sábado, 26 de diciembre de 2009

Apuntes en tinta / 1
Sufrir, gozar




En mi condición de hombre, no puedo siquiera imaginarme cuál es el sentimiento que recorre las venas de una mujer durante el embarazo: tener un ser viviente dentro del cuerpo, que se desarrolla poco a poco, allí, en los confines de las tripas. No tengo ni tendré idea del dolor que se debe experimentar en el momento en que las entrañas y los órganos se abran para que salga a la luz la criatura, así como el acomodamiento de los huesos, la dilatación del órgano reproductor, el trabajo de parto, el vientre que se desgarra. Como hombre, por más que intente imaginarlo, jamás de los jamases podré ponerme en la piel de una mujer para comprender realmente lo que ese momento significa. Pero, salvando las enormes distancias, ahora me encuentro en pleno trabajo de parto. Yo mismo soy la partera, cuyo bisturí es un bolígrafo, la sábana es una hoja de papel y la anestesia es un lápiz con el que corrijo lo escrito en azul. Sobre esa hoja de papel lloro, grito de dolor, la sangre azul se desperdiga sobre el blanco, se entremezcla con el adormecedor gris. Sin embargo ya puedo ver que sale la cabecita, también veo un punto que separa dos párrafos, el bracito, el nudo de la historia, su tierno vientrecito bañado en jugos, unos puntos suspensivos, y el cordón umbilical que, como los guiones que separan a las palabras largas, es cortado sin contemplación por una anónima enfermera. Ya está. Si bien ya puedo reflejarme en esa criatura que ha salido de mis tripas, ya no está más ligada a mi ser, desde este mismo instante empezará su largo camino de libertad eterna. Ya se ha librado de mí y, con el correr de los años, buscará nuevos universos hasta perderse para siempre de mi vista. Pero ahora, este niño-texto llora, grita, comienza a descubrir el complejo mundo que lo circunda. Alguien se compadece de mí y me lo acerca a mi pecho. Yo lo contemplo, ahora no sufro, gozo, lo observo y me pregunto cómo puede ser posible que algo que ha estado dentro de mí durante tanto tiempo –años quizás– se haya convertido en este crío con ojos, renglones, piernitas, acentos, piecitos, puntos y coma, ombligo y largas palabras esdrújulas. Ahora es momento de disfrutar esta comunión que el universo me proporciona. Ya habrá tiempo de verlo perderse por las rutas del tiempo y del espacio. Ahora es hora de amamantarlo, de fortalecerlo con caricias y sinónimos, con leche materna y ortografía.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Miguel vs. William




Mateo entró con sigilo en aquella solemne biblioteca oxoniense. Le resultaba atractivo el sonido de ese gentilicio en su idioma materno, a pesar de que era una adaptación al español del inglés oxonian. A través de las ventanas de marco victoriano apreciaba la silueta del viento helado, que tallaba las ramas calvas del eterno otoño. Mateo pedía permiso a sus pies para hollar el crujiente suelo de madera, caminaba con excesiva lentitud para no alterar la quietud de esa sagrada casa de saber. Advirtió que le gustaba mucho más la musicalidad de la frase “suelo de madera” que la de wooden floor. Por fin, frente a los lustrados y negros estantes rebosantes de literatura, Mateo decidió poner en práctica ese hobby (o afición) que tanto disfrutaba: sobrevolar su dedo índice sobre los lomos de los libros, con los ojos cerrados, para que sea el libro el que lo elija a él, y no él quien elija al libro. Después de unos segundos de intriga, su dedo aterrizó sobre un viejo volumen, cuyo título era Pride from Oxford, de un tal McGuire. Antes de abrirlo, de entre sus muchas páginas cayó al suelo una hoja que estaba suelta. Pero era una hoja de cuaderno, y estaba escrita con lapicera. Mateo se agachó para recoger el papel. Al primer vistazo advirtió, con sorpresa, que estaba escrito en castellano. Intrigado, leyó para sus adentros:

“Si Sabina cantara en inglés sería más famoso y respetado que Bob Dylan.
Y Víctor Jara, más aplaudido que Cat Stevens.
Si Borges hubiera escrito Ficciones en la lengua de Shakespeare, habría sepultado a autores normalitos de la talla de Bellow, Becket o Updike.
Al Pacino quedaría así de pequeño si Darín hubiese nacido en Yorkshire.
Y López Vázquez sería mundialmente célebre, mucho más que horribles actores como Wayne o Bronson.
De haber cantado en la lengua de Shakespeare, El Tri habría borrado de un plumazo lo hecho por Supertramp.
Y Heroes del Silencio, destrozado la mediocridad de Echo and the Bunnymen y Gang of Four.
Pero claro, hay que saber usar el auxiliar do y utilizar phrasals cotidianamente para ser alguien en la vida sin demasiado esfuerzo.”

El escrito no tenía firma ni nombre. Mateo oteó a ambos lados, plegó el papel y se lo metió lentamente en el bolsillo de su overcoat. Dejó el libro en su sitio sin apenas haberlo hojeado y, con extremo sigilo, salió nuevamente a la calle. Se levantó la solapa del abrigo y, antes de regresar a pie a su pensión de estudiantes, lanzó una despectiva mirada a la fachada de la biblioteca y a la coqueta calle que la circundaba.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Y dijo el sabio...

"He hallado la verdad. La he descubierto, la he visto, la he tratado. La sé, la conozco. Conozco la verdad y no la quiero. Por favor, quiero volver a la anestesia, al chupete, a las gafas negras. Quiero volver a ser el títere de siempre. Quiero que me sigan engañando. Por favor."

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Historias de gente normal / 3
Personas y subtes




