viernes, 26 de febrero de 2010

Decati Sonde Teibol, en Canal L



Egocentrismo, palmada en la espalda, onanismo visual... Llamadlo como queráis. Sin embargo, después de unos minutos de duda, finalmente he decidido colgar la entrevista que muy gentilmente Canal L nos hizo a los finalistas del Premio Revista de Letras el pasado sábado 20 de febrero, minutos antes de la goyesca ceremonia. Quien participa en este tipo de cosas no es consciente de qué coño dice hasta que se ve en estos vídeos. Y una vez que uno mismo se visiona en la pantallita, se pregunta "¿Esa estupidez he respondido al final?".

Debería haberme portado como el insigne Akaki Akakievich –sentado a la izquierda de este servidor en la entrevista–, quien en ningún momento desveló su nombre real; de hecho, incluso el diploma de finalista estampaba su nickname en lugar del nombre con el cual fue gestado. Admirable tesitura. Aunque, por culpa de Canal L, su anonimato ha dejado de ser tal. Akaki, deberías iniciarles una querella por no haber pixelado tu cara ni hecho más grave tu voz. ;-)

Mi colega Raúl Quiros y sus entrañables heterónimos (aunque él se resista a llamarlos como tal) demostró su sagaz punto de vista y su reticencia a ofrecer fragmentos enteros en su Yo iba para algo en la vida. Estoy contigo, Raúl. Quienquiera descubrirte que te compre.

Y qué decir de la protagonista de la noche. Como quien dice, lo bueno se hizo esperar. Bien avanzada la entrevista irrumpió en el improvisado plató Marina Sanmartín, la Fallera Cósmica (fallera con A), ganadora de la primera edición de este novísimo premio. Lo único malo, Marina, es que si un día llegas a cerrar este blog y decides abrir otro, todos ya sabremos el por qué lo cierras...

Junto con los blogueros mencionados, comparten la entrevista El Arquero y Sergi Bellver, dos punzantes y reconocidos críticos literarios (tanto en papel como en bytes) que nos deleitaron con sus interesantes puntos de vista y sus "saberhacer" bloguísticos.

Basta de escribir. Mejor publico este post antes de que me sorprenda la vergüencita y me arrepienta.

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La habitación de hielo. La noche espinosa. El insomnio de siempre. La bandeja de entrada. Y yo aquí, con esta estúpida ilusión de tiza, esperando tu adormecedor mensaje.


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domingo, 21 de febrero de 2010

Narraciones en un dedal / 6
Regresión

Si conjeturamos que la catarsis epopéyica se manifiesta hipotéticamente coyuntural en un contexto parafrásico como el actual, podemos afirmar, sin ánimo de yuxtaponer epítetos fútiles, una conflagración iconoclásica ostensible en el paréntesis de la sociedad, tanto en el plano axiomático de las versatilidades vanagloriables como en el punto eximio de las teatralidades contemporáneas. A su vez, el desmedro de las causalidades disfuncionales puede sustraernos irasciblemente a una gradación de las oportunidades diversificables. El origen de este discurso apócrifo nace en las dudas existenciales de nuestro tiempo, un tiempo en el que todos buscamos y necesitamos imperiosamente encontrar respuestas inmediatas a cuestiones tan vitales como la vida misma, valga la redundancia. Esto es peligroso, porque finalmente lo que conseguiremos es perder nuestro norte. Pero de qué demonios estamos hechos digo yo, lo que el mundo necesita es sangre fresca que tire para adelante y no mire hacia atrás con palabras pegajosas. Siento que estoy caminando al revés y no veo las cosas con las que me voy a tropezar. Y poco a poco me voy dando cuenta de todo lo que me falta para saber más, quiero entender este mundo pero lo veo tan complicado que prefiero sentarme en la calle y fumar hierbas y ver la gente pasar y escuchar todo lo que hablan y entender que eso está más claro que lo que dicen por la radio. Ayer fui a jugar con mis amiguitos, me aburrí un poco, después me robaron la piruleta y le dije a mamá que me compre otra pero me dijo que no, y me puze a llorar, y ahoda no quiedo contad nada maz. Me… siento mal… kiedo gomitar y azer budbujas con la zaliba, ez mi maneda de pdoteztad. ¿Y mamá? Quiedo a mamá, mi mamá… abbá bbá bbuaaa.. aabbb... aaa… bbb…aaaa…

viernes, 19 de febrero de 2010

Imagen tomada en un locutorio del barrio del Raval, Barcelona, una tarde de sábado



La foto podría titularse "Para muestra basta un botón", o bien "¿Qué hace una letra como tú en un barrio como éste?", pero dejo la elección a criterio del lector.


