sábado, 26 de diciembre de 2009

Apuntes en tinta / 1
Sufrir, gozar




En mi condición de hombre, no puedo siquiera imaginarme cuál es el sentimiento que recorre las venas de una mujer durante el embarazo: tener un ser viviente dentro del cuerpo, que se desarrolla poco a poco, allí, en los confines de las tripas. No tengo ni tendré idea del dolor que se debe experimentar en el momento en que las entrañas y los órganos se abran para que salga a la luz la criatura, así como el acomodamiento de los huesos, la dilatación del órgano reproductor, el trabajo de parto, el vientre que se desgarra. Como hombre, por más que intente imaginarlo, jamás de los jamases podré ponerme en la piel de una mujer para comprender realmente lo que ese momento significa. Pero, salvando las enormes distancias, ahora me encuentro en pleno trabajo de parto. Yo mismo soy la partera, cuyo bisturí es un bolígrafo, la sábana es una hoja de papel y la anestesia es un lápiz con el que corrijo lo escrito en azul. Sobre esa hoja de papel lloro, grito de dolor, la sangre azul se desperdiga sobre el blanco, se entremezcla con el adormecedor gris. Sin embargo ya puedo ver que sale la cabecita, también veo un punto que separa dos párrafos, el bracito, el nudo de la historia, su tierno vientrecito bañado en jugos, unos puntos suspensivos, y el cordón umbilical que, como los guiones que separan a las palabras largas, es cortado sin contemplación por una anónima enfermera. Ya está. Si bien ya puedo reflejarme en esa criatura que ha salido de mis tripas, ya no está más ligada a mi ser, desde este mismo instante empezará su largo camino de libertad eterna. Ya se ha librado de mí y, con el correr de los años, buscará nuevos universos hasta perderse para siempre de mi vista. Pero ahora, este niño-texto llora, grita, comienza a descubrir el complejo mundo que lo circunda. Alguien se compadece de mí y me lo acerca a mi pecho. Yo lo contemplo, ahora no sufro, gozo, lo observo y me pregunto cómo puede ser posible que algo que ha estado dentro de mí durante tanto tiempo –años quizás– se haya convertido en este crío con ojos, renglones, piernitas, acentos, piecitos, puntos y coma, ombligo y largas palabras esdrújulas. Ahora es momento de disfrutar esta comunión que el universo me proporciona. Ya habrá tiempo de verlo perderse por las rutas del tiempo y del espacio. Ahora es hora de amamantarlo, de fortalecerlo con caricias y sinónimos, con leche materna y ortografía.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Miguel vs. William




Mateo entró con sigilo en aquella solemne biblioteca oxoniense. Le resultaba atractivo el sonido de ese gentilicio en su idioma materno, a pesar de que era una adaptación al español del inglés oxonian. A través de las ventanas de marco victoriano apreciaba la silueta del viento helado, que tallaba las ramas calvas del eterno otoño. Mateo pedía permiso a sus pies para hollar el crujiente suelo de madera, caminaba con excesiva lentitud para no alterar la quietud de esa sagrada casa de saber. Advirtió que le gustaba mucho más la musicalidad de la frase “suelo de madera” que la de wooden floor. Por fin, frente a los lustrados y negros estantes rebosantes de literatura, Mateo decidió poner en práctica ese hobby (o afición) que tanto disfrutaba: sobrevolar su dedo índice sobre los lomos de los libros, con los ojos cerrados, para que sea el libro el que lo elija a él, y no él quien elija al libro. Después de unos segundos de intriga, su dedo aterrizó sobre un viejo volumen, cuyo título era Pride from Oxford, de un tal McGuire. Antes de abrirlo, de entre sus muchas páginas cayó al suelo una hoja que estaba suelta. Pero era una hoja de cuaderno, y estaba escrita con lapicera. Mateo se agachó para recoger el papel. Al primer vistazo advirtió, con sorpresa, que estaba escrito en castellano. Intrigado, leyó para sus adentros:

“Si Sabina cantara en inglés sería más famoso y respetado que Bob Dylan.
Y Víctor Jara, más aplaudido que Cat Stevens.
Si Borges hubiera escrito Ficciones en la lengua de Shakespeare, habría sepultado a autores normalitos de la talla de Bellow, Becket o Updike.
Al Pacino quedaría así de pequeño si Darín hubiese nacido en Yorkshire.
Y López Vázquez sería mundialmente célebre, mucho más que horribles actores como Wayne o Bronson.
De haber cantado en la lengua de Shakespeare, El Tri habría borrado de un plumazo lo hecho por Supertramp.
Y Heroes del Silencio, destrozado la mediocridad de Echo and the Bunnymen y Gang of Four.
Pero claro, hay que saber usar el auxiliar do y utilizar phrasals cotidianamente para ser alguien en la vida sin demasiado esfuerzo.”

