miércoles, 30 de marzo de 2011

Rebirth

Todas las casas, todos los mundos, todos los días y las brisas. Las casas son de sal, los mundos se niegan y se anegan, los días son el vaho amargo que flota en la boca por las mañanas.
Y la brisa, que despierta el instinto, hace temblar las pestañas.

A fin de cuentas
no soy más que un par de moléculas vacías.

(Ayer recordé que tenía un blog. Quizás regrese a los estratos para experimentar nuevamente la superficialidad).



viernes, 4 de marzo de 2011



Nor dread nor hope attend
A dying animal;
A man awaits his end
Dreading and hoping all;
Many times he died,
Many times rose again.
A great man in his pride
Confronting murderous men
Casts derision upon
Supersession of breath;
He knows death to the bone
Man has created death. 

W. B. Yeats

jueves, 3 de marzo de 2011

"Hace poco una californiana me escribió una carta en la que detallaba las razones por las cuales ella creía que un relato mío debía tirarse a la basura, sobre todo debido a lo que ella consideraba sus múltiples contenidos censurables: la infidelidad matrimonial, la violencia conyugal, la desesperanza, la confusión moral, la ambigüedad textual. Por supuesto, no me gustó enterarme de su disgusto. Preferiría que todos los que lean un relato mío encuentren algo que les guste o que admiren o que pueda resultarles útil. Pero enseguida le escribí a esa lectora insatisfecha para acusar recibo de sus sentimientos, pero también para expresarle mi satisfacción fundamental de que hubiera leído mi relato de cabo a rabo. A lo mejor, supuse (aunque no se lo dije), su experiencia desagradable al leerme le había clarificado algo importante; quizá le había mostrado precisamente la clase de persona que ella no era, ahorrándole así algún quebranto importante en el futuro. De todos modos, no iba a discutir la actitud que ella había adoptado después de leer mi cuento, pues eso seguía siendo secundario comparado con el hecho más importante: que había leído lo que yo había escrito."
Richard Ford

domingo, 27 de febrero de 2011

Cajón de abajo



Los recuerdos son látigos. Hoy, presente, este momento, ahora… Nos ponemos a recordar hechos pretéritos que nos resultan mejores que al momento en que acontecieron, por más que hubiesen sido hechos inocuos, sin importancia. Hoy, cualquier hecho banal –una llamada telefónica de la chica que te gusta, un beso en la mejilla, un vaso de cerveza derramado, mierda de perro pisada en una plaza–acaban cobrando importancia por acción del lento roer de la nostalgia, de nuestra inútil aprehensión hacia lo que fue. Somos presa de un aroma a tarta de chocolate, del perfume que usábamos en las fiestas de cumpleaños, de la melodía de la canción que nos ayudó a apoyar el torso por primera vez en un par de tetas. Cualquier suceso anterior es mejor que el “ahora”, que “este momento”. Todo parece ser pasado. Hoy es una palabra tan etérea que no debería existir. Habría que borrarla de mentes y diccionarios, borrara del universo. Hoy es el resultado de nuestra manera de evocar los recuerdos. Recuerdos látigos que destrozan la espalda hasta dejarla en carne viva.


Las fotografías que guardamos en antiguos muebles son el mango de esos látigos. Revolvemos cajones para buscar un certificado, una llave Allen y ¡zas! nos topamos con esas imágenes sepiadas, con las esquinas rotas, y nos la quedamos mirando, alelados. De inmediato se nos activa la máquina de la añoranza: evocamos sonidos, aromas y texturas con más intensidad de la que tenían cuando habíamos vivido esos momentos. Así, la representación de la vida acaba siendo más real que la vida misma. ¿Por qué llorar ante una imagen y no haber sentido nada en el momento en que esa imagen fue obtenida? Porque esa representación del pasado contiene al mismo tiempo la ausencia y la presencia, nos recuerda lo que ya no es ni jamás volverá a ser.


