viernes, 20 de agosto de 2010

Spoiler / 1
Bergen





Me gustan las películas horribles. Me gusta hojear revistas sobre cine y sólo dirigir mi atención a las críticas que tienen dos, una o media estrella. Me encanta ir al cine con ese prejuicio y desgranar con mi propia percepción aquello que le ha molestado al periodista que dedicó su tiempo en describir esa supuesta basura. Veo la película, sí, pero también puedo leer las frustraciones personales de aquel periodista. Cuando rechazamos algo, más bien rechazamos cosas de nosotros mismos que nos molestan, “yo lo hubiese hecho así”, “esto no tiene sentido”, “mis parámetros estéticos están por encima de esto que estoy viendo”… Cierta tarde fui a la biblioteca y me dirigí directamente a las revistas de cine. Allí encontré un ejemplar de Cinerama, un fanzine más que una revista, y leí la crítica de un tal (o una tal) Mustafá Star sobre una cinta llamada Ventanas mojadas. Se trataba de una película noruega cuya directora, por supuesto, se apellidaba Olsen (con la O tachada, pero no sé cómo se escribe la O tachada en este teclado).

El o la tal Mustafá destrozó la película a destajo, con calificativos como “prepotente”, “insultante”, “desprolija” y hasta se atrevió con un “vomitiva”. “Esto promete”, me dije. La busqué en las últimas páginas de El Periódico. Solamente la proyectaban en el Wilson, típico cine de barrio donde sólo dan películas para entendidos. Quien no es entendido (sobre finanzas) es el dueño del cine, porque siempre solía estar vacío. En efecto, cuando entré a la Sala 1 justo antes del comienzo, sólo encontré una pareja que se manoseaba, un viejo con un sombrero y una silueta en primera fila que parecía ser una mujer. Me senté detrás de todo. Las luces se apagaron y empezó la proyección (lo bueno es que aquí  no te meten publicidad). La película versaba sobre la relación de Arne y Freyja en Bergen, ciudad en la que llueve 300 días al año (supongo que de ahí el nombre de la peli). De inmediato advertí que era cámara en mano, y conjeturé que la directora (la mano que llevaba la cámara era de la directora) estaba resfriada, ya que a cada rato el pulso le temblaba al estornudar. Arne era heroinómano, Freyje muy cristiana y muy noruega, fría como un salmón pero de tetas firmes. En Bergen parece que no hay sitio donde ir, si no se es turista no hay más que mirar el paisaje por la ventana. La cinta navega por los descalabros vaginales de Freyja y la vena izquierda del rubio corpulento. Imágenes demasiado obvias: una cruz hecha de jeringuillas, un beso tras la ventana (mojada), gotas de sangre que caían de la vena izquierda sobre un fular. Y ahora el spoiler: antes de que Freyja abandonara a Arne, éste le clava la jeringuilla y la hace más adicta que él. Ambos acaban rezando juntos ante un cristo colgado de una pared sin pintar. Terminó la proyección y advertí que había quedado yo solo en la sala. La pareja se habrá ido a follar por ahí, el viejo del sombrero habrá muerto, la que parecía una mujer quizás no era mujer ni humano. Me quedé contemplando los créditos y encendieron las luces para que me marchara. Pero me quedé por cojones. Me gusta ver las letritas que suben mientras reflexiono sobre lo visto. La película era horrible, sí. Desprolija, también. Vomitiva, probablemente. Pero lo bueno es que al salir del cine me encontré un billete de diez en el suelo. Tengo ganas de llamar a Mustafá y proponerle discutir sobre la peli café de por medio. Espero que Mustafá sea mujer.

lunes, 16 de agosto de 2010

Efecto domingo por la tarde / 7

Los domingos por la tarde, pienso, son los peores momentos en la vida de una persona para comenzar algo, para dar el pistoletazo de salida a proyectos que conlleven un cierto tiempo para su proceso. Son, incluso, momentos nefastos también para pensar. Momentos que de tan vacíos se tornan inexistentes. Por tanto ¿cómo pensar durante un momento que no existe? Hoy me convenzo de que nunca tengo que proponerme a iniciar algo cuyo proceso implique cierta duración, durante un domingo por la tarde. O bien me espero al lunes a la mañana o durante cualquier otro día. Pareciera que todo lo que se inicia un domingo por la tarde tiene destino de fracaso, un noviazgo, un rodaje, una pintura, esculpir, firmar un contrato, comenzar a leer un libro, o a escribirlo, montar una repisa, hacer un piercing, lavar la terraza, concebir un hijo, practicar sexo anal por primera vez, llorar, amar, odiar... Hoy es un día gris, frío, las chispas de agua caen sobre mis mejillas como escupidas por un spray y me cosquillean la nariz. Absorbo mis mocos y me convenzo de que los domingos por la tarde no sirven para comenzar algo. Sólo son útiles para acabarlos.