El escrito no tenía firma ni nombre. Mateo oteó a ambos lados, plegó el papel y se lo metió lentamente en el bolsillo de su overcoat. Dejó el libro en su sitio sin apenas haberlo hojeado y, con extremo sigilo, salió nuevamente a la calle. Se levantó la solapa del abrigo y, antes de regresar a pie a su pensión de estudiantes, lanzó una despectiva mirada a la fachada de la biblioteca y a la coqueta calle que la circundaba.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Y dijo el sabio...

"He hallado la verdad. La he descubierto, la he visto, la he tratado. La sé, la conozco. Conozco la verdad y no la quiero. Por favor, quiero volver a la anestesia, al chupete, a las gafas negras. Quiero volver a ser el títere de siempre. Quiero que me sigan engañando. Por favor."

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Historias de gente normal / 3
Personas y subtes




Un par de segundos más y a afilar los codos en el scrum de rugby de cada mañana. Augusto Larrazábal empujará con odio, dará cabezazos, blasfemará. E intentará, por cuarto día consecutivo, entrar al vagón del subte. No hay dudas: la estación Avenida de Mayo es la que concentra más gente por metro cuadrado en el mundo entero. ¿Cómo es que no se cae ninguna persona a las vías? ¿Cómo nadie pierde el equilibrio? Misterios de la física que Augusto nunca deja de preguntarse cada vez que espera el próximo tren en la hora “pico-pico” al borde de aquel anden. El instinto lo motiva a balancearse hacia atrás, quizás con la suerte de rozarle los pechos con la espalda a alguna atrevida morocha en minifalda (“hay que ser kamikaze para venirte en minifalda en esta locura; ¿vos querés que te embaracen?”) o, quizás, con la mala fortuna de apoyarse sobre el vientre de un gordo con la camisa sudada (“ecuación infalible: gordo que viaja en subte, igual a camisa empapada en sudor”). Llega el tren, frena con parsimonia –insoportable parsimonia–, y lo de siempre. Los que entran aprontan los codos, los que salen agachan la frente. El choque de fuerzas dura un par de ¿segundos, minutos?: uno, dos, cuatro, “dejen pasar”, seis, siete, “parecemos animales”, nueve, once, “¿quien fue el hijo de puta que me tocó el culo?”, trece, catorce. Quince. O eso contó Augusto cuando, casi sin haberse esforzado, se vio en el medio del vagón, arrastrado por el desquiciado scrum, y rodeado de un racimo de brazoscabezaspiernasmanos. Esta semana anda con suerte Augusto, cuántos subtes había perdido antes, “o quizás ya esté aprendiendo a dar codazos”. Codo es, precisamente, lo que ahora tiene clavado en el estómago, a la altura del ombligo. Un viejo calvo y bajito, con una extraña boina, le clava la articulación sobre su incipiente barriga. Augusto lo mira con irritación, pero el viejo le contesta con los labios hacia adelante y las cejas fruncidas, lo que, en el idioma tácito del subte significa “¿Y qué querés que haga?”. Tanta es la gente dentro de esa superficie de tres por quince que el más mínimo movimiento se convierte en una ingente acción de heroísmo. Junto a la puerta automática, un joven cierra y abre el ojo, intenta rozárselo con el hombro, desesperado por un repentino escozor, pero le resulta imposible levantar el brazo, comprimido entre dos pasajeros de saco y corbata. A unos metros, una mujer sopla hacia arriba para apartar un mechón de cabello que le cosquillea la nariz. Más allá, un hombre de poblado bigote atina a toser, pero su mano permanece estrujada entre las masas; como no consigue alzar la mano para taparse, reprime la expectoración y los ojos le lagrimean. Por fin el tren arranca. La inercia menea unos centímetros hacia delante a esa gelatina humana, una sacudida débil que se multiplica lo suficiente como para que un adolescente rubio aproveche sus hormonas frente a un generoso culo envuelto en denim; o para que un hombre de campera roja acerque aún más sus habilidosos dedos hacia la cartera que ya había oteado segundos antes; o bien para que Augusto apriete con más fuerza sus premolares. “No, no, ahora no”, piensa al intentar apartarse del filoso codo. Siente un ronroneo en las tripas, como si un ejército de cochecitos de juguete con cremallera le diera vueltas en el estómago. De repente, un frenazo: estación Moreno. Otro scrum de insultos, puertas neumáticas, codos incisivos y culos profanados. La marabunta de nuevos pasajeros empuja a Augusto aún más al fondo del vagón. Resulta improbable que pueda bajar en San Juan, dos estaciones después. “Otra vez tarde al laburo”, concluye. La agitación de esa estructura de metal es proporcional a la que experimenta bajo su camisa. Avizora hacia ambos lados. Todos los pasajeros están en su mundo, forzados a mirar a cualquier lado menos a los ojos. En estas situaciones de tal conglomeración suele producirse la embarazosa tarea de que los ojos no se crucen entre sí. “¿Pero cómo voy a dejar de mirar al tipo que me está respirando en el cachete? Pero no tengo que mirarlo”, piensa Augusto, y también pensarán los demás pasajeros. A pesar de tal hacinamiento, igualmente todo el mundo intenta respetar su espacio personal, evitando roces, miradas, estornudos o cualquier otro signo incómodo emitido por nuestro rostro. “Sí, nuestro rostro” se repite Augusto, como para autoconvencerse de lo que está a punto de hacer. Quién podría ser considerado culpable de tal afrenta en medio de esa ensalada humana. Aún falta un