Aclaración 1: El Raval es el barrio de Barcelona con mayor población inmigrante, en general proveniente de Asia o África.
Aclaración 2: juro que la foto no está retocada.

lunes, 15 de febrero de 2010

Historias de gente normal / 5
La brecha





El tren llegó justo cuando crucé las puertas de la estación. Qué suerte, pensé en ese momento. El vagón frenó, esperé que saliera el escalón automático, me así de la barandilla y entré. Era un sábado de lo más normal, volvía de cuidar a Yolanda, la más pequeña de mis nietas, ya que María Rosa me lo había pedido por favor. A pesar de que no estaba de mucho ánimo para salir, acabé aceptando de mala manera. El calor me golpeó la nuca con violencia. Ya dentro del recinto agradecí el aire acondicionado. Recuerdo que, en mi juventud, viajar en tren en verano significaba acabar con la camiseta empapada. Me senté en la primer butaca que encontré. El asiento a mi izquierda estaba vacío, así como las dos butacas de enfrente. Deseé que nadie se sentara a mi lado hasta Clot, a fin de viajar con las piernas estiradas; las rodillas, a esta edad, son como dos delgadas y mojadas varillas de yeso. Sentí un pitido, las puertas neumáticas rebufaron. Apoyé el mentón en mi puño y me perdí en pensamientos rutinarios, mientras miraba la prisa de la gente por entrar. En eso distinguí a tres mujeres que subieron raudas a mi mismo vagón justo antes de que las puertas se cerraran. Lo curioso no era eso, ya que todo el mundo se veía con prisas. Lo llamativo era cómo iban vestidas. Por el rabillo del ojo capté unas telas de color negro, unas pieles rosadas. Rogué que no se sentaran junto a mí. Las tres mujeres caminaban con desparpajo y a los gritos, chillaban cosas que no llegué a comprender. Encontraron los tres asientos libres y, como era de esperarse, se sentaron a mi lado. Eran una rubia y dos morenas. El segundo aspecto que despertó mi atención fue su juventud. Conjeturé, y me convencí de ello, que no contaban más de quince años. Los ademanes, sus gritos agudos, la energía para mover las manos y su tan lustrosa piel, tanto como cáscara de manzana, me lo señalaban. Noté que la rubia no era natural; frondosas raíces castañas la delataban. Una de las morenas reales se sentó a mi lado. Llevaba un vestido de tul blanco que le llegaba hasta el comienzo de las piernas. El atuendo se le ceñía al cuerpo y moldeaba su cándida figura hasta rematar en unos senos pequeños pero duros como melocotones. No llevaba sostén, y de reojo –con un disimulo que provocó que me volviera aquel antiguo dolor en el iris– aprecié los dos guisantes que tenía por pezones. Por sobre ellos, casi en el límite, discurría el borde del vestido blanco. Y a continuación el resto de sus senos de piedra se fusionaban a su cuello de piel virgen. La otra morena se sentó delante de mí e inmediatamente cruzó las piernas. Su vestido era rosa, algo más pequeño que el de la adolescente sentada a mi lado, que ya era mínimo. Unos delgados hilos actuaban de tirantes y recorrían sus hombros como gotas de rocío. Los hilos se ensanchaban al llegar a la parte superior del vestido, en el sitio adecuado para cubrir sus senos. Que se sentara frente a mí me ayudó a apreciar lo generoso de sus atributos, poblados, anchurosos, descaradamente duros, ávidos de sol. Casi duplicaban en tamaño a los de la niña a mi lado. Tanto era el volumen que puse en duda mi anterior apreciación sobre su edad. Ella tampoco llevaba sostén, y los rayos de sol que dejaba pasar el vidrio del tren revelaban ante mi pasmo el apretado espacio entre ambos pechos, una línea oscura, extensa. Cada vez que se movía, con total desparpajo al igual que sus amigas, esos salientes carnosos rebotaban de arriba abajo, y los duros pezones acompañaban el movimiento cual válvulas de escape. Hasta podría decirse que hacían ruido al agitarse. El vestido rosa ocultaba con sutileza el resto de aquella poblada parte superior, descendía hacia su fino abdomen –lo que ayudaba a componer el exuberante efecto– y acababa en el inicio de unas piernas delicadas, exactamente donde las nalgas adquieren su nombre. El toque de gracia lo daban unos punzantes, vertiginosos zapatos de tacón. Finalmente, la rubia falsa, o la tercera morena real, era la más llamativa de todas. Por imposible que pareciera, vestía de una manera aún más provocativa que sus compañeras. Si bien unas botas altas y negras le cubrían la mitad de las piernas, el vestido que llevaba era dos o tres dedos más corto que los otros. Consistía en un entramado ínfimo, rojo, adherido a cada detalle de su virginal humanidad. Era una segunda piel que le moldeaba los recovecos, curvaturas y pormenores de su vientre, el pequeño óvalo del ombligo, los suaves escalones de las costillas. Se elevaba y arqueaba allí donde nacían sus pechos gráciles que, si bien no gozaban de la profusión de su compañera, eran macizos y frescos. Sin embargo no estaban del todo cubiertos: a manera de capricho, los tirantes comenzaban mucho más abajo de lo normal, y se elevaban descaradamente sobre la superficie media de los senos para cubrir solamente los pezones, que ya no eran guisantes sino gordas alubias. La forma como le caía el vestido en esa región me recordó al Golden Gate de San Francisco. Por ambos costados brotaba un extenso mar de carne latiendo. Las suaves colinas invitaban a elevar la vista para contemplar un cuello delgado, un collar con la letra G, un mentón pequeño, dóciles mejillas, y unos labios orondos y definidos, gruesos como un dedo, sobre los que se esparcían dos o tres capas de rouge. Los rayos de sol, que minuto a minuto se hacían más débiles a través de la ventana, chocaban en esa superficie y devolvía con descaro un intenso brillo rojo. Más arriba, larguísimas pestañas flanqueaban sus ojos, aparentemente verdes, sobre los cuales cincelaban dos sutiles arcos de pequeños pelos. Y sobre la frente, una orgía de cabellos enrulados, amarillos y caoba, brotaba furiosa, un torbellino de bucles que aumentaban veinte o treinta centímetros su estatura. Esa melena, conjeturé, podría verse desde el fondo del vagón o desde el final mismo del tren, y componía el marco perfecto para el rostro y el cuerpo provocador de aquella, la más desfachatada de las tres quinceañeras.