jueves, 12 de agosto de 2010

Efecto domingo por la tarde / 6

    
De hecho todo el sistema está planificado para que el domingo por la tarde tengas que encerrarte en tu cueva y olvidarte del mundo. O, más bien, que el mundo se olvide de ti. Si no tienes un puto trozo de pan, o la nevera está despoblada, comprar algo en el pakistaní de enfrente te sale el doble que en los supermercados normales durante la semana. El cine está en su día más caro. Los bares están llenos y los que no lo están te cobran un suplemento por vete a saber tú qué mierda. Los parques están invadidos de molestos e insoportables niños que gritan, corretean y tocan los cojones. Las aceras, por viejas teñidas y menopáusicas que pasean minúsculos perritos peludos. En televisión sólo hay películas que son un coñazo o puto fútbol o insoportables carreras de coche. Por eso pienso que todo está dirigido a que acabe el domingo por la tarde tirado en mi cama llena de pulgas, escuchando mis discos de King Crimson y fumando chocolate o, con suerte, pinchándome en la vena de siempre. Por eso te pregunto: si estás en un sitio que no te gusta, ¿qué haces? ¿te piras de allí, no? Entonces si el mundo te parece una mierda, escápate de él, vete corriendo de él. Y con más razón si es domingo por la tarde.

       

lunes, 9 de agosto de 2010

Efecto domingo por la tarde / 5

Phillipe está por morir en un decadente hospital de Mulhouse. Alain va a visitar a su hermano Remy que vive en las afueras, en una casa descascarada junto a su esposa y su hija. Alain y Remy mantienen una discusión vacía, de hermanos. Phillipe no puede con sí mismo. Gime y llora porque nadie lo va a visitar al hospital. Pulsé el botón PAUSE y me levanté a mear. Aprecié mis ojeras en el reflejo del agua amarillenta del retrete. Me vino a la mente la noche anterior. Había intentado volver a hablar con Nadia, pero no me cogía el teléfono. Fui a su casa y no me abrió la puerta. Herido en mi orgullo, cambié de planes y decidí acudir a aquella fiesta que me había invitado Guate. Llegué con seis latas de cerveza bajo el brazo. Había un montón de gente en la fiesta. Me pregunté cómo coño iba a hacer Guate al día siguiente para limpiar toda la guarrada que le dejaran. Que lo jodan, pensé. Las luces eran rojas, tenues. Había dos sofás y varias chicas sentadas en ese sofá. Dos de ellas vestían minifalda. Fui a la cocina a coger una cerveza y me topé con una rubia que se preparaba un gin tonic. Nos pusimos a hablar “a quién conoces - de dónde vienes - ya no se hacen tantas fiestas como antes…”. La empecé a adular, el pelo, la ropa, los ojos. No tenía intenciones de disimular que le miraba las tetas, cubiertas con una camiseta que decía London. Noté que las dos letras o se estiraban más que el resto. Noté que se sintió ahogada, quizás me había acercado mucho al hablarle. Dio un paso hacia atrás. Sospechando perderla, la arrinconé a la mesa. Me dio un leve empujón –un empujón de desprecio, más bien– y volvió al salón. Allí intenté tres o cuatro o cinco veces tirarme a alguna de las tías de esa fiesta. Ya en casa, terminé masturbándome sobre las sábanas que había cambiado esa misma mañana. Regresé a la habitación y apreté PLAY. No es una buena idea ver una película francesa un domingo por la tarde. Y menos si es un domingo nublado.

viernes, 6 de agosto de 2010

Efecto domingo por la tarde / 4

Hoy encontré una T10 en el suelo que le quedaba un viaje. Fue una señal. Miré en el mapa del metro cuál era la estación más lejana y hasta allí fui: Can Cuiás. Caminé por las calles suburbanas, llenas de caras ojerosas, perros que paseaban solos, baches y bares que despedían olor a grasa. Los pies se me pegaban al asfalto mojado por la garúa y el barro que dejaban camionetas y autobuses. Era domingo por la tarde y yo caminaba solo mientras me ajustaba la bufanda cada dos por tres, hacía frío y viento allí arriba en comparación a la calle Asturias. Me metí en uno de esos bares, el olor a grasa se mezclaba con el de arroz, en la tele sobre la verde hierba corrían Jerez-Zaragoza, creo. Me pedí una caña y la espuma se entremezcló con el humo del tabaco que fumaban los cuatro o cinco viejos que jugaban dominó, gritaban desaforadamente u hojeaban el Mundo Deportivo con las hojas manchadas de grasa. Volví a la calle, encontré un recodo desde el que se veía toda la ciudad. La mancha gris detrás, y delante el azul mediterráneo. Me quedé ahí sin moverme durante un largo rato, quizás una hora, contemplando la silueta de Barcelona. Las mangas me goteaban, la garúa resbalaba con insistencia por la superficie porosa de la chaqueta. Ante esa vista de pájaro intenté adivinar dónde estaba mi casa, pero me sentí cansado. Volví a la estación del metro y me fui a dormir, para esperar encerrado en mi gueto la llegada del evasivo lunes por la mañana.