Un par de segundos más y a afilar los codos en el scrum de rugby de cada mañana. Augusto Larrazábal empujará con odio, dará cabezazos, blasfemará. E intentará, por cuarto día consecutivo, entrar al vagón del subte. No hay dudas: la estación Avenida de Mayo es la que concentra más gente por metro cuadrado en el mundo entero. ¿Cómo es que no se cae ninguna persona a las vías? ¿Cómo nadie pierde el equilibrio? Misterios de la física que Augusto nunca deja de preguntarse cada vez que espera el próximo tren en la hora “pico-pico” al borde de aquel anden. El instinto lo motiva a balancearse hacia atrás, quizás con la suerte de rozarle los pechos con la espalda a alguna atrevida morocha en minifalda (“hay que ser kamikaze para venirte en minifalda en esta locura; ¿vos querés que te embaracen?”) o, quizás, con la mala fortuna de apoyarse sobre el vientre de un gordo con la camisa sudada (“ecuación infalible: gordo que viaja en subte, igual a camisa empapada en sudor”). Llega el tren, frena con parsimonia –insoportable parsimonia–, y lo de siempre. Los que entran aprontan los codos, los que salen agachan la frente. El choque de fuerzas dura un par de ¿segundos, minutos?: uno, dos, cuatro, “dejen pasar”, seis, siete, “parecemos animales”, nueve, once, “¿quien fue el hijo de puta que me tocó el culo?”, trece, catorce. Quince. O eso contó Augusto cuando, casi sin haberse esforzado, se vio en el medio del vagón, arrastrado por el desquiciado scrum, y rodeado de un racimo de brazoscabezaspiernasmanos. Esta semana anda con suerte Augusto, cuántos subtes había perdido antes, “o quizás ya esté aprendiendo a dar codazos”. Codo es, precisamente, lo que ahora tiene clavado en el estómago, a la altura del ombligo. Un viejo calvo y bajito, con una extraña boina, le clava la articulación sobre su incipiente barriga. Augusto lo mira con irritación, pero el viejo le contesta con los labios hacia adelante y las cejas fruncidas, lo que, en el idioma tácito del subte significa “¿Y qué querés que haga?”. Tanta es la gente dentro de esa superficie de tres por quince que el más mínimo movimiento se convierte en una ingente acción de heroísmo. Junto a la puerta automática, un joven cierra y abre el ojo, intenta rozárselo con el hombro, desesperado por un repentino escozor, pero le resulta imposible levantar el brazo, comprimido entre dos pasajeros de saco y corbata. A unos metros, una mujer sopla hacia arriba para apartar un mechón de cabello que le cosquillea la nariz. Más allá, un hombre de poblado bigote atina a toser, pero su mano permanece estrujada entre las masas; como no consigue alzar la mano para taparse, reprime la expectoración y los ojos le lagrimean. Por fin el tren arranca. La inercia menea unos centímetros hacia delante a esa gelatina humana, una sacudida débil que se multiplica lo suficiente como para que un adolescente rubio aproveche sus hormonas frente a un generoso culo envuelto en denim; o para que un hombre de campera roja acerque aún más sus habilidosos dedos hacia la cartera que ya había oteado segundos antes; o bien para que Augusto apriete con más fuerza sus premolares. “No, no, ahora no”, piensa al intentar apartarse del filoso codo. Siente un ronroneo en las tripas, como si un ejército de cochecitos de juguete con cremallera le diera vueltas en el estómago. De repente, un frenazo: estación Moreno. Otro scrum de insultos, puertas neumáticas, codos incisivos y culos profanados. La marabunta de nuevos pasajeros empuja a Augusto aún más al fondo del vagón. Resulta improbable que pueda bajar en San Juan, dos estaciones después. “Otra vez tarde al laburo”, concluye. La agitación de esa estructura de metal es proporcional a la que experimenta bajo su camisa. Avizora hacia ambos lados. Todos los pasajeros están en su mundo, forzados a mirar a cualquier lado menos a los ojos. En estas situaciones de tal conglomeración suele producirse la embarazosa tarea de que los ojos no se crucen entre sí. “¿Pero cómo voy a dejar de mirar al tipo que me está respirando en el cachete? Pero no tengo que mirarlo”, piensa Augusto, y también pensarán los demás pasajeros. A pesar de tal hacinamiento, igualmente todo el mundo intenta respetar su espacio personal, evitando roces, miradas, estornudos o cualquier otro signo incómodo emitido por nuestro rostro. “Sí, nuestro rostro” se repite Augusto, como para autoconvencerse de lo que está a punto de hacer. Quién podría ser considerado culpable de tal afrenta en medio de esa ensalada humana. Aún falta un minuto para que el tren llegue a Independencia. Augusto hace todo lo que está a su alcance para retrasar el momento y esperar cuando las puertas neumáticas, esas malditas puertas neumáticas, se abran y dejen pasar algo del escaso oxígeno de la estación. La estocada final la da el cada vez más filoso codo del viejecito. Las nalgas de Augusto no pueden contener el galope gaseoso y gástrico que, como huracán tropical, gira primero por su