Yo seguía con el mentón sobre el puño, y los globos de mis ojos me pedían una pausa a tanta visión lateral. Sólo había movido un poco las rodillas desde que el tren arrancó. Las procaces muñecas se habían sentado sin siquiera registrar mi presencia, para ellas yo era una sombra o un elemento añadido del vagón. Hablaban a los gritos, reían como si fueran a explotar y movían las cabelleras al reírse. Se tocaban cuando se hablaban, una mano acarició la pierna desnuda de la otra, otra le agitó adrede el flequillo a otra, se movían como posesas, y al hacerlo desprendían halos de los litros de perfume que habían derramado sobre sus cuerpos, ungidas de histeria y de hormonas. Yo intentaba mirar el veloz paisaje de la ventana, pero en cada distracción involuntaria me encontraba mirando a hurtadillas unos bucles, un pliegue de tela, unas uñas largas. Los gritos eran cada vez más agudos y desvergonzados, escuché expresiones que no entendí como “que te lo tires”, “eres una distroyer”, “no me comas la oreja” y cada dos o tres palabras se metía un “que te cagas” o un “que flipe tío”, aunque hablaran entre mujeres. En cierto momento, la morena a mi lado respondió a una de esas frases con una carcajada extravagante, se descruzó de piernas e, involuntariamente, me dio un codazo en el hombro. Fue ahí cuando alguna de las tres advirtió mi presencia, como si de repente, al menos para esa joven, alguien a su lado se hubiera corporizado: “sí, realmente alguien está al lado mío, no es un simple accesorio del tren ni un trozo de madera vieja apoyada en el asiento, sí, es una persona que existe, un hombre viejo, calvo y arrugado que te cagas”. A pesar de la indiferencia inicial y de los gritos que no respetaban el supuesto espacio personal que todos respetamos y hacemos respetar, la pequeña morena a mi lado me dirigió un sencillo:
–Perdón, señor –Y acompañó la disculpa con una breve caricia en mi rodilla izquierda.
A continuación siguió vociferando junto a sus compañeras y yo volví a tornarme invisible. Le sonreí a modo de respuesta, pero ella ya había centrado su atención nuevamente en la conversación, mientras se acomodaba los tirantes de la blusa o se revolvía el cabello. Durante unos segundos mi rodilla experimentó un cosquilleo allí donde había tocado la joven, como si me hubiesen apoyado una sartén caliente. Me arrellané, me giré y volví mirar el paisaje, pero el tren ya había penetrado en la parte subterránea. Sólo fui capaz de apreciar mi reflejo y el de las tres niñas desbocadas. El vidrio devolvía la difusa imagen de unas arrugas en una mano, en una frente y unas mejillas, imagen que se desvaneció para dar paso a colores rosas, rojos y negros, a flecos y a seda, a fragancia de jazmines o de crisantemos. Así me perdí en cavilaciones que ahora no recuerdo, fui presa de esos raptos hipnóticos que me endurecen los párpados, que me ahorcan los globos de los ojos, aunque no para mirar hacia fuera sino para escarbar aún más dentro de mis tripas, para forzar la emanación de ideas próximas, de recuerdos fáciles con intenciones evasivas. Pero lo único que consigo es que salgan eyectadas otras ideas, esas ideas, las que parecían muertas, las que aguardan con dientes filosos para atacar cuando menos en guardia estoy, cuchillos mellados que se me clavan en las sienes, fichas de dominó hechas con mis propios huesos, que me ensordecen cuando caen y evaporan los sonidos circundantes, tornan imprecisas las imágenes del presente, ideas que me anestesian las pestañas, que se pasean por los gruesos surcos de la frente, que me adormecen la mandíbula. No recuerdo qué pensé en esos momentos, un frenazo me devolvió al tren y al vagón, a la estación Clot y a mi asiento invisible. Me giré y, con sorpresa, advertí que las tres ricuras ya no estaban, sus movimientos habían sido tan ágiles que desaparecieron sin haber dejado rastro. Sentí que aún perduraba el calor en la rodilla izquierda. Me levanté del asiento invisible y bajé del tren. Camino a la escalera mecánica sentí extrañeza. Respiré con mayor intensidad, como si necesitara más oxígeno, pero el oxígeno se había convertido en una sustancia viscosa con olor a jazmines, o a crisantemos, y quizás por eso caminaba tan pesadamente. Todos los pasajeros pasaba a mi lado con extrema rapidez. Comprendí que la sustancia no era igual para todos, que cada persona estaba rodeada de un tipo de sustancia diferente, más o menos espesa. Subí la escalera mecánica, salí a la calle, y el sol de junio me abofeteó sin