lunes, 7 de febrero de 2011

BCN Flâneur / 11




La cola salía del edificio, llegaba hasta el final de la plaza y doblaba la esquina, hasta la calle Camp del Ferro. Se contaban por cientos los que esperaban el ascensor para ocupar por primera vez aquel nuevo bloque de pladur, hierro y parquet plástico. Los flamantes moradores avanzaban algunos centímetros por minuto arrastrando mesas, lavadoras, estanterías, cuadros, cajas con libros, televisores… Con timidez pero henchido de entusiasmo me sumé a la cola, empujando mi pequeña nevera, y con una caja con enseres básicos encima. El resto lo traería durante la semana en taxi, porque todas mis pertenencias cabían en un par de cajas. Me situé delante de un chico que vestía una remera negra que decía Manowar y llevaba una barba hasta el pecho. Pasaron diez minutos sin que la cola se moviese. Decidí iniciar la conversación: era un buen momento para entablar amistad.
–Hola. ¿Qué planta te ha tocado?–. Le regalé una sonrisa al barbudo, que estaba flanqueado por una nevera el doble de grande que la mía y el estuche de una guitarra.
–Octava… Puerta diecisiete.
Me respondió de lado, sin girarse del todo. Asentí con complacencia.
–Menos mal que tenemos ascensores –tartamudeé–. Encima a todo el mundo se le ocurre mudarse el mismo día. –Y agregué un estúpido:– ¡Je!
El tipo me devolvió una sonrisa de cortesía, pero de inmediato se giró hacia su nevera.
Siete minutos después la cola volvió a moverse. Quince o veinte centímetros. En ese momento escuché que el barbudo se ponía a hablar con la rubia de delante.
–Hola. Y a ti, ¿qué planta te ha tocado?
Cuarto tercera, le contestó.
Fantaseé con que el efecto dominó llegaría a la mismísima puerta automática del ascensor. Gracias a mi iniciativa todos se pondrían a charlar. Yo había dado el pie perfecto para generar amistades. Sólo era cuestión de empujar la primera ficha, el resto caería solo. Sí, era posible: podríamos llegar a formar una gran comunidad de vecinos, una cofradía dispuesta a compartirlo todo, a escucharnos, a prestarnos ese destornillador que falta para acabar la mesa Malmö o el armario Kullen, a organizar cenas cada semana, a no tener necesidad de pedir que bajen la música porque todos querremos escuchar la misma música, a que no nos molesten los ruidos del piso de al lado porque estaremos casi siempre en el piso de al lado, compartiendo buenos momentos…
Pero la rubia ni se interesó en hablar con el de delante, y la fantasía terminó allí. Pasaron otros diez minutos y me quedaban veinte metros para atravesar la puerta de entrada al edificio. Debía ser un día maravilloso, todos estábamos a punto de comenzar una nueva vida, de tomar posesión de nuestro morada, de imaginar con ilusión cómo se llenarían de color las paredes vacías. Sin embargo, parecía la cola a una cámara de gas. Los pasos sobre la arenisca me aturdían, alguna tos, alguna ambulancia que tajaba el silencio allá a lo lejos. Volví a intentarlo con el de atrás. Era un joven de gafas gruesas que llevaba algunos libros en una mano y empujaba un ventilador. Mi sonrisa tembló, pero sumé el fervor para preguntar:
–Hola… ¿Te quedan muchas cosas por traer? ¿Está lejos tu antiguo piso?
Me miró como quien mira una moneda de un céntimo en el suelo y me respondió:
–Sí. –…y no llegué a entender si esa respuesta era para la primera, para la segunda pregunta o para ambas.
Esta vez el gafopasto ni siquiera atinó a girarse para iniciar el efecto dominó hacia el lado contrario. Cohibido, me hundí en las solapas de mi camisa y sólo me dediqué a empujar la nevera. Decidí no emitir ni una palabra más, impertérrito, mirando sólo hacia delante, respirando gruesos chorros de aire y dando pasos cortos. “Es un día maravilloso”, me repetí. Una hora después –hora de largos silencios, de fricción de muebles sobre el suelo, de miradas esquivas– por fin alcancé la puerta del ascensor. Empujé mi nevera hacia dentro del recinto sin ayuda de nadie. Se me cayó la caja al suelo, se me desparramaron los cubiertos, libros, ropa, cedés y un paquete de galletas que venía comiendo en el camino, y nadie me ayudó a recogerlos. Me tomé mi tiempo para meter cuidadosamente todo en la caja, y detrás oí bufidos de diferentes tenores. Por fin entré y pulsé el botón de la sexta planta. Lo último que vi al cerrarse las puertas automáticas fueron los ojos de rabia de un calvo, la blusa verde de una morena, la montura del gafopasto y detrás, su mirada de fastidio.
Las puertas se cerraron y emprendí el ascenso. Pero el aparato, quizás agotado por haber subido y bajado todo el día, tras haber acarreado durante horas sofás, plasmas, lavadoras o sillas Stefan, se detuvo con un golpe seco en la mitad de la tercera y la cuarta planta. Sentí olor a cable quemado y un chispazo apagó las luces. Me aterré, apoyé las manos en las paredes y busqué el botón de emergencia. Lo apreté, salió un pitido, pero nadie contestó. Busqué mi móvil, pero no había señal. Me apoyé en la nevera, a pensar. Cinco. Diez minutos. Hundido en esa negrura, más bien flotando en esa sucesión de placas oscuras allí donde mirase, aquella infantil expectativa de escuchar el crujido de la puerta de mi nuevo piso, dio paso al suave sonido de mi espalda deslizándose sobre el espejo del ascensor. Me senté en el suelo, volví a respirar grueso. Cinco. Diez minutos, pero sin pensar. Suavemente estiré la mano y palpé el paquete de galletas. Comí un par, me supieron mejor que antes. No pensé en gritar, ni siquiera quise golpear la puerta para pedir auxilio. El ascensor estaba calentito y tenía el espacio suficiente para estirar las piernas. Me dormí con la cabeza sobre la nevera, sin esperar que nada ocurriera. 



     

jueves, 3 de febrero de 2011

BCN Flâneur / 10



Odio las esquinas del Eixample. Tan amplias, tan complicadas de girar… Cada día las odio más. ¡Cuánto tiempo me ahorraría si fuesen rectas! Me cago en Ildefons Cerdá y en la madre que lo parió. ¿A quién se le ocurre? Girar a la derecha, que esperar el semáforo, el paso de cebra, llegar a la otra manzana, volver a girar, seguir. Ayer lo he calculado: gasto un promedio de un minuto y dieciséis segundo por esquina. A razón de quince esquinas de ida y quince de vuelta, treinta y cinco minutos diarios. Treinta y seis horas al mes. Dieciocho días al año desperdiciados… ¡Dieciocho! ¿Os parece que una persona de mi edad pueda estar perdiendo el tiempo de esta manera estúpida? Antonio siempre me dice: “Joder, quiero verte viviendo en el Guinardó a ver cómo te quejas con la pendiente”. Jordi señala: “Pues vente en bicicleta, coño, y la atas en el palo de luz”. Para enervarme del todo, tras la barra, Obdulio repite: “¿Y por qué no te buscas un bar más cerca de tu barrio, viejo cabezota?”. Pero no, hace cuarenta años que vengo a este bar andando, a tomar  mi carajillo y mi Soberano, y voy a seguir viniendo cueste lo que cueste. Qué es eso de cambiar de costumbres… Yo soy así, siempre he sido así y al que no le guste que se joda. No es mi culpa que año tras año las calles se hagan más anchas, las putas esquinas sean más amplias y el bar Cantonada me quede a cada vez más calles de distancia. No sé por qué todo se me hace más lejano cada día, pero qué más da. Yo seguiré igual hasta que me muera. Con dos cojones.


