viernes, 14 de noviembre de 2008

Un cuento: El barro en el pantalón

Cuando era niño pensaba que el santiamén era una unidad de tiempo. Sí, creía que después de la hora, del minuto y del segundo, venía el santiamén. Sesenta santiamenes hacían un segundo. Tres mil seiscientos santiamenes, un minuto. Admiraba a las personas que decían hacer tal cosa o cual otra “en un santiamén”. En mi candidez, la acción que podía realizar con más velocidad solamente era la de comer una golosina en veinte segundos, pero jamás en veinte santiamenes. En vano contaba con frenesí los sesenta santiamenes que hacían un segundo, hasta quedarme sin respiración. Este rasgo de mi personalidad acabó poblando mi conciencia de una obsesión por la inmediatez. Debía terminarlo todo antes que el resto, los exámenes en la escuela o la sopa en el comedor. Incluso cronometraba mi tiempo para llevar a cabo las más nimias acciones, como hacer pis en exactamente un minuto o mejorar mi tiempo al cruzar la calle; pero eso sí, sin pisar ninguna raya del paso de cebra.

Recuerdo como si fuese una fotografía la primera vez que oí la palabra santiamén. Tenía cuatro años y aún tomaba el biberón a escondidas de mi padre. Ésta fue la frase que papá pronunció aquella lluviosa tarde de febrero, cuando me descubrió agazapado tras la puerta de mi habitación mientras disfrutaba de mi leche:
- Quiero que dejes eso en un santiamén.

El terror me paralizó. Su metro noventa de estatura me parecieron tres o cuatro o incluso cinco metros. El corazón se me salía por la boca, y a través del espejo pude ver mi cara, más blanca que la leche que estaba bebiendo. Papá siguió esperando que obedeciera, con los ojos inyectados en sangre. Como no lo hice, vino el primer gran castigo del que tenga memoria: cincuenta golpes de vara en las nalgas, ni uno más, ni uno menos.

Papá era militar retirado. Tuvo que coger la baja vitalicia a la fuerza, debido a un abrupto descenso de la visión. Desde ese momento, yo pasé a reemplazar a todos los soldados que dirigió durante sus diez años de servicio, característica que se acentuó tiempo después, con la muerte de mamá. Su voz ronca a fuerza de habanos, su entrecejo curvado hacia abajo y unos cuencos oscuros bajo los ojos le daban a mi padre un aspecto cavernario. Era muy exigente consigo mismo, se levantaba todas las mañanas a las cuatro y media para sus ejercicios físicos. Por ser pequeño, a mi me permitía media hora más de sueño, pero si osaba levantarme a las cinco y un minuto, ese minuto de más ya era causal para recibir los cincuenta varazos de siempre, ni uno más, ni uno menos.

La adolescencia no fue muy diferente. A las exigencias académicas que me sometía mi padre, como la cancelación de mi mensualidad si me sacaba nueves en los exámenes, había que sumar mis dificultades para relacionarme con las chicas. Claro, quién iba a aguantar a un tío que todo el día le tiembla la mano izquierda o que se la pasa mordisqueando la punta de los lápices. Recuerdo mi primera cita como un rotundo fracaso. Quedé con Esther a las seis de la tarde, pero me presenté a las siete y cuarto, porque no me gusta esperar, prefiero que sea la otra persona quien espere. Fuimos a cenar a un restaurante, pero como tardaban tanto en traernos el pedido la llevé a comer palomitas de maíz al chiringuito de la esquina. En el cine, no pude evitar predecir el final de El graduado y canté a los cuatro vientos que Benjamin se terminaría enamorando de Elaine. Hastiada, Esther se levantó de la butaca, me tiró las palomitas en la cabeza y se largó, dejándome solo junto a Dustin Hoffman, a Simon y a Garfunkel. Llegué a casa absolutamente decepcionado, porque ni siquiera había podido besarla en la mejilla. En la puerta me esperaba papá, vara en mano, enseñándome un reloj que marcaba las once y un minuto.

La sombra de papá también me persiguió en mi edad adulta, especialmente durante los años que permaneció ingresado en aquel hospital que me costaba la mitad de mi sueldo. A pesar de que casi no hablaba y sólo era capaz de mover la mitad de su boca, papá siempre tenía preparado su catálogo de reprimendas y órdenes, tan naturales para mí y que echo tanto de menos cuando no las oigo. Todos los días eran iguales, salía del trabajo e iba corriendo al hospital a cuidar de papá, hasta las doce de la noche. Entraba a la sala, y sin siquiera saludarme, papá sólo atinaba a decirme:
- Pis.
Lo que significaba que debía cambiarle el contenedor de la orina porque estaba lleno. Sin quitarme la chaqueta ni dejar la mochila, obedecía sin más, con la fidelidad de un perro adiestrado. Invariablemente, mi respuesta era siempre la misma:
- En un santiamén.

Gracias a papá me convertí en un experto en cuidar enfermos. Que controlar el suero, que darle de comer, que afeitarlo, que ducharlo, que acomodarlo para que hiciera caca… Y por supuesto, con una rapidez y eficacia que generaba la envidia de los otros pacientes. Los medicamentos siempre a la misma hora, la inclinación del respaldo de la cama siempre en el mismo ángulo, jamás una mancha de patata en la sábana… Así, mi vida terminó eclipsándose en favor de los cuidados que debía prodigar a papá. Al menos podía apreciar su gesto de serenidad cuando dormía, y pensaba en todos los años que tuve que esperar para ver su rostro así de sereno, sin el entrecejo curvado.

Hace un rato volví de su funeral. El día estaba lluvioso, como en los funerales de las películas. Muy poca gente había acudido, de la cual no conocía a nadie. Los sepultureros bajaron el cajón hacia la fosa con una lentitud exasperante. Cuando el agujero fue cubierto y la concurrencia se disipó, alguien se ofreció para llevarme a casa en su coche, pero rechacé la invitación. Prefería volver a pie, con paso rápido y nervioso, como solía hacer. Ya en el camino, hundí las manos en los bolsillos de mi chaqueta, y ese repentino calor me causó una curiosa sensación de placidez. Di una larga bocanada de aire, la frescura del otoño invadió cada uno de mis alvéolos y me oxigenó la mente de tal manera que pensé que nunca había respirado en mi vida. Mientras cruzaba el parque, percibí las graciosas curvas que dibujan las hojas de los árboles al desprenderse, y también los círculos que se forman en los charcos cuando caen las gotas de lluvia. Me senté en un banco durante un rato para darle migajas a las palomas, y no me importó que el banco estuviera mojado; es más, disfruté de la frescura del agua atravesando mi pantalón. Alcé la vista. Unas nubes tímidas que le daban paso al sol habían esculpido la forma de unas montañas. Estaban nevadas, y un ciervo intentaba trepar los peñascos para encontrarse con su familia de ciervos. Imaginé montones de historias con esos ciervos-nube y me reí, mucho me reí.

El funeral acabó a las nueve de la mañana, llegué a casa a las nueve de la noche. De vez en cuando me soplo los dedos para secar la tinta del bolígrafo con el que estoy escribiendo este relato, pero no quiero lavarme, me gustan estas manchas. Tengo los zapatos llenos de barro y los calcetines húmedos. Creo que me llevará muchos santiamenes sacarme el barro del pantalón, aunque seguramente muchos menos que antes, porque el tiempo es elástico, y ahora los santiamenes duran el tiempo que yo quiera.

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