concavidad de salida –que dota a la eyección de aire de un calor abrasador, que le quema la piel–, atraviesa raudo la tela del calzoncillo, no pone reparos en superar las costuras del jean y, por fin, sale propagado al exterior con una velocidad atómica. En primaria reacción, Augusto expele una bocanada de aire, en señal de alivio por la expulsión. Cierra los ojos y llena los pulmones de oxígeno. Pero esa acción es su mismísima condena. El vaho que alcanza su olfato lo transporta, de manera automática, a un torbellino incesante de imágenes: el relleno de una tarta de acelga, pero de acelga podrida, hecha hace cinco años por un monstruo antediluviano; o una muela cariada, carcomida por bichos bolita; o una vieja fea y bigotuda que revuelve una enorme olla con mierda. Por desgracia, la eyección es más rápida que su vergüenza, y Augusto advierte enseguida la catástrofe cometida. Casi por instinto, arquea levemente las cejas, comprime los labios y mira al techo, con evidente cara de “yo no fui” cuando ésa es, precisamente, la cara que más delata al culpable. Ensaya un paneo con la vista. Las aletas de las narices de prácticamente todos los pasajeros se abren, o mejor dicho se dilatan. Con disimulo mueven los globos de sus ojos (sin mover la cabeza) para tratar de encontrar al hijo de puta que ha cometido semejante barbarie. El aire se infla, las imágenes que capturan la mente de Augusto cobran forma de ríos rebosantes de mierda, o de culos de mandril, o de pozos oscuros poblados de moscas. Centímetros más abajo, el viejecito ha acusado el desmán intestinal y empieza a tambalearse. Insinúa cara de náusea. A lo lejos, casi a la mitad del vagón, dos chicas se tapan la boca. Cerca de la puerta, un joven mueve los labios con fastidio, como rezando. El gordo sudoroso frunce las cejas, pero después frunce todo, nariz, ojos y labios. El de los dedos habilidosos se cubre con la solapa de su campera roja. Augusto contiene la respiración, pero con una secreta satisfacción por la impunidad que conlleva el anonimato. Cualquier otro pudo haber sido, nadie jamás descubrirá al culpable de tal ultraje, ¿de qué forma se puede hallar al autor entre semejante marea humana? Hasta que por fin, con lentitud, con insoportable parsimonia, el tren se apresta a frenar en la siguiente estación. La gelatina humana se convulsiona, vuelve el revoltijo de brazos, de manos y de piernas. Pero ahora es una gelatina más convulsionada que antes, los empujones son todavía más enérgicos, los codazos aún más filosos. El tren frena con sequedad. Se abren las puertas automáticas. Los que intentaban subir dan un paso hacia atrás. Los que bajan se apiñan contra las puertas, los que no llegan a las puertas se apiñan contra los que están cerca de las puertas. Augusto trata de apartarse para que el scrum de siempre no lo empuje ni hacia adentro ni hacia fuera. Pero, para su sorpresa, esta vez no se produce ningún scrum. Casi sin tocarlo, a su lado pasan el adolescente hormonado, las chicas del medio, un tipo con un paquete, el gordo sudoroso, la del generoso culo, hasta el viejito del codo, e incluso los que estaban sentados, los que se situaban al extremo del vagón y los que habían subido en la estación anterior. Como guiados por una fuerza sobrenatural, todos, absolutamente todos salen escupidos hacia el exterior. Augusto otea los carteles para asegurarse de que no está en la estación terminal, pero no, aún faltan dos paradas. Permanece inerte, incrédulo ante la vista de sus ahora antiguos compañeros de viaje, que giran la cabeza para mirar hacia adentro, y lo ven a él, solo en medio del vagón, agarrado de la manilla de madera y pálido como un plato. Los que iban a subir dan otro paso hacia atrás. Las puertas automáticas vuelven a cerrarse. El tren vuelve a arrancar. Augusto dirige la vista hacia ambos lados. El vacío absoluto de ese espacio que segundos atrás había sido un manojo de personas enlatadas contrasta con el hacinamiento del resto del tren. Él permanece allí, turbado en medio del vagón desierto. A través de la ventanas reconoce la mirada del viejito del codo, de la chica en minifalda, del gordo sudoroso y del adolescente, que se habían girado para observarlo. Todos arquean las cejas, en señal de desprecio o enfado, quizás. Augusto no se mueve, sólo atina a agachar la cabeza y cerrar los ojos, con la infantil fantasía de que así nadie podrá verlo. Por fin el tren penetra en el túnel oscuro hacia la estación San Juan. Contrariado, Augusto abre los ojos, aún con la cara pálida, los hombros alzados y una sensación de sentirse observado hasta por los carteles de publicidad. Aún debe estar rodeado por el vaho pútrido, pero la vergüenza no le permite procesar aquello que capta su nariz. Se acaricia el estómago y mira el reloj. Baja los hombros, se relaja y se sienta en una de las tantas butacas ahora disponibles. Y sonríe. Porque, por primera vez en la semana, por fin llegará temprano al trabajo.