     

viernes, 28 de enero de 2011

BCN Flâneur / 9



López Catalán es quizás la calle menos conocida de Barcelona. Muchas cosas no tiene y muchas otras sí. No tiene salida. No tiene tiendas. No tiene aceras. Ni siquiera un cartel que indique que se llama López Catalán. Pero muchas otras cosas sí tiene: tiene sesenta metros de longitud, un cartel en la entrada que indica que es contradirección, el pavimento levantado y sólo un edificio con sólo un balcón. Allí, en ese único balcón de ese único edificio, Joaquín Flores Ribera se bebe una manzanilla aguachenta mientras balancea la pierna izquierda sobre la derecha. Estira el cuello Joaquín, mira el asfalto desde esos veinte metros de altura –gris el asfalto– y cree que es hierba eso verde que brota entre las grietas. Por la entrada a la calle divisa, lejanas, unas formas blanquecinas. Se incorpora con la misma velocidad que las rajaduras ramificándose en la pared. Unos huesos crujen. Entra en la habitación ya vacía, sólo queda la cama, el colchón y un olor a amoníaco. Se gira hacia la cocina, abre la nevera desenchufada. El frío de la superficie le devuelve aquel punzante dolor en los dedos. Un guiso de arroz de quién sabe cuándo, medio limón seco, una caja de vino, dos huevos. Un solo edificio. Se dirige al salón, el suelo de azulejos está igual de levantado que el asfalto allí fuera. Camina por encima y suena como xilofón. Reclina la espalda sobre la pared descascarada e intenta recordar. Frente a sí tiene veinte metros cuadrados para recordar. Pero ahora Joaquín sólo es capaz de recordar de la misma manera que se estruja un paño viejo. El paño está seco, se deshilacha. Un solo edificio, un solo piso habitado. Joaquín Flores Ribera deja caer sus caderas enclenques contra la única silla de la casa. Ya sin pensar, ya sin estrujar. En la nevera, mientras, el musgo se entromete entre los granos de arroz. Bajo la cáscara de uno de los huevos, un par de enzimas devoran la yema. El amoníaco penetra los poros del suelo de la habitación. La rajadura del balcón se extiende medio milímetro. Y allí fuera, sobre las grietas verdosas de López Catalán –la calle menos conocida de Barcelona– dos hombres de blanco golpean la puerta de entrada. No importa ya lo que tenga o no López Catalán, porque pronto no quedará cama, colchón ni amoníaco. No quedará Joaquín, musgo ni paño estrujado. Ni una grieta, ni el recuerdo, ni siquiera estas letras apáticas, ni nadie que siga contando esta historia sin salida.

    

domingo, 16 de enero de 2011

BCN Flâneur / 7



Bogatell amanece con una garúa cosquilleante, de esas con gotitas que se te meten tras la oreja. Ahora lo sé: no hay en otros sitios garúas así. El mar arruga las rocas y despeina los caminos de arena falsa que conducen a algún tobogán curvo, de los que me gustan, o a esas sogas enlazadas para trepar que me dan tanto vértigo. Me paso la lengua por los labios y trago sal. Zamarreo de la chaqueta a mamá, pero no me habla. Ella se limita a mirarme. Se agacha, me besa. Me mira con sus ojos marmolados, sus párpados tiemblan al ritmo de las olas rabiosas. El viento filoso mueve sus rizos y la veo aún más hermosa. Insiste el viento, levanta la bufanda con elefantitos que me cubre la boca, y yo la sujeto para que no se me escape. Pero el viento me la arranca del cuello. Y a mamá también se la lleva. Estiro mis bracitos, me esfuerzo en llorar, pero sólo me cae garúa de los ojos. Me levanto las solapas de la chaqueta y corro a por un taxi. Creo que iré espaciando estas visitas. Cada vez me cuesta más quitar la sal de estos labios, la humedad tras las orejas.

    