misericordia, con la fuerza necesaria para devolverme a mi conciencia cotidiana. Acusé la diferencia entre el sol de Mataró y el de Barcelona, a pesar de los treinta kilómetros de distancia aquí el calor es, cómo decirlo, punzante. Empecé a caminar las cinco calles que me separaban de casa. La sustancia viscosa había desaparecido, pero yo insistía en caminar con lentitud. Me hubiese gustado hacer un rodeo antes de llegar, pero no me atreví. A dos calles de casa no sé por qué me puse a pensar en cosas insípidas. Recordé una película con Clint Eastwood que había visto hacía muchos años –no sé por qué demonios me puse a pensar en Clint Eastwood–; el recio actor iba vestido de vaquero en mis imágenes, me hubiese gustado volver a ver esa película en ese preciso momento camino a casa; después imaginé una cárcel, alguien que escapaba de esa cárcel tras años de planificarlo, el fugitivo huía a nado después de haber superado montones de peligros y contratiempos, y detrás se recortaba una ciudad, una ciudad moderna y ensoñadora que en ese contexto se había tornado tenebrosa y amenazante, y a un lado de esa ciudad un puente, un puente colgante, la ciudad era San Francisco, el puente el Golden Gate. Apresuré la marcha, el sol me empujaba hacia delante. Llegué a la entrada del edificio, abrí la puerta con mano temblorosa, entré al ascensor y piqué el botón. Fijé la atención en la mano callosa que picaba ese botón. Fruncí los labios. Dentro del minúsculo recinto traté de no mirarme al espejo, pero no pude evitar algún que otro vistazo fisgón. La chaqueta raída, ciertas manchas en la cabeza, las arrugas. Deseé que el ascensor llegara lo más lentamente posible hasta el quinto. Pero ese deseo generó todo lo contrario, nunca había subido tan rápido. Frente a la puerta de casa la mano me empezó a temblar, no encontraba la llave del mar de llaves, seguro que a todo el mundo le pasa como a mí, todos tienen ocho o nueve llaves en el manojo pero sólo usan una o dos. Encontré la correcta, la situé en posición para introducirla en la ranura; pero no la introduje, me quedé pensativo de nuevo, como en el tren, sin recordar ahora qué fue lo que me detuvo. Esa llave era muy larga, parecía como si no tuviera dientes, sí, larga y punzante, de hecho no parecía de metal sino de madera, de madera pintada o barnizada o lustrada. Parecía tornarse cada vez más puntiaguda, más filosa, como un pico de montaña, o de pájaro, o como unos zapatos de tacón, largos y punzantes zapatos de tacón negro. Di dos giros, abrí la puerta y entré de inmediato. Por fin. Dejé la chaqueta raída en el perchero y me dirigí hacia el salón, caminé con tiento para que las tablas del suelo no crujieran. Pasé frente a la puerta de la cocina. Allí, de espaldas, estaba Elsa. Escuché un cuchillo que hacía tac tac sobre una tabla, olí cebolla, sentí una olla silbar. Elsa no notó mi llegada. A su alrededor, la cocina se veía igual a siempre, tanto que no la reconocí: el calendario amarillento del año 64, el cristo sobre el reloj, la nevera descascarada, el techo desconchado, los estantes altos con frascos que hoy Dios sabe qué contienen. Y en medio de todo eso, Elsa de espaldas, a ella también la vi igual a siempre que me pareció irreconocible. Vestía el vestido floreado que usa, creo, desde que tiene 70 años. En realidad lo que es floreado es mi recuerdo, ha sido tantas veces lavado y vuelto a usar que hoy sólo se ven unos óvalos despintados. El vestido la cubría del cuello a los tobillos, y se ensanchaba considerablemente en la zona del abdomen y del trasero. Arriba, en el cuello, parecía no haber cuello alguno: unas masas de carne fláccida pendían cual abrigo, colgajos surcados por montones de arrugas y hasta de manchas redondas o de diferentes formas. El pelo era un manojo de ramas secas, blancas, sujetadas por un trozo de hilo grasiento. Seguí la vista a través de su espalda hasta abajo del vestido, note sus tobillos carcomidos y salpicados de pelos blancos, así como unas viejas chanclas que dejaban entrever diez trozos de carne regordetes, tan regordetes que parecían a punto de estallar. El tac tac del cuchillo sobre la tabla se interrumpió de golpe. Sin girar el rostro, Elsa inquirió:
–Antonio, ¿por qué no te sientas de una vez en lugar de estar allí, de pie como una estatua? Y además, ¿me vas a contar o no cómo está Yolanda?