martes, 8 de diciembre de 2009

Conclusiones cientificistas / 4




Triste ha sido el caso que hoy nos toca tratar. Durante el IV Congreso Internacional de Tolerancia Religiosa, celebrado el año 2003 en la ciudad turca de Ankara, el discurso del doctor en Sociología Dimitri Pavaropulos generó un revuelo de consecuencias imprevistas. Tras su disertación, un murmullo grave y profundo rebotó durante varios minutos en las paredes del Salón de Conferencias Bornabaçe. A continuación, ofrecemos un extracto de las palabras de Pavaropulos; en concreto, aquellas del momento que generó mayor revuelo:
–(…) Y qué podemos decir del acto que, a criterio de este servidor, configura una saña misma contra la especie humana, con un nivel de crueldad, egoísmo, y hasta podríamos decir de carnicería, más alto que se conoce en el ámbito religioso contemporáneo: la circuncisión. Milenaria tradición consistente en cortar el prepucio a los flamantes integrantes de ciertas congregaciones religiosas, y que representa una señal o distintivo que determina su eterna pertenencia a ella. Acto que, a priori, es abiertamente antinatural y horriblemente nocivo para el cuerpo, ya que el pene necesita la cobertura de la piel; no por nada la madre naturaleza y la evolución han configurado esta característica, indispensable en todas las especies vertebradas. El glande es una mucosa que necesita una permanente humidificación, al igual que las córneas del ojo o las membranas internas de la nariz. Pero, como siempre, en estos casos aparecen esos pseudo-científicos proreligiosos que afirman con total descaro que, una acción así, es útil para la higiene corporal. Y yo les digo: si tuvieran prepucio, que se lo corran hacia atrás y se laven el pene… ¿Acaso ellos se cortan las orejas para tener que evitar limpiárselas? Esas mismas personas que suscriben abiertamente el acto de la circuncisión son las que condenan con fervor la ablación vaginal en el África subsahariana y en ciertos países musulmanes. ¿Y lo que ellos cometen no se trata de un tipo de ablación? ¡Vaya necedad!
»Además, como todos sabemos, la circuncisión es un bautismo, entendido el bautismo como el rito ancestral que determina la entrada del flamante adepto a una congregación religiosa. Varias religiones se valen de acciones representativas, míticas y repetitivas, para evocar un hecho crucial del pasado. El cristianismo, como sabemos, utiliza las gotas sobre la frente del bautizado para repetir la escena de San Juan el Bautista sobre la frente de Jesús. Pero esas gotas caídas en la frente de todo bebé –si bien también configura un acto de nefasto egoísmo y saña contra la inteligencia y el avance de la especie humana–, esas gotas se evaporarán y no le dejarán ninguna marca en el cuerpo. Por contrapartida, las religiones que consienten la circuncisión –básicamente, el judaísmo– es la más nefasta de todas las bienvenidas. Un estigma que permanecerá allí, el resto de la vida del circuncidado, colgándole por siempre entre las piernas, para recordarle que nunca, jamás de los jamases, podrá separarse del dogma. Si el pobre circuncidado atina algún día a apartarse de las ideas suscritas, allí está el pobre pene carente de prepucio para recordarle: “¡No! Tú ya has entrado y tú nunca podrás salir”. Cuánto se habrá lamentado el pobre Spinoza al orinar y mirarse su glande descubierto, después de defender su ateísmo frente a aquella corte de Ámsterdam… Pero ya lo dijo alguna vez el gran Anatole France: “Si cincuenta millones de personas creen en una estupidez, no deja de ser una estupidez”. Muchas gracias.