miércoles, 12 de enero de 2011

BCN Flâneur / 6



–De hecho, ahora mismo, en este preciso momento, cientos de litros de semen están siendo derramados gracias a mí.
Y largó una risita estudiada antes de tomarse el campari. Jeannette, o mejor dicho Esther –como me acababa de confesar– lo dijo con la despreocupación de un banquero que sella talonarios. Suspiré y le miré las tetas, tan a la intemperie en pleno diciembre.
–¿Me llevas a comer antes?– propuso. Tardé unos segundos en decirle que sí.
Me cogió del brazo y atravesamos la calle Espaseria. Parecía ser ella la que establecía el camino. La cena no estaba incluida. Me puse firme:
–Espera, giremos por la Rambla del Borne.
Aunque iba cubierta hasta los pies con el tapado de armiño sintético, todos sin excepción se giraban para ver su exhuberancia. Debería haberle pedido más discreción.
Después del rodeo absurdo fuimos al restaurante que ella quería, Caputxes. Se pidió un plato de mariscos de cincuenta euros que ni siquiera tocó. Al menos le dio un par de sorbos al Protos.
–Bueno, ¿vamos?
Pero yo no quería dejar el Borne aún. La invité a un trago en Borneo, en la otra punta del barrio.
–Veo que te gusta caminar, papi.
Nos sentamos frente a la ventana. Ella se quitó el tapado y volvió a exponer sus tetazas a la concurrencia. Me crispé levemente. Se pidió otro campari. Yo un Jameson’s.
–Bueno, como te estaba contando… porque seguramente estás esperando mis anécdotas… mi record son trece tíos. En una misma cama, trece, sí. ¿Que te extraña? Me habrás visto, seguramente. Fue duro sí, pero cobré buena pasta. Lo más jodido es la sequedad, te tienes que poner una de esas cremitas hidratantes en el coño cada media hora. ¿Qué te sorprendes? ¿Te imaginas que te estén dando por cada agujero sin pausa durante seis horas? Ese director era un cabrón, Jeff se hacía llamar y era de Cádiz, quería que lo rodáramos todo en una tarde. Encima, seguramente lo sabes, antes de una escena así debes vivir a agua durante días, apenas comer fruta, ¿cómo piensas que te pueden dar por culo así de fácil, entonces? Y corten, y la cremita, y los tíos que aguantan la eyaculación para la siguiente toma, y otra toma. Pero lo peor de todo son las lámparas del plató, todo el día frente a esos focos te dejan la piel hecha polvo. Mira, mira que cuarteado tengo entre teta y teta.
 Le pedí que no hiciera lo que estaba por hacer y volvió a reír como antes. De repente me di cuenta de que las últimas palabras las escuché, sí, pero difuminadas entre medio de palabras ahuecadas que rebotaban como en el corredor de un castillo gótico.
–Bueno, cuenta tú algo, que aparte de follar puedo escuchar también. –Otra vez la risita–. ¿Así que recibiste buena pasta del finiquito?
Iba a responder que sí, que sesenta mil euros, que había pensado en hacer un viaje de esos que duran seis meses, pero que cuando me di cuenta de que a los tres días estaría de vuelta desistí, que hace mucho tiempo que me masturbo viendo su página, que su coño es demasiado falso, que en internet son todos iguales los coños, tan falsamente depilados, cuántas en este bar tienen el coño depilado, quizás la camarera solamente, que no tengo dónde ir más que encerrarme en casa, que no he cambiado las sábanas para esta noche, que mi habitación huele a encierro, que he pedido prestada esta chaqueta a un amigo, que hace diez años que no follo y no sé si funciono con mujeres de carne y hueso, que la próstata ya me da igual…
En ese momento fui consciente de que le estaba acariciando la mano. Sin hablar, sin mirarla siquiera. En realidad ardía en deseos de abrazarla y olerle el perfume que desprendía su cuello. Ella me dejaba hacer mientras mandaba mensajes por el móvil con la otra mano. No llegué a responder su pregunta.
–¿Bueno, quieres dar otra vuelta o vamos a lo que vamos? –Noté cierto tono de fastidio en su voz.
–¿Te molesta si damos otra vuelta?
–Tu mandas, papi. Es tu noche ¿no?
En calle Picasso me aferre a su mano y acerqué mi nariz a su cuello. De repente, sin esperarlo, sentí una emoción tan adolescente que no pude contener las ganas de llorar. Me moría por abrazarla, el contacto con la piel femenina fue más fuerte de lo que pensaba.
Sólo abrazarla.
Ella dio un paso hacia atrás y me dio un empujón con asco. Me cogió del brazo y me llevó hasta calle Princesa, seguramente para coger un taxi y completar el trato en mi casa.
El taxi llegó de inmediato, como en las películas. Faltaba que cayera una garúa y era todavía más película. Antes de que subiera al taxi le bloqueé la entrada con el brazo derecho. Saqué la cartera y le di cien euros más.
–Vete.
Me subí al taxi yo solo y le indiqué la dirección de casa al chofer. Antes de que cogiera Vía Laietana me resistí a echarle un último vistazo. Tenía conmigo el aroma de su cuello. Cuando llegué a a casa lo primero que hice fue encender el ordenador. Me masturbé  mirando sus tetas sobre las sábanas que no había llegado a cambiar.

sábado, 8 de enero de 2011

BCN Flâneur / 5




       Todas las tardes, en Plaça d’Osca, te espero. Todas sin saltar ninguna, en nuestra banca. Festivos, lluviosos, cuando la Festa Major, cuando Sant Joan. Mi camisa de raso, mis zapatos Barrett, mi lazo de esmoquin, mi sombrero Fedora.
       Nuestra banca.
       Pero hoy los huesos me escuecen. Hoy a los pies de la cama, te espero.


    