Con sonámbulos movimientos, le hice caso y me senté frente a la mesa de la cocina. Ella no se giró. De pronto sentí hambre, me dieron ganas de comer algo contundente, legumbres quizás, sí, guisantes, guisantes con salsa de tomate, y también alubias, como las gruesas que solíamos comprar en el mercado. Deseé que Elsa estuviera preparándose un cocidos de esos que llevan chorizo picante, sí, algo fuerte, con mucha especia, a pesar de que tengo prohibidas las especias. Ella se giró por fin, quizás esperando alguna respuesta a su pregunta, pero continué en silencio. Ya está habituada a mis elipsis, a mis mentales viajes internos. Aunque pienso que, más que costumbre, es resignación. Así, de frente como la tenía, me quedé unos segundos mirando su rostro. Pude apreciar con mayor claridad los colgajos, los mofletes de acordeón, las ojeras, las ojeras de las ojeras y el lunar peludo con el que me solía rozar los últimos años que compartíamos cama. Me centré en el blanco de sus ojos ahora invadido por hilos rojizos, esos hilos me condujeron hacia las comisuras pobladas de arrugas, a una sien ondulada, a unas orejas derretidas. Dirigí la vista a sus pechos desinflados, cubiertos del recuerdo de las flores en el vestido, e imaginé lo que podría haber ahora debajo de esas ropas. Traté de visualizar qué camiseta tendría puesta e incluso qué sostén, si es que aún usa sostén. Intenté recordar la última vez que toqué esos pechos, pero no pude. Bajé la vista abruptamente y miré el mapa que formaban las grietas de la mesa de madera. Aunque la limpiáramos, esas grietas siempre acababan llenándose de mugre. De repente, otra vez volví a sentir la sartén caliente en la rodilla. Cerré los ojos, rechiné los dientes. Si mis huesos me lo hubiesen permitido, habría salido corriendo de esa cocina, de ese piso y de ese edificio. Dónde, no sabía, quizás al Parc de la Ciutadella a disfrutar del calor que ofrecen los últimos días de primavera, o a perderme por las callejuelas del Borne, o a tomarme un carajillo en el primer bar que encontrara. Volví a la mirada de Elsa y le lancé un dardo venenoso con los ojos. Regresé a las grietas, escarbé la mugre con la uña y sentí una tristeza profunda y eterna.
Elsa apoyó un plato humeante y me despertó de mis cavilaciones.
–Aquí tienes la sopa, no tan caliente para tus encías. Te he cortado el pan más pequeño, como a ti te gusta. Es queso cheddar, por supuesto. Ah, la cuchara de plástico no la encuentro, pero en el mercado vendían unas muy bonitas. Toma, esta roja es para ti, que te gusta tanto el rojo.
Se secó las manos en el delantal y entrelazó los dedos. Me contempló en silencio, a mí y al plato de sopa tibia. Sus comisuras se arquearon más de lo que estaban, enseñó alguno de los dientes que le quedaban, sus labios se curvaron hacia arriba. Me regaló una de sus sonrisas y me oteó con expectación, aunque en realidad no era expectación. Colmé la cuchara roja con el líquido, la acerqué a mi boca y me la bebí. Allí flotando no había guisantes ni alubias ni chorizo. No olía a jazmines ni a crisantemos, no se veía ningún Golden Gate en el reflejo de la sopa. Le sonreí a modo de respuesta, a fin de expresarle sin palabras que la sopa estaba deliciosa, que el cheddar era apetitoso y que me encantaban los pequeños trozos de pan. La sopa estaba tibia, con la exacta tibieza que sólo ella puede conseguir. Pero no quedó conforme con mi sonrisa. Estoica, continuó de pie frente a mí, con sus colgajos, con su sonrisa y sus comisuras. La estrategia siempre le daba resultado, jamás olvidaba una pregunta cuando la formulaba. No se trataba de costumbre, tampoco de resignación, ni siquiera de paciencia. La tibieza de la sopa me llegó hasta la punta de los pies, en una fracción de segundo recorrió todo mi cuerpo por debajo de la piel, sentí un cosquilleo, o más bien un escalofrío, pero no frío sino tibio, fue una sacudida suave y acogedora. La miré a los ojos, esos ojos que veo cada mañana cuando me levanto, cada noche cuando me acuesto, cuando entro y cuando salgo, cuando río y cuando sufro, cuando me quedo callado y cuando me siento decrépito. Esos ojos que, a fin de cuentas, son mis ojos. Volví a sonreír, pero fue una sonrisa no esperada, profunda, en carne viva, acompañada de una mirada vidriosa. Me esforcé para que no me temblara la mandíbula. Fueron dos o tres segundos de contemplarnos en silencio. En el espacio comprendido entre sus ojos y los míos se extendió un hilo lo suficientemente fuerte como para aguantar el peso de un tren, como para soportar cualquier puente de San Francisco. Carraspeé un poco antes de responder:
–Yolanda está bien, Elsa. Yolanda está muy bien.