minuto para que el tren llegue a Independencia. Augusto hace todo lo que está a su alcance para retrasar el momento y esperar cuando las puertas neumáticas, esas malditas puertas neumáticas, se abran y dejen pasar algo del escaso oxígeno de la estación. La estocada final la da el cada vez más filoso codo del viejecito. Las nalgas de Augusto no pueden contener el galope gaseoso y gástrico que, como huracán tropical, gira primero por su concavidad de salida –que dota a la eyección de aire de un calor abrasador, que le quema la piel–, atraviesa raudo la tela del calzoncillo, no pone reparos en superar las costuras del jean y, por fin, sale propagado al exterior con una velocidad atómica. En primaria reacción, Augusto expele una bocanada de aire, en señal de alivio por la expulsión. Cierra los ojos y llena los pulmones de oxígeno. Pero esa acción es su mismísima condena. El vaho que alcanza su olfato lo transporta, de manera automática, a un torbellino incesante de imágenes: el relleno de una tarta de acelga, pero de acelga podrida, hecha hace cinco años por un monstruo antediluviano; o una muela cariada, carcomida por bichos bolita; o una vieja fea y bigotuda que revuelve una enorme olla con mierda. Por desgracia, la eyección es más rápida que su vergüenza, y Augusto advierte enseguida la catástrofe cometida. Casi por instinto, arquea levemente las cejas, comprime los labios y mira al techo, con evidente cara de “yo no fui” cuando ésa es, precisamente, la cara que más delata al culpable. Ensaya un paneo con la vista. Las aletas de las narices de prácticamente todos los pasajeros se abren, o mejor dicho se dilatan. Con disimulo mueven los globos de sus ojos (sin mover la cabeza) para tratar de encontrar al hijo de puta que ha cometido semejante barbarie. El aire se infla, las imágenes que capturan la mente de Augusto cobran forma de ríos rebosantes de mierda, o de culos de mandril, o de pozos oscuros poblados de moscas. Centímetros más abajo, el viejecito ha acusado el desmán intestinal y empieza a tambalearse. Insinúa cara de náusea. A lo lejos, casi a la mitad del vagón, dos chicas se tapan la boca. Cerca de la puerta, un joven mueve los labios con fastidio, como rezando. El gordo sudoroso frunce las cejas, pero después frunce todo, nariz, ojos y labios. El de los dedos habilidosos se cubre con la solapa de su campera roja. Augusto contiene la respiración, pero con una secreta satisfacción por la impunidad que conlleva el anonimato. Cualquier otro pudo haber sido, nadie jamás descubrirá al culpable de tal ultraje, ¿de qué forma se puede hallar al autor entre semejante marea humana? Hasta que por fin, con lentitud, con insoportable parsimonia, el tren se apresta a frenar en la siguiente estación. La gelatina humana se convulsiona, vuelve el revoltijo de brazos, de manos y de piernas. Pero ahora es una gelatina más convulsionada que antes, los empujones son todavía más enérgicos, los codazos aún más filosos. El tren frena con sequedad. Se abren las puertas automáticas. Los que intentaban subir dan un paso hacia atrás. Los que bajan se apiñan contra las puertas, los que no llegan a las puertas se apiñan contra los que están cerca de las puertas. Augusto trata de apartarse para que el scrum de siempre no lo empuje ni hacia adentro ni hacia fuera. Pero, para su sorpresa, esta vez no se produce ningún scrum. Casi sin tocarlo, a su lado pasan el adolescente hormonado, las chicas del medio, un tipo con un paquete, el gordo sudoroso, la del generoso culo, hasta el viejito del codo, e incluso los que estaban sentados, los que se situaban al extremo del vagón y los que habían subido en la estación anterior. Como guiados por una fuerza sobrenatural, todos, absolutamente todos salen escupidos hacia el exterior. Augusto otea los carteles para asegurarse de que no está en la estación terminal, pero no, aún faltan dos paradas. Permanece inerte, incrédulo ante la vista de sus ahora antiguos compañeros de viaje, que giran la cabeza para mirar hacia adentro, y lo ven a él, solo en medio del vagón, agarrado de la manilla de madera y pálido como un plato. Los que iban a subir dan otro paso hacia atrás. Las puertas automáticas vuelven a cerrarse. El tren vuelve a arrancar. Augusto dirige la vista hacia ambos lados. El vacío absoluto de ese espacio que segundos atrás había sido un manojo de personas enlatadas contrasta con el hacinamiento del resto del tren. Él permanece allí, turbado en medio del vagón desierto. A través de la ventanas reconoce la mirada del viejito del codo, de la chica en minifalda, del gordo sudoroso y del adolescente, que se habían girado para observarlo. Todos arquean las cejas, en señal de desprecio o enfado, quizás. Augusto no se mueve, sólo atina a agachar la cabeza y cerrar los ojos, con la infantil fantasía de que así nadie podrá verlo. Por fin el tren penetra en el túnel oscuro hacia la estación San Juan. Contrariado, Augusto abre los ojos, aún con la cara pálida, los hombros alzados y una sensación de sentirse observado hasta por los carteles de publicidad. Aún debe estar rodeado por el vaho pútrido, pero la vergüenza no le permite procesar aquello que capta su nariz. Se acaricia el estómago y mira el reloj. Baja los hombros, se relaja y se sienta en una de las tantas butacas ahora disponibles. Y sonríe. Porque, por primera vez en la semana, por fin llegará temprano al trabajo.