viernes, 31 de diciembre de 2010

BCN Flâneur / 3


 Vuelvo a mirarlo, el mapa de Europa en la pared. Quién lo habrá traído, alguno de los que duermen aquí, quizás del contenedor, hay mucha gente aquí, el mapa de Europa, la tierra se angosta de este a oeste. Con la vista, una línea recta entre la costa norte de Polonia y la sur de Grecia. La distancia entre el norte y el sur de Francia. La lengua sale, la lengua marrón hacia fuera, la lengua chupa tímidamente la mancha azul del oeste, de la izquierda. Unas líneas cruzan el azul, se emborronan con las arrugas del papel. Cuento las islas, no las más grandes sino las que no se ven, me sé algunos nombres, Guernsey, Lampedusa, Sao Miguel, Vormsi... Vormsi, una isla frente a Estonia, podría viajar allí algún día. Europa una península de Asia. Iberia una isla adherida por montañas. Cataluña una isla adherida a esa otra isla por una franja. Barcelona una isla unida por un cordón de tierra y dos líneas azules. El Raval también, una isla unida o separada de todo por calles anchas. Mi habitación aislada por cuatro paredes descascaradas. Yo, separado del mundo por esta piel arrugada y un salpullido verdoso. Me toco el salpullido, miro el azul a la izquierda del mapa. Me levanto y me pongo los zapatos y la chaqueta de solapas gordas. Salgo de casa con un molesto crujir de tripas, afuera el viento se escurre tras las solapas. Atravieso del Carme, giro por Egipciaques, continúo por Hospital hasta llegar a la Plaça Sant Agustí. Me pongo en la cola, me jode llegar tan tarde. En la espera miro a todos con desconfianza, con odio más bien, odio con estas tripas crujientes a los que están delante, odio con todas mis tripas a los que están detrás, que me odian por la misma razón que yo odio a los primeros. Los primeros allí delante se pelean, se zamarrean y otros los separan. Vienen a las cuatro de la mañana, seguro. Son como las garrapatas, cambian de techo cuando quieren, total con una manta ya se arreglan, yo no, me separo de ellos, los desprecio. Por fin las monjitas abren la puerta y la cola avanza. Lenta avanza. El viejo de delante no se mueve, no se entera, lo empujo y lo escupo, pero no se entera. Por fin lo hago arrastrar los pies. Detrás, un par de barbudos huelen tan mal como el resto, caminan arrastrando los pies como el resto. Todos son barbudos. Intento mantener la distancia suficiente entre uno y otro, miro las piedritas bajo el suelo y quisiera tirarlas a los de delante para que se den prisa. Las tripas saben que estoy cerca y pinchan más. Doy los pasos al ritmo del barbudo de delante, siento ganas de volver a escupirlo. Por fin atravieso la puerta, una monjita arrugada me saluda, ni siquiera la miro. Entro al comedor y en la mesa sólo queda un espacio libre junto a un tipo con americana y zapatos negros y brillantes. Me sonríe con sus ocho dientes, lo miro con odio, cojo mi plato humeante y me voy al patio, no me importa el frío, no me importan los cubiertos. Como rápido, hundo los dedos y toda la palma en la montaña de arroz hirviendo, la piel me arde. El arroz quema como lava, quisiera mantener los granos en la boca y sentir como bajan por la garganta, pero termino en un par de minutos y me chupo la palma sucia, me seco en el pantalón y dejo el plato en el suelo, junto al árbol de manzanas. Un suave hilo de aire me sale lentamente de la nariz, y se transforma en humo de invierno. Abro los ojos, arranco un par de manzanas verdes, me la meto en el bolsillo. Salgo de ahí sin mirar a la monjita arrugada ni a los hambrientos que aún no se han acabado ni la mitad de su plato. Ahora me siento más despierto, todos me miran, fruncen la nariz. Corro a una fuente y bebo agua con violencia, me mojo las manos y me lavo la cara, yo también tengo barba. Me hundo tras mis solapas gordas y corro otra vez hasta calle del Carme, todos me miran, todos todos sin excepción. Subo los últimos veinte escalones con un nuevo dolor en las tripas, abro la puerta de la habitación y compruebo que por suerte nadie ocupó mi colchón. Me duermo abrazado a mis dos manzanas, mientras los contornos de la costa portuguesa se emborronan como migas de pan en el agua.


  

martes, 28 de diciembre de 2010

BCN Flâneur / 2



En la panadería María de la calle Rector Triadó hacen el mejor pan de Viena de Barcelona. No sé qué le pondrán, si algún ingrediente secreto, componentes sobrenaturales, un elixir mágico o será un pan que realmente traen de Viena. Lo cierto es que me convertí en un adicto al pan de Viena de María. Siempre que me cruzo con alguien del barrio no pierdo la oportunidad de recordárselo: “¿De verdad no lo has probado?”. Mi día empezaba una vez que tenía mi vienita bajo el brazo, a las siete de la mañana. Cruzaba corriendo para conseguir la primera de la jornada, la crujiente, esa que le sale el humito apenas se muerde. Entraba al local y, sin apenas saludarnos, venía la invariable pregunta de María:
–¿La vienita de siempre?
Me la envolvía en un papel sin más respuesta que mi sonrisa.
Antes de puentes o días festivos compraba dos o tres barras, que almacenaba en bolsas de tela. Y si se ponían duras, un golpe de horno y quedaban como nuevas.
Nunca hablábamos con María, pero varias veces estuve tentado de preguntarle cuál era su secreto, cómo podía ser que le salieran así. He probado su espiga, el pa de pagès o el de leña, pero nada se compara con su mano para las vienas.
Esa vez hacía semanas que no visitaba a María. Durante el viaje de vuelta en tren sólo pensaba que al día siguiente me iba a levantar pronto para mi rutina de las siete, decidido a preguntarle su secreto. Bajé raudo por Sant Nicolau, giré por Triadó y entré al local. Me recibió el típico vaho crujiente y espumoso que salía de los hornos. Alguien desde el fondo me gritó “Ya va”. Miré las canastas y ahí estaban las primeras del día. En ese momento se movieron las cortinas que separan los hornos con el local y salió una persona bajita, de pelo negro y liso, de ojos rasgados.
Levanté las cejas y permanecí en silencio. Estiré el cuello hacia los hornos, pero no vi que se asomara nadie más. En ese momento barrí de un vistazo el local. Permanecí un momento en silencio, esperando algo, no sé qué.
La panadera bajita se me quedó mirando.
–¿Sí?
Le pedí la viena, le pagué y me marché. En el camino le mordí la punta. Estaba crujiente, le salió el humito. Tenía el sabor de siempre.