Historias de escritores / 6





En general, los escritores suelen defenestrar las etiquetas que les cuelgan editores y periodistas especializados, pero una vez que les son quitadas, las acaban echando de menos. Si se presenta la ecuación [autor francés] + [que escribe sobre temas polémicos], el resultado es [enfant terrible]. Si es [mujer] + [escritora de novela negra] se obtiene como resultado [dama del crimen]. En cambio, si se presenta un [joven talentoso] + [bien recibido por la crítica] lo que obtenemos es un [niño mimado]. Tal fue el caso de Stuart W. Clifford, autor escocés de 21 años que se topó con un abrupto éxito al publicar su opera prima All those sheeps around me, una contundente oda a la rebeldía de la juventud de los setenta aunque, según las palabras de Clifford, “no es más que puta mierda cosida, encolada y de tapa dura”. De inmediato la obra trepó a los primeros puestos de ventas en Glasgow. La repercusión fue inmediata. Todo comenzó cuando el matutino The Herald tituló en su suplemento cultural “El niño mimado de nuestras letras”. Una vez que sus agentes decidieron conquistar el mercado londinense, The Sunday Post sentenció “Nuestro niño mimado lo va a conseguir”. Y cuando saltaron a tierras americanas, The Times no dudó en titular “Good luck, our pumpered kid!”, o lo que es lo mismo: “¡Suerte, nuestro niño mimado!”. De esa forma, los lectores compraban como pan caliente los libros de Clifford no por lo que había dentro sino por la edad del autor. Su siguiente título, Let me take a rest, fue el más regalado en las navidades de 1973, “el típico libro para quedar bien –como años después confesara su editor– pero que acababa muerto en estantes o sosteniendo patas de sofás rotos”. Astutos, los editores diseñaban las portadas de sus libros con el nombre de Clifford cuatro veces más grande que el título del libro, mientras que en la contraportada aparecía una enorme foto suya, a fin de que los lectores no se olvidaran de su candidez. El problema comenzó cuando Clifford creció. Su acné desapareció, le empezaron a salir canas y unas arrugas comenzaron a surcarle la frente. Pero ningún agente ni representante se atrevió a quitarle el cartel que tan bien se había ganado. Pasaron los años y los editores se negaron a cambiar las fotos de Clifford de las contraportadas, él siempre aparecía con su imagen de los 22 años. Suponiendo sospechas del público, algún agente sugirió cambiarle la etiqueta de “niño mimado” por el de “joven y maduro”, propuesta que fue rechazada de lleno por el comité ejecutivo de su editorial. En 1984, en su séptimo libro Clifford seguía tratando sobre la rebeldía juvenil, las ventajas del sexo oral, sobre cómo quemar papeleras o liar porros. La biografía de la solapa no indicaba ninguna referencia a su edad o fecha de nacimiento, pero sí aparecía su imagen jovial y adolescente. Muchos lectores sospecharon el engaño, pero ninguno elevó ningún reclamo o queja. Un sector, incluso, reivindicaba este juego, argumentando que de esta forma su lucha de rebeldía no se apagaría. Pero los años 80 no eran como los 70. La sociedad prefería jugar al Pacman antes que leer a Foucault, escuchar Cindy Lauper antes que a Rick Wakeman, o enarbolar banderas con la cara del perro Snoopy más que con la inscripción Stop de War. Contexto que no encajaba con el mensaje de Clifford y sus agentes. Un golpe de timón se veía imprescindible, pero ya era demasiado tarde. Nuevos autores, públicos y formatos de entretenimiento acabaron con el ingenio punzante del otrora joven talentoso. Su figura se evaporó con la misma facilidad que con la que había aparecido. Actualmente, en el mundillo literario escocés se comenta que Clifford se gana la vida como presentador de informerciales para un canal televisivo de Edimburgo, aunque nadie está realmente seguro si el que vende el Ab Shaper Pro es realmente Stuart W. Clifford.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Historias de escritores / 5




No muchos conocen la pequeña pero intensa vida literaria que experimentó la ciudad de Dulce Nombre, en la provincia de Cártago, durante los años setenta, más precisamente desde 1976 hasta 1978. No son en absoluto de renombre para los grandes focos ilustrados bares como El Retablo o Si Vienes, centros culturales como La Odisea o Descartes, así como tampoco grupos literarios como Distopía o el Movimiento Sinusista, denominación del grupo que nos interesa para esta anécdota. De tal caterva surgió una decena de prolíficos creadores, de los cuales podríamos destacar los nombres de tres hijos dilectos: Agustín Sampietro, Albino Tánger y Demetrio Jarama. Éstos fueron, precisamente, los fundadores del sinusismo, movimiento literario que bebió de las raíces de Pastelnak, de Yourcenar o del mismísimo Stephanoff. El movimiento vio la luz tras encendidas tertulias, después de sesudas deliberaciones –no sin la ausencia de líquidos espirituosos– en la ya mítica mesa del hoy ya mítico Retablo. El nombre del grupo nació a causa de que en el día de la fundación, casualmente, los tres escritores padecían sinusitis. Una vez acordadas las motivaciones literarias de cada uno, esa fría víspera de Nochevieja redactaron un estatuto que titularon “El Manifiesto Verde”. En tales páginas (escritas en grasientas servilletas de bar), Sampietro, Tánger y Jarama sellaron sentencias del tipo “la escritura es un acto de escatología, en el sentido amplio de la palabra”, o bien “escribiremos no para los lectores, ni siquiera para nosotros mismos; nuestra escritura estará única y exclusivamente dirigida a aquel primer pez que se atrevió a saltar a la tierra, que murió ahogado de oxígeno, que vio otra realidad, pero que fue el primer visionario de la historia del mundo”; o también aquella famosa sentencia “nuestra escritura buscará la elevación, será tan elevada como el espíritu de las proteínas y de los betacarotenos”. El entusiasmo era tal que, al día siguiente, a pesar de que era 1 de enero, empezaron a pregonar su arte por las calles de Dulce Nombre. En el acto inaugural, celebrado en un centro social de la calle Donosio, Tánger recitó con fervor su célebre poema intitulado “Tórnulo a la pumela” una concatenación de frases endecasílabas con fragmentos de soneto. Por su parte, Sampietro organizó el happening “Gota de éter” en la plaza Aristia, consistente en escribir frases con su propia orina en el arenero infantil. En cambio, Demetrio Jarama prefirió celebrar el nacimiento del grupo de la única manera que creyó conveniente: quedarse escribiendo en su casa. Jarama respetó al dedillo las premisas establecidas el día anterior, y con el correr del tiempo gestó cuentos, relatos, poemas e ingentes obras de teatro. Permaneció meses encerrado en su domicilio. Sus compañeros, por su parte, siguieron recorriendo bares, centros sociales y plazas declamando su escueta prosa a los cuatro vientos. Primero subrayaban su nombre de pila y, en un segundo lugar, el nombre del grupo. Al año y medio de haberse creado el sinusismo, Sampietro y Tánger firmaron un suculento contrato con una importante editorial extranjera. Jarama desapareció abruptamente de la escena literaria local, y hoy se desconoce su paradero.

