que eres; tíos eran los de antes”. Y la sexta y definitiva fue un “bueno basta, te aparto yo, el otro me está esperando en su piso, además me está llegando de tu boca un aliento a caballo muerto que apesta”. Y con suavidad, para mantener las formas, me aparta de su pecho, me invita a sentarme nuevamente en la silla de aquel bar, me da el último beso y me espeta el último y cínico “Adiós Gregorio” para terminar con un innecesario “hablamos, ¿vale?”.

¿Hablamos? ¿Hablamos? ¿Qué coño hablamos? ¿Hablar sobre las veces que lo haces con el que te folla ahora? ¿O sobre dónde vais a pasar el fin de semana? Apenas Silvia cruzó la puerta del bar, lo primero que hice fue eliminar su número del móvil, borrar todos sus mensajes y hacer pedazos la foto carnet que guardaba en la cartera. Y para terminar de descargar mi rabia, di una palmada en la mesa que casi tira al suelo el pocillo de café. Confieso que después me sentí un poco más aliviado. Bueno, algo de bueno tenían que tener las putas palmadas.

Je déteste Paris


Discover Yael Naim!


Sé que es políticamente incorrecto lo que voy a decir, y más para una persona que quiere dedicarse a la escritura, pero la verdad que no he encontrado ciudad más insulsa y vacía que París. Es cierto que es bonita, que sus museos son espléndidos y caminar por sus calles estremece. Pero es una ciudad a la que no volvería, estuve cuatro veces y en las cuatro veces no sentí nostalgia al irme, tal como me ha ocurrido en otros destinos como Malta, Calcuta o Nairobi. Una de las cosas que le ha dado reputación a París es la categoría de sitio sine qua non para que un escritor muera. O si no muere allí y no es enterrado en Pere Lachesse, que al menos viva unos años, y de ser posible, en una sucia buhardilla llena de ratas de Saint Germain Des-pres. Si no, cualquier dramaturgo o artista que se precie de tal no podrá nunca alcanzar un grado supremo de admiración por parte de sus lectores.

Pero ¿en qué fundamento mi tesis? ¿Por qué pienso que París es une mierda? Primero que todos los escritores que no tienen prestigio quieren adquirir un prestigio artificial diciendo “yo viví en París” cuando son respetados y famosos, e inducen sus penurias de malos trabajos a sus veintipico de años o la edad en la que se suelen mudar a París, generalmente provenientes de América Latina, Barcelona o Estados Unidos, y en ese tiempo estas personas tienen que ingerir enormes cantidades de alcohol, drogarse en cantidad, hasta que llegan a los treinta y pico y digan basta, ya es hora de ser un escritor maduro. Entonces, después de haber publicado alguna que otra novelita de bajísima tirada en alguna editorial situada en el barrio Latino, es hora de volver al país de origen, para ser besado por la gloria del desterrado que regresa a hacer “patria” o a contar como sobrevivió a la bohemia excesiva de los franceses. Y es ahí que comienza su verdadera carrera como escritor, creando una prosa cuyo alimento serán esos días de sacrificio, esos momentos entrañables de su vida que lo transformó en una persona sacrificada en nombre del arte. Y todo gracias a París.

Y yo me cago en París, en la bohemia, en la generación beat (aunque no se dio en París), en la estupidez más grande de la historia llamada Mayo Francés, hasta en Hemingway me cago. Sí, lo más políticamente incorrecto que puede decir un escritor es cagarse en Hemingway. Y yo me cago en Hemingway. Cuanto más se glorifica su bohemia, su sacrificado periplo cubano y los habanos que se fumaba, más me cago en él. Y en Vargas Llosa. Y en Cortázar. Y hasta en Kandinsky me cago. Por eso propongo, como Nerón a Roma, ir a quemar París, y que no quede nada de su mentira ni de sus estúpidas y edulcoradas leyenditas de pobres con futuro de grandes. Y después, si quedan ganas, refundarla. Sólo si quedan ganas.

(MP3 del post: Paris, de Yael Naim).

De vuelta

Es mentira que las burbujas explotan y no vuelven nunca más.
Todo renace, todo vuelve. ¡Vamos! Volvamos a volver. De vuelta.


(una paradójica manera de empezar este nuevo espacio).