martes, 8 de diciembre de 2009

Conclusiones cientificistas / 4




Triste ha sido el caso que hoy nos toca tratar. Durante el IV Congreso Internacional de Tolerancia Religiosa, celebrado el año 2003 en la ciudad turca de Ankara, el discurso del doctor en Sociología Dimitri Pavaropulos generó un revuelo de consecuencias imprevistas. Tras su disertación, un murmullo grave y profundo rebotó durante varios minutos en las paredes del Salón de Conferencias Bornabaçe. A continuación, ofrecemos un extracto de las palabras de Pavaropulos; en concreto, aquellas del momento que generó mayor revuelo:
–(…) Y qué podemos decir del acto que, a criterio de este servidor, configura una saña misma contra la especie humana, con un nivel de crueldad, egoísmo, y hasta podríamos decir de carnicería, más alto que se conoce en el ámbito religioso contemporáneo: la circuncisión. Milenaria tradición consistente en cortar el prepucio a los flamantes integrantes de ciertas congregaciones religiosas, y que representa una señal o distintivo que determina su eterna pertenencia a ella. Acto que, a priori, es abiertamente antinatural y horriblemente nocivo para el cuerpo, ya que el pene necesita la cobertura de la piel; no por nada la madre naturaleza y la evolución han configurado esta característica, indispensable en todas las especies vertebradas. El glande es una mucosa que necesita una permanente humidificación, al igual que las córneas del ojo o las membranas internas de la nariz. Pero, como siempre, en estos casos aparecen esos pseudo-científicos proreligiosos que afirman con total descaro que, una acción así, es útil para la higiene corporal. Y yo les digo: si tuvieran prepucio, que se lo corran hacia atrás y se laven el pene… ¿Acaso ellos se cortan las orejas para tener que evitar limpiárselas? Esas mismas personas que suscriben abiertamente el acto de la circuncisión son las que condenan con fervor la ablación vaginal en el África subsahariana y en ciertos países musulmanes. ¿Y lo que ellos cometen no se trata de un tipo de ablación? ¡Vaya necedad!
»Además, como todos sabemos, la circuncisión es un bautismo, entendido el bautismo como el rito ancestral que determina la entrada del flamante adepto a una congregación religiosa. Varias religiones se valen de acciones representativas, míticas y repetitivas, para evocar un hecho crucial del pasado. El cristianismo, como sabemos, utiliza las gotas sobre la frente del bautizado para repetir la escena de San Juan el Bautista sobre la frente de Jesús. Pero esas gotas caídas en la frente de todo bebé –si bien también configura un acto de nefasto egoísmo y saña contra la inteligencia y el avance de la especie humana–, esas gotas se evaporarán y no le dejarán ninguna marca en el cuerpo. Por contrapartida, las religiones que consienten la circuncisión –básicamente, el judaísmo– es la más nefasta de todas las bienvenidas. Un estigma que permanecerá allí, el resto de la vida del circuncidado, colgándole por siempre entre