lunes, 8 de febrero de 2010

Historias de escritores / 4




Memorables fueron las fiestas que la escritora Yazmine Froggaut celebraba en su piso de la Rue du Four, imponente propiedad que ocupaba toda la última planta del edificio Bonnard. La autora parisina se jactaba de ser la única escritora capaz de reunir en una sola noche, y en un mismo sitio, a toda la crème de la crème de la literatura de la Ciudad Luz. El evento era preparado con una antelación de dos meses, y aunque no se les permitía el acceso, siempre se colaba algún periodista cultural que terminaba transformándose en un mero cronista del corazón. Los camareros acababan la jornada exhaustos de tanto servir champán, vodka y Dry Martini. Las cocineras no paraban de preparar bocados de salmón durante toda la noche. Las habitaciones y demás recovecos eran invadidos por escritores que querían drogarse sin ser vistos, o bien entablar interludios carnales a escondidas, influidos –evidentemente– por los efectos del alcohol y de los narcóticos. Ciertas voces sostenían que Froggaut organizaba esas fiestas sólo como mera herramienta de inspiración: al día siguiente, el vacío que le generaba la visión de la sala destrozada y sin gente, el champán por el suelo, el retrete vomitado, las copas rotas, los trozos de salmón pegados al techo (en definitiva, según Froggaut, “todo aquello que alguna vez fue y dejó de ser”), eran el motor que la impulsaba a crear con una fruición irrefrenable, al punto de escribirse una novela de cuatrocientas páginas en sólo tres días. Se cree que así nacieron sus mayores éxitos. Conscientes de ello, era menester que los invitados impostaran sus actitudes frente a Froggaut, con el anhelo de convertirse al día siguiente en algún personaje de su futura novela (una pequeña mirada, un simple gesto, puede ser caldo de cultivo para miles de páginas). Estos autores pensaban que de esa manera conseguirían aumentar su popularidad, o bien gestarla si aún no la tenían. Pero Froggaut afirmaba ser una escritora lo suficientemente madura como para no ser influenciada por tales superficialidades. Prueba de ello fueron sus obras Caviar en mi escote, La espuma se derramó en tu copa o El mundo es un palillo pinchado en una oliva y un canapé. Obras que, si bien eran de dudosa calidad literaria, solían ser citadas con frecuencia en las tertulias del mundillo literario parisino, ya que suponía un signo de alta cultura hablar bien de ellos.

Historias de escritores / 3




El gran defecto de Demóstenes Cazorla, autor de Se busca vivo o muerto, era su propensión a los clichés. En cada una de sus obras podía contarse un promedio de cuarenta silencios sepulcrales, veinticuatro intrigas palaciegas, treinta y dos parejas que se fundían en un beso, y todo lo que se cruzaba en el camino de sus personajes era siempre suave como la seda. En cierta conferencia, un periodista le increpó: “¿Acaso las intrigas no pueden ser dentro de un castillo?. Otro agregó: “¿Los besos no pueden sellar o fusionar a la pareja en lugar de fundirla?” Y otro: “Ayer fui al sepulcro de mi abuelo y había de todo menos silencio, ya que el cementerio está frente a la carretera nacional. Así que cambie de sentidos figurados, por favor”. Las críticas hacia Cazorla empezaron a multiplicarse. Un artículo en su contra publicado en el suplemento cultural del diario El Tiempo se tituló “Escritor que clichea no muerde”. En la revista Letras de septiembre de 2003 se publicó el informe “Cuando Cazorla suena, aburrimiento lleva”. Día tras día, el escritor alicantino recogía un creciente alud de palabras negativas al conjunto de su obra –como si criticarlo se hubiese tornado una moda– nacidas de lectores, periodistas y editores que disfrutaban burlándose de su desidia y falta de creatividad. El pobre Cazorla, deprimido, evaluó seriamente la posibilidad de apartarse del mundo literario. Menos mal que Albino Guasch, su editor, consiguió persuadirlo de que continuara e, incluso, acentuara esa característica que lo estaba haciendo famoso, ya que la polémica suscitada había disparado las ventas de sus cuatro títulos, tal el caso de la novela Baila con quien te trajo o el libro de relatos Chocolate por la noticia. Más tranquilo, Cazorla, no pudo evitar responderle a Guasch:
–A río revuelto, ganancia de pescadores.
Sin embargo, como todas los temas que van perdiendo el interés, al poco tiempo Cazorla y sus clichés cayeron en el más oscuro de los olvidos. Pronto dejó de ser criticado a favor o en contra. Su nombre dejó de aparecer, incluso, hasta en las búsquedas de Google. La voracidad del mercado hizo que su figura pública desapareciera del mapa. Hoy, algunas voces afirman que Demóstenes Cazorla se gana la vida redactando libros de cocina para una editorial valenciana.