    

sábado, 25 de diciembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 10

Sin dudar ni un segundo, María de los Reyes fusionó en un solo testimonio el día más feliz, el día más triste y la anécdota –testimonio que, más bien, consistía en una denuncia–, para llevarse una curiosa edición de la Biblia, conocida como La Biblia del Oso. Deseosa de llevarse otro título, volvió a su barrio para reclutar a algún conocido que se prestara a compartir una anécdota. Regresó una hora después, sola, y me rogó que le regalara otro ejemplar, que el testimonio me lo daría por teléfono, me lo mandaría por e-mail, volvería otro día y me lo traería escrito... Inclaudicable, le recordé:
–Las normas son las normas.
Me insistió durante diez minutos más. Quince. Veinte. Media hora. La paciencia me venció. Tanto, que permití que incluso se llevara La invención de lo humano, de Harold Bloom.

martes, 21 de diciembre de 2010

BCN Flâneur / 1



Mario vive hace veintidós años en la sexta planta sin ascensor de su piso de Gran de Gràcia al 200. Mario se levanta a las tres de la tarde, se acuesta a las cinco de la mañana, se bebe dos botellas de Viña del Mar y una de cava al día, se pule sendos paquetes de Ducados –el primero de 15:00 a 23:00, el segundo de 00:00 a 04:00–, se cocina algo frito. Si la cosecha de la terraza va bien, todo el día fumando hierba. Tanto, que se olvida lo que va a buscar cada vez que abre la nevera. 

Mario tiene cincuenta y cuatro años y dieciséis dientes. Aún guarda la esperanza de que su hija de doce lo venga a visitar, y que su úlcera en el estómago siga así como está. Antonio y Jordi, dos cincuentones como él, lo visitan cada noche de viernes. Se encierran en el salón, comen pizzas descongeladas y a los postres aspiran speed sobre un trozo de mármol. Después vienen los gritos, las risotadas, alguna partida de póker, alguna pelea, la música a todo volumen y a veces vomitan. Antonio y Jordi se quedan durmiendo en el salón hasta el domingo por la noche, incapaces de bajar los ochenta y pico de escalones que los separan de Gran de Gràcia.
Durante la semana, de las doce horas que permanece despierto, Mario dedica ocho a mirar sus programas favoritos en la tele de la cocina, tertulias vespertinas, cocina de Argiñano, realitishóus. Los mira con el volumen a tope, y aún así tiene que acercarse para escuchar mejor.

Mario cobra una pensión vitalicia de cuatrocientos euros porque, dicen, no está capacitado para trabajar. Depresión, ineptitud social o algo así. El resto de sus ingresos se los doy yo, por la habitación que le alquilo junto a la cocina desde hace un año y medio.

Por las noches, desde mi habitación, suelo escuchar los gritos de Mario cuando discute por teléfono con su ex mujer, o sino la voz de Mercedes Milá, o las risas de Jordi, o los eructos de Antonio.
Cuando llego cansado por las noches y me preparo algo de cenar, Mario me cuenta su día con vozarrón de lija y olor a sudor. Me sonríe, me ve comer, me pregunta:
–¿Y qué tal tu día?
Y le cuento mi día. No sé si me escucha, no sé si le interesa lo que le digo, pero siempre me devuelve una sonrisa agujereada y me da una cálida palmada en la espalda.

    

lunes, 20 de diciembre de 2010

BCN Flâneur

El proceso de irse no acaba cuando uno abandona un lugar. Uno se va en cuerpo, pero para marcharse en alma debe pasar un tiempo prudencial. Meses, años, toda una vida. El espíritu –la mente– nos fuerza a clavar las uñas en el pasado y nos hace avanzar con lentitud, funambulistas sobre una cuerda hecha de vísceras. Ahora mismo estoy empezando el proceso de abandonar Barcelona. Sin embargo, un trozo bien grande de alma se me queda aquí. Ocho años habitando ocho barrios diferentes. Un nómada entre sedentarios. Por eso, a manera de exorcismo, en las próximas ocho entradas publicaré ocho pequeñas historias –o quizás más– relacionadas con esos barrios, con cada uno de esos trocitos de vísceras que fui tirando por ahí. Aunque supongo que las marcas de las uñas se quedarán estampadas durante bastante tiempo en alguna calle de la Sagrera, o en cierto bar del Poble Sec, o en una desangelada plaza del Borne.

    

domingo, 19 de diciembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 9




El turno de Emma, y esos viajes que te cambian la vida. A continuación, una anécdota espeluznante cuya sombra todavía la persigue, digna del más terrorífico cuento de Poe. Como premio, Emma se llevó un pequeño y curioso volumen sobre los diferentes alfabetos de la historia.




jueves, 16 de diciembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 8




Las palabras de Guido, y uno de esos días cuya fecha exacta recuerdas por siempre. Y la anécdota de un día lluvioso, aunque flota la duda de qué clase de lluvia se trataba. Como recompensa, Guido se fue con El proceso de Kafka bajo el brazo.


domingo, 12 de diciembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 7




Ignacio se llevó Kafka en la orilla, de Haruki Murakami, como premio a relatarme una anécdota en la que salió doblemente golpeado.



viernes, 10 de diciembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 6



La 'road movie' de Mili nos sugiere que, hoy día, quien no sale en los medios no existe. Y el verdadero significado de la palabra poder. A cambio, Rayuela, de Cortázar.



martes, 7 de diciembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 5


La "bildungsromántica" anécdota que me trajo Rafael está directamente relacionada con el día más feliz de su existencia. Día más feliz, de momento.   


Como recompensa se llevó la edición de Alianza de La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, de José Ortega y Gasset.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 4

Gael revolvió y revolvió, y al final se llevó El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares. A cambio, resumió sus días, meses y años más felices de su vida a partir de un hecho mágico. Y continuación compartió un momento memorable que, sin embargo, no había empezado muy bien...




domingo, 28 de noviembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 3




Núria me trajo un día determinante en su vida, más una anécdota sobre la tolerancia, y se llevó la versión ilustrada de El extranjero, de Camus.