El doctor Pavaropulos falleció seis meses después en Tesalónica, su ciudad natal, en un accidente de tránsito de extrañas características.

Pero honestos



Ya estamos hartos de las críticas. De que utilizamos nuestra condición para sacar tajada de las circunstancias que se nos presentan. No robamos carteras, no tocamos culos, no nos vamos del bar sin pagar el café. Aquí tienen una muestra de nuestra honestidad. Hace unas semanas acudimos al Congreso Internacional de Individuos Invisibles (IIIC), celebrado en Barcelona. Para llegar al lugar del evento cogimos el metro en la estación Plaça Espanya. Y aquí ven, los miembros del contingente hemos pagado nuestro debido billete, lo hemos validado y entrado al metro como corresponde. Antes que invisibles, somos honestos. Así que, en nombre de todo el grupo, declaro: me paso por el forro las críticas. Muchas gracias.

Firma la solicitada: G.I.I.M. (Grupo de Individuos Invisibles de Murcia).

martes, 1 de diciembre de 2009

Conclusiones cientificistas / 3




Revuelo causaron los resultados del estudio llevado adelante por el doctor Svevan Belovsky, del Instituto de Estudios Conspirativos pertenecientes a la Universidad Caprescu de Bucarest. Tras analizar en profundidad unas trescientas cincuenta canciones de Los Beatles, de estudiar la frecuencia de las notas escogidas, la tonalidad de las voces en conjunto y por separado, de desgranar y particionar los llamados “ruidos blancos” –abundantes en la obra beatle–, así como las frases ocultas, los trucos sonoros, los textos de las letras y el arte de las portadas, finalmente determinó que el grupo de Liverpool fue la herramienta que el sionismo y demás organizaciones secretas que no pudo –o no se atrevió– a precisar, utilizaron para crear el concepto de “adolescencia”. Antes de los Beatles la adolescencia tal como la conocemos hoy, simplemente, no existía. Esto es, el grupo humano de consumo más apetecible por el mercado capitalista: individuos ávidos de nuevas experiencias, con tiempo libre, hormonas en ebullición y trabajos que, aunque mal pagos, les permite solventar sus histéricos caprichos. Caprichos que consisten, básicamente, en tres: discos, ropa y drogas. Los discos para recibir la correspondiente inoculación ideológica sin que lo adviertan en absoluto (desde la supuesta rebeldía del punk hasta el absurdo refinamiento del prog rock). Ropas para crear el concepto de mano de obra barata en Asia y Sudamérica. Y drogas, por supuesto, para que no se salgan de la raya y continúen mansos y a-rebeldes. Los Fab Four, como se sabe, impusieron el concepto “nuevas ropas - nuevos sonidos - nuevas drogas”. Para rematar el texto de presentación del estudio, el doctor Belovsky expresó en aquel salón atestado de gente la siguiente sentencia: “Y ahí los ven, ahogándose en un absurdo cielo con diamantes, atravesándolo metidos en un submarino amarillo sin ventanas, y pensando ‘Don’t bother me, I’m only sleeping’”.

