domingo, 29 de noviembre de 2009

Mañana...

Mañana, 30 de noviembre de 2009, será el último día del último mes del último año de la primera década del tercer milenio de la historia moderna. Tanta coincidencia no puede ser menor. Mañana podría representar una jornada determinante, definitiva, descomunal, desequilibrada. Saldré con tiento de casa, miraré cuidadosamente no dos, sino cuatro veces la calle antes de cruzar. Controlaré con mayor atención las fechas de caducidad del atún o del yogurt que compre. Me aseguraré de cargar la batería del teléfono. No iré a comer fuera por precaución, ni siquiera tomaré café, no vaya a ser que caiga una gota de algo nocivo. Antes de sentarme en una silla, la tantearé para comprobar que no está rota. No usaré sal, ni azúcar, no escucharé música muy fuerte por si acaso tenga que prestar atención a sirenas de bombero o gritos de advertencia. Llevaré pañuelos desechables en el bolsillo, el número de emergencias a mano, un blister de Ibuprofeno y otro de Almax. Me iré a dormir pronto, con la puerta cerrada con doble llave, la ventana trabada, el gas y el agua bloqueados, y hasta la electricidad cortada. Me cubriré no con dos, sino con cuatro mantas. Y cuando esté a punto de conciliar el sueño mientras mire mi reloj digital, a las 23:59, llenaré los pulmones de aire hasta que sean las doce. Me dormiré con una suave y dulce sensación de libertad, de eterna seguridad. Y al día siguiente despertaré, cuando todo por fin haya pasado, feliz por haber conseguido sobrevivir.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Imagen tomada en el ferrocarril, un sábado de noviembre.



La foto podría titularse "Nostalgias de un pasado glorioso", "Jóvenes éramos los de antes" o "Qué pastilla me tocaba hoy", pero dejo la elección a criterio del lector.

(Por si no se lee, en el sombrero del abuelito aparece la inscripción "Viva Stalin").

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Historias de gente normal / 1
Mi gusano



Rosa en mano, el hombre de gris bajó con paso lento las escaleras de la estación Universitat. De forma indiferente esquivó a las personas que caminaban en sentido contrario. Allí abajo, el panel electrónico indicaba cuatro minutos para la llegada del próximo tren. El hombre de gris posó la rosa sobre uno de los bancos, con parsimonia, como si sus movimientos se ensamblaran a la cuenta atrás del panel. En el extremo de aquel banco, un joven con ropas anchas y gorra de béisbol miraba intrigado la escena. El hombre de gris permaneció de espaldas a la vía, a la vez que susurraba algo, una plegaria quizás. Advirtió la atención del adolescente. Se acomodó la corbata y giró levemente la cabeza. Empezó a hablarle con tono monocorde.
–Dentro de tres minutos llega mi antiguo gusano. Era mío, joven, se lo aseguro. De pequeño solía viajar en un veloz gusano que agujeraba la tierra. Todas las mañanas yo venía a esta estación con madre para ir al parvulario. Lo esperaba aquí mismo, en este banco. Cogía siempre el mismo vagón, el del medio. Y para no molestarlo caminaba en puntillas de pie, para no hacerle cosquillas en el estómago. Mi gusano era un gusano bueno, él acogía a todos en su interior. Según me contaba madre, iba con prisas bajo la tierra para que la gente llegara temprano a su destino. Yo al principio sentía celos de que otras personas se subieran a mi gusano, pero después me fui acostumbrando a compartirlo con gente desconocida. Es más, sentía orgullo de que ayudara a los otros. Pero yo sabía que su función primordial era llevarme a mí. Cuando bajábamos con madre en la estación Marina, veía que una de sus luces parpadeaba en señal de saludo. Yo levantaba la mano y le decía hasta mañana.
»Cierta ocasión, madre me había llevado a dar un paseo en gusano para ir al centro, junto a otros niños y otras madres. Yo estaba orgulloso de que mis amiguitos compartieran conmigo un viaje en mi gusano. Antes de abordarlo, me situé frente a ellos y les expliqué: “Ahora les voy a presentar a mi gusano. Es un gusano que agujerea la tierra, que lleva a la gente bajo la ciudad para que llegue temprano. Ese gusano es mi gusano, pero no estoy celoso de que vosotros subáis en él.” Lo que siguió después prefiero no recordarlo, pero es el motivo por el cual me encuentro aquí. Todos, los niños más grandes, los pequeños, las otras madres, todos empezaron a reírse, todos me señalaban con el dedo a carcajada limpia. Algunos niños me decían “tonto” y las otras madres “qué inocente”. Incluso madre insinuó una sonrisa. Yo quería irme de allí, contuve las lágrimas y cerré los ojos para no ver esas expresiones de burla que hoy, cuarenta años después, aún siguen pinchándome el corazón. Mi gusano llegó un minuto después. Allí dentro, mientras los niños seguían partiéndose de risa dentro del estómago de mi amigo de metal, yo escondía la cabeza bajo la chaqueta de madre, en puntillas de pie, pensando que ya nunca volvería a mirar a mi gusano como solía hacerlo… –El hombre volvió la mirada a su flor–. Y aquí dejo la rosa hoy, en memoria de la inocencia de la que alguna vez fui dueño y que hace cuatro décadas perdí para siempre. Adiós, joven, buenas tardes.
El hombre de gris se giró y desapareció de golpe entre la muchedumbre. El joven permaneció durante algunos segundos observando la rosa sobre el banco, con gesto lúgubre, hasta que la llegada de un nuevo tren lo devolvió de su rapto. Lentamente se levantó y entró al vagón del medio. Lentamente, muy lentamente, y en puntillas de pie.

martes, 17 de noviembre de 2009

Versionando clásicos versionados hasta el hartazgo / 1
Viejo lobo





No, no, por allí no, mejor el otro atajo, ojo con el leñador, pero por qué no se buscan otro sitio para talar, es tan grande todo esto, juro que cuando esté mejor alimentado me largo de este puto bosque, ya estoy harto de la rutina y de que se me corte la inspiración, malditos bípedos y malditas hachas, vamos viejo, más rápido, ay esta ciática, por qué no seré vegetariano, cuidado el hormiguero los arbustos la serpiente, salta, vamos, el pozo piedras charco pantano ¿y esa casa de chocolate? ¿en qué cuento estoy? la niña dijo que era su abuela, todas las casas de abuelas son iguales, tienen olor a abuela, a ver ese olfato viejito, snif snif, sí, debe ser por ahí, hay un camino, vamos, más rápido, sí, por aquí, snif snif, queda poco tiempo, la niña puede llegar en cualquier momento, pero dónde se cree que va con ese ridículo vestidito rojo, muy lejos no llegarás en la vida así vestida, guapa, snif snif, bien, debe ser ésta, ahí debe vivir la vieja, a ver snif snif, sí, está tumbada como suponía, eso es vida y no mi miseria, ojalá cobrara una pensión como esta vieja haragana, slurp, pero qué hambre tengo, me da igual carne caducada, slurp, me la zampo igual aunque solo sea pellejo, qué hambre y qué cansado estoy, hace un minuto podría haber engullido morcilla fresca, rojita, slurp, pero yo también estoy viejo, mmm, ya no tengo los reflejos de antes, ay qué agitación, toc toc, llamo a la puerta pero no me pensé ninguna coartada, pero qué hambre, snif, pero qué cansancio, slurp, pero qué le digo a la vieja ésta...
–¿Quién es?
(¿Pero qué era lo que tocaba decir ahora?…)
–Ehh… mmm… Para comerte mejor…
Mmmmno, no era eso. Definitivamente, ya no tengo los reflejos de antes.