 

viernes, 26 de noviembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 2


A cambio de la versión italiana de Carta al padre, de Kafka, Alex me narró en pocas palabras el día más triste de su vida, y a continuación una anécdota sobre lo pequeño del mundo.

 

domingo, 21 de noviembre de 2010

Te doy un libro, me das tus palabras / 1

¡Por fin! Después de una larga lucha con la tecnología, finalmente he conseguido descargar los comentarios recogidos tras la campaña "Te doy un libro, me das tus palabras". Muy a mi pesar, y a raíz de estos inconvenientes, varios testimonios se han perdido... Pero como aún me quedan libros, en algún momento volveré a la calle a intercambiar palabras escritas por orales.

Comienzo la serie con el primer testimonio, el de mi amigo Palimp quien, a cambio del libro Liquidación, de Imre Kertesz,  narró brevemente el día más feliz de su vida. O, mejor dicho, los dos días más felices de su vida:

 


Bonus track. La propuesta también consistía en narrar una anécdota interesante a cambio del libro, a fin de que este servidor transformara esa historia oral en escrita. Aunque la anécdota de Palimp pronto será tranformada en texto, en este caso me permito añadir su testimonio oral. Su manera de narrarla lo amerita:



   

lunes, 15 de noviembre de 2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

     
Hace unos años, un autor francés contemporáneo reflexionó:


Natsume Soseki es el fundador de la novela japonesa moderna. Su cara es una de las más conocidas en su país: figura en el billete de mil yenes desde hace veinte años. Circula de mano en mano, dibujada a ambos lados de un pequeño rectángulo de papel que lleva el sello del Banco de Japón. Es la única cara de escritor encargada de representar a todos los japoneses entre otras caras de príncipes, ministros y demás figuras oficiales de la historia nacional. Pero los escritores de verdad –y esta regla no tiene excepción– parecen cualquier cosa menos escritores. A menudo diríamos que son banqueros, profesores, médicos. O bien altos funcionarios que administran cómodamente los asuntos del Estado en cualquier despacho un poco secreto. Si no hubiera existido el minúsculo e insignificante azar que otros llaman vocación, ejercerían cualquier oficio y les daría lo mismo. Nada hay más risible que un escritor con aspecto de escritor, que acentúa el ridículo con orgullo. La habitual y neurótica profesión de fe del mal novelista, el poeta mediocre que confiesa escribir por necesidad, que tal ocupación es indispensable para su equilibro y supervivencia… Yo me atengo a este principio: nunca confiar en un escritor que habría sido incapaz de ser también cirujano, magistrado, piloto de línea, o que lo hubiera rechazado si las circunstancias se lo hubieran presentado.  

 

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Nota aclaratoria...


En respuesta a la pregunta de ciertas personas respecto a los testimonios grabados y recogidos en el happening de hace algunas semanas –cuando regalé mis libros– , estoy intentando resolver un problema técnico (no esperado) que me permita bajar la información de un soporte digital a otro. La tecnología a veces suele fagocitarme de esta manera. Anhelo que esta solución llegue pronto. De todos modos, disculpas por las molestias ocasionadas. Estamos trabajando para usted.
Atentamente,

Comisión Reguladora de Decati Sonde Teibol


    

sábado, 30 de octubre de 2010

  


Graham Green dijo:
Escribir es una forma de terapia. A veces me pregunto cómo hacen los que no escriben, no componen o pintan para escapar de la locura, la melancolía y el miedo inherentes a la condición humana.


David Lodge reflexionó, años después: 
La realidad es que la mayoría de las personas sobreviven sin ser artistas, así que quizá los artistas sean inevitablemente neuróticos o maníaco depresivos (hay suficientes evidencias para sostener algo así) que tienen el privilegio de convertir una experiencia negativa, como quedarse sordo, en algo positivo, una obra de arte que puede proporcionar placer a otros semejantes y aumentar su autoestima. Eso si la obra triunfa, porque si fracasa sólo servirá para empeorar la situación inicial del autor.

    

domingo, 3 de octubre de 2010

Uno, el universo y los premios



De casualidad, hace unos días di con un diario de 2008 que anunciaba “La SGAE propone a Delibes, Ayala y Sabato como candidatos al Nobel de Literatura de este año”. La justicia no ha caído sobre los dos primeros, recientemente fallecidos. El tercero, casi centenario, espera una reparación histórica de no morir formando parte de esa lúgubre categoría llamada “eterno candidato al Nobel”.



Y así pasan los años, y los Philip Roth, los Vargas Llosa, los Amoz Oz o los Carlos Fuentes continúan en la sala de espera del consultorio, mascando chicle, hojeando revistas del corazón como Qué Leer, Granta, Vuelta o The New Yorker Review, y fumando y fumando (en esta sala de espera sí te permiten fumar, hasta que mueras incluso).

Algunos por su grandeza, otros por sus años remando, y otros por ocurrencias del mercado. Ellos esperan que canten el último número que les permita gritar cartón lleno antes de que la palmen. Si nos aventuramos a un análisis de los antecedentes de la última década, me atrevo a decir que en 2010 tenemos dos alternativas: o estadounidense hombre o mujer de país exótico (entendiendo como exótico a toda aquella cultura que vemos en documentales). Ésa es mi porra para este año.

Un premio es eso. Doce o quince o veinte tipos te leen, te hojean más bien, dicen qué grande eres, y esa opinión se polariza al resto de los mortales al elegirte. Entonces pasas a ser el mejor para todo individuo que está más allá de tu piel. O al menos eso te crees tú.

Un premio te hace inflar el pecho, te allana el camino, te hace ver con altivez a los que no ganaron nada. De inmediato encargas estampar tus iniciales en la alfombrilla de la entrada a tu casa. Ya no hace falta decir quién eres en reuniones sociales, porque todos ya saben quién eres. Ahora tus opiniones reciben una mejor consideración por parte de los grupos que frecuentas, tanto si crees que el transrealismo es la única alternativa poética que queda como si afirmar que Pujol le cometió penalti a Sergio Ramos.