Conclusiones cientificistas / 2




Willhemm Klein, semiólogo y licenciado en comportamiento humano de la Universidad de Hamburgo, dedicó los últimos catorce años de su vida al estudio de la cantidad de palabras que las personas de sexo femenino pueden emitir en el menor lapso de tiempo posible, así como en el por qué de la compulsión femenina al acto del habla. Para lo cual, el doctor Klein creo un espacio enteramente transformado en su laboratorio: abrió un café bar con un aparador que contuviera montones de revistas Hallo y diarios Bild, con fotos de Audrey Hepburn en las paredes, donde se serviría granadina y mucho café descafeinado. Un ambiente propicio para el encuentro de mujeres que hablen de sus temas: desencuentros amorosos, consecuencias de la menopausia, el avance de las varices, peluquería, hijos, más menopausia y etcéteras varios. Klein situó micrófonos secretos bajo las mesas, cuyos sonidos eran registrados por una grabadora conectada a un ordenador. Después de varios años de capturar miles de discusiones, infinidad de confesiones, ingentes cantidades de llantos y montones de risas agudas, Klein cerró el bar para dedicarse con afano a la segunda parte del experimento: analizar en su laboratorio hasta la más mínima palabra emitida por esas miles de mujeres que pasaron por el Kleinbar. Noches enteras con un enorme auricular, complejos programas de sonido y tratados de comportamiento humano como bibliografía de base fueron los compañeros del doctor durante meses. Pero su cordura no lo soportó. Klein se cortó las venas en la bañera una neblinosa tarde de enero. Su hijo, Johanness Klein, continuó la obra de su padre, y llegó a la conclusión de que las palabras que habían sido pronunciadas en ese bar –dejando de lado conjunciones, proposiciones y artículos– habían sido sólo ciento cincuenta y cuatro, vocablos que se habían repetido hasta el hartazgo una y otra y otra vez, mesa por mesa, año tras año. A fin de mantener el orden público y respetar la voluntad de su padre, el doctor Klein hijo prefirió no publicar nunca los resultados del complejo análisis.

Conclusiones cientificistas / 1




Tras veinticuatro años de profundas investigaciones, el doctor en antropología Brandon Clayton, del Centro de Recursos Antropocentristas de la Universidad John Hopkins de Nueva York, determino la exacta fecha de nacimiento del ser humano (especie homínida conocida como homo sapiens sapiens): el hombre nació el día 22 de octubre del año 14.234 antes de nuestra era, a las 8 y veinticuatro de la mañana.

Narraciones en un dedal / 1
Aragó esquina Balmes




Patricia está a punto de dormirse. Sonríe y, en su duermevela, entresueña con caras de gente que pasan veloz. Sonríe, ya no se puede sacar la sonrisa de la cara. Ve caras y caras por todas partes, caras de todo tipo, de narices grandes, de frente chata, mejillas pobladas, caras barbudas, oscuras, rubias, secas, granosas o maquilladas. Patricia está convencida de que ve más caras por minuto que cualquier otra persona. Patricia cierra los ojos, quiere conciliar el sueño, pero se le aparece una viejecita:
–No, gracias, joven.
Se gira hacia la derecha, arrellana la almohada y larga un hilo de aire.
–No puedo, tengo prisa –le dice la cara de un hombre con corbata y maletín.
Patricia está por dormirse, pero igual sonríe. Abre y cierra la boca, se masajea las mejillas, pero no se puede sacar esa sonrisa. Tampoco consigue alcanzar la tierra de Morfeo. Mira el reloj: las dos de la mañana. Mañana tiene que levantarse a las siete para ir a la esquina de siempre, y por la tarde estudiar para el examen. Un chico con rastas interrumpe sus pensamientos:
–No guapa, lo siento –le dice el zaparrastroso con otra sonrisa y un guiño del ojo derecho.
Patricia se levanta, va al lavabo a lavarse la cara. Caras, más caras son lo que ve en su camino hacia la pica, aunque tenga los ojos abiertos. Un chino, una rubia vestida de escolar, un abuelito de boina negra, una señora teñida de rubio, tres quinceañeras.
–No, no puedo.
–Por favor, no me molestes, tengo prisa.
–I don’t speak spanish.
–Que me dejes en paz, coño.
–No, gracias.
Patricia llega al lavabo y se lava la cara. Con el agua corriendo, y sin poder quitarse la sonrisa, se repite a sí misma:
–¿Tiene un minuto para Médicos Sin Fronteras?
Levanta la cabeza de la pica. El espejo le devuelve una frente suave, sin arrugas. Unos cabellos morenos y ondulados. Y donde debería estar su rostro, una extensa capa de piel. Su rostro borrado, sin ojos, sin nariz, sin mejillas ni mentón.