Historias de escritores / 2




João Barba fue conocido en el estado de Pará como el escritor insomne, no por ser incansable a la hora de escribir sino porque, simplemente, no podía dormir. Sean poemas, cuentos o novelas, todas sus obras tocaban el tema del insomnio. Esta patología se había transformado en una obsesión, nada de lo que creaba podía escapar a la premisa de hablar del tema. Al principio sus seguidores aceptaban esta característica, pero poco a poco se empezaron a cansar y poco a poco dejaban de ser seguidores. Ciertos terapeutas, no sin cinismo, recetaban lecturas de Barba a sus pacientes desvelados, con el fin de que conciliaran el sueño, tratamiento con el que habían conseguido resultados excelentes. Sin embargo, João Barba nunca dejó de escribir sobre lo mismo. Se supone que su objetivo era utilizar al acto de la escritura con la única meta de alcanzar, alguna vez en su vida, la bendita tierra de Morfeo. Pastillas, tratamientos, masajes, de todo probó Barba pero nada le daba resultado. Él seguía tenaz con su máquina de escribir y sus papeles, noche tras noche, y de esa manera creó obras como Las ojeras de tu alma, Cien ovejas, La almohada en la cabeza o ZZZ. El padecimiento aumentó. Las manos le temblaban cada vez con más fuerza, los ojos le lagrimeaban, y fue por eso que sus manuscritos se tornaban cada vez más ilegibles. Las erratas tipográficas eran abundantes. Las tachaduras, copiosas. Para su editor era cada vez más difícil traducir su enrevesada e incorrecta prosa. A medida que las consecuencias del insomnio crecían, su carrera decaía. Por eso, como era de esperarse, João Barba acabó siendo presa del alcohol. Pasó lo de siempre: una desgracia trajo otra desgracia. Al cabo de un tiempo le embargaron la casa y fue abandonado por su familia. El día en que su esposa pegó el portazo de despedida, Barba sintió que ya no tenía sentido seguir escribiendo. Ése fue el hecho que lo motivó a abandonar definitivamente la literatura. De inmediato tiró a la basura su máquina de escribir y quemó sus papeles. Derrumbado, se sentó en el sofá orejero del salón y se hundió lentamente en la goma espuma. Miró su estantería llena de libros mientras la noche caía por la ventana. Escuchó el silencio de su casa, bajó los hombros, abrió las manos, se hundió más en la goma espuma. Y lenta, muy lentamente, esa noche de febrero de 1954 sus párpados rojos por fin se entornaron.

viernes, 5 de febrero de 2010

Historias de escritores / 1




La particular sonrisa de Diógenes Sanz nació una tarde de abril de 1999, cuando caminaba cabizbajo por la calle Asturias de Barcelona. Poco tiempo atrás había publicado su primer y único libro, titulado Tutaratutatu, una novela de amor de 734 páginas ambientada en la Nueva Orleáns de los años 20, y cuyo marco sonoro lo configuraban las trompetas de jazz, de ahí el nombre de la obra. Esa tarde, Sanz regresaba de la editorial para cobrar algún dinero del cinco por ciento que le correspondía por cada ejemplar vendido, pero nuevamente el editor le había dicho que no podía atenderlo en esos momentos. Desalentado, Sanz se dirigió al bar Terra a tomarse un anís. Pero antes de girar la esquina divisó a un joven sentado en un banco de la plaza Virreina, que leía un libro cuyo título era, precisamente, Tutaratutatu. Con enorme ilusión, Sanz se acercó al lector y profirió un tímido “ejem”, pero el chico, arrobado por la lectura, no se dio por aludido. El escritor no se anduvo con vueltas y sin más, necesitado de alguna pequeña alegría en ese día tan gris, le dijo: “Hola”. El joven levantó la vista con evidente fastidio y le respondió: “Hola”. Sanz sonrió, abrió los ojos bien grandes e insinuó un gesto circular con la cabeza. Algo enfadado, el joven le preguntó “¿Quién eres? ¿Qué quieres?”. Sin poder resistirse, Sanz lo ayudó: “Échale una mirada a la solapa del libro que estás leyendo”. Intrigado, el lector obedeció: comparó la foto impresa con la cara de aquel individuo que lo oteaba a unos metros e, instantáneamente, su expresión de indiferencia dio paso a una de rabia. Cerró su libro con violencia, se levantó y le gritó: “Así que habías sido tú el desgraciado” y sin miramientos golpeó con el lomo del voluminoso ejemplar la radiante sonrisa de Sanz. Para concluir, el joven le espetó: “¿Y ahora quién me devuelve a mí las tres mil pesetas que gasté por esta mierda? Que te metan tus putas trompetas por culo”. Ardiente de odio, el fastidiado lector se fue por la calle Torrijos dando largas zancadas. Sanz se quedó tirado en el suelo, aguantando con la mano izquierda la sangre que empezaba a manar a chorros. Aún hoy, años después de aquel suceso, Sanz todavía piensa que con la publicación de su siguiente novela podrá pagarse el implante del premolar arrancado.

jueves, 4 de febrero de 2010

Efecto domingo por la tarde / 2





Puto domingo de mierda, estos domingos por la tarde los ecos de los pasos suenan más fuerte, mis aurículas y ventrículos bombean hundidos en la espesura. Abro los ojos y estoy desnudo en un charco de estiércol, en una pradera verde, fría, lejos, quizás al norte de Escocia, sólo y tosiendo, me revuelvo en el barro, desnudo, mientras grito, mientras lloro para que alguien venga a mi rescate, pero no hay alma a cien kilómetros a la redonda, grito y grito hasta que la lengua salga hacia fuera, después el paladar, los dientes, y después el resto de mi organismo sale al exterior, el esófago, la tráquea, el estómago, los intestinos, me doy vuelta como un calcetín, los órganos me cuelgan y sigo dando vueltas sobre el barro, y el grito se eleva, evapora, se hace trueno, invade el aire, hace caer las hojas de los sauces, remueve las aguas del lago, lago frío y ventoso, y me revuelco más y sé que mañana será lunes y nada de lo que hoy lloro mañana tendrá validez, mis lágrimas tienen fecha de caducidad, siempre caducan los domingos por la tarde.