¿Qué le importa todo eso a un tipo de cien años? De hecho, estoy casi seguro de que a Delibes o a Ayala les hubiese fastidiado enormemente redactar un discurso de agradecimiento. Amén de, por supuesto, viajar a Estocolmo en pleno diciembre.

En más de una ocasión, Sabato confesó que no se considera un escritor profesional. “Detesto la literatura y los literatos”, suele repetir. Don Ernesto no es más que un científico que escribió tres novelas descomunales y varios ensayos. Me lo imagino el próximo jueves –cuando se anuncie al ganador del Nobel de Literatura de este año–, sentado en su mecedora, en su casita de Santos Lugares, disfrutando de uno de esos amaneceres nublados de la primavera porteña, tomándose unos buenos mates. Importándole un pito lo que se decida a veinte mil kilómetros de ahí.

Por eso espero que no te lo den, Ernesto. Me fastidiaría un huevo anteponer la fórmula “el Nobel” a tu apellido, como con Saramago, Cela o Xingjian. ¿Que te pongan en el mapa a los cien años? Hay muchos otros escritores por ahí esperando su reparación histórica. Que los elijan a ellos. 

  

viernes, 1 de octubre de 2010

¡ATENCIÓN!
Aún sigo regalando mis libros...





Perdón por avisar tarde. Pero si esta f****ng gripe me lo permite, mañana seguiré desprendiéndome de mis preciados libros. Todavía queda materia, pero como aún no sé dónde plantarme, si te encuentras paseando por estos dos lugares que ahora detallaré, estaré ávido de darte un ejemplar a cambio de tus palabras.

Dependiendo de mi estado de ánimo, quizás me siente en una banca de la Plaça Revolució del barrio de Gràcia, o bien en una banca a la mitad de la Rambla del Raval. Dos sitios muy desparejos, lo sé, que responden a mi camaleónico estado actual.

Para quienes me lo han preguntado, lo sucedido en Plaça Virreina la semana pasada fue realmente curioso. He recogido testimonios de todo tipo, algunos fueron un certero cross a la mandíbula, otros derrocharon sinceridad, otros me dibujaron una sonrisa, y otros algo cohibidos por el hecho de ofrecer una anécdota original in situ. Y, también, he recogido más de una mirada aviesa. Quienes miraban y seguían de largo habrán pensado que escondía algo oculto, que en realidad era un vendedor de Biblias (de hecho, a una lectora le regalé La Biblia del Oso), o que era un despreciable yonki con piel de lector. Puede que sea un poco de todo.

Pronto empezaré a colgar los testimonios grabados. Si alguien se ofende por haber publicado su voz, acepto y entiendo cualquier tipo de reclamo: o quito tu testimonio del aire o deformo la voz digitalmente. Pero espero que eso no pase.

Gracias y (quizás) nos vemos mañana.
Atchís.

Sin(an)estesia



Hoy me como los colores, me dejo hechizar por el olor del do menor, siento las ásperas caricias del sabor de un limón maduro.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Spoiler / 4
Quneitra





Quneitra es una ciudad abandonada del sur de Siria, destruida en 1967 por el ejército israelí al finalizar la Guerra de los Seis Días. Muchas personas perecieron bajo las bombas, mientras que los sobrevivientes escaparon hacia la capital o al norte del país. Desde entonces, a fin de dejar testimonio de la destrucción causada, el gobierno sirio ha decidido mantener las ruinas tal cual quedaron después de los bombardeos, y conminó a los sobrevivientes a que no volvieran a pisar la ciudad.
Quneitra solía tener veinte mil habitantes. En Siria era conocida como un destacado punto de aprovisionamiento a mitad de camino entre Damasco y el Mar de Galilea. Hoy, cuarenta y tres años después, Qunaitra no es más que una infinita pila de cascotes aquí y allá, gigantesco museo del horror a cielo abierto. Según dicen, hoy Quneitra carece de población civil. Sólo la frecuentan algunas patrullas de la ONU que van y vienen, amén de soldados sirios.
No sé por qué hice caso a aquel impulso. Pero en ciertos momentos un mensaje cósmico acaba cobrando forma de empujón en la conciencia, sin sentido aparente casi, que me hace tomar decisiones espontáneas, eruptivas. Me asomé por la ventana. El chofer de la 4x4 que había contratado en Damasco sudaba a chorros mientras cambiaba el neumático. Le ofrecí ayuda, pero me la negó rotundamente con un La Rid Msad!”. Bajé del vehículo y encontré un cartel a la vera de la carretera, si es que a esa hilera de baches se la podía llamar así. Comparé las grafías del cartel con mi diccionario. Sí, era a veinte kilómetros al sur. Abrí la boca, sentí un cosquilleo en la nuca. Regresé a mi transpirado chofer, le metí tres mil libras en el bolsillo de su camisa empapada, y con un tono que me sorprendió incluso a mí, le indiqué:
–Cambiaremos el recorrido. Pasaremos por Quneitra.
Me miró con la nariz fruncida.
–¡Quneitra, Quneitra!– grité, como si gritar fuera un lengua franca.
Refunfuñó durante minutos. No le entendí, pero me juego el pellejo que sus refunfuños se habrán cagado en la extravagancia o la falta de sentido común de los extranjeros. Me daba igual. Yo quería conocer ese pueblo fantasma, aunque hubiera restricciones del ejército, aunque los cascos azules o quienes allí estuvieran nos devolvieran de vuelta. Al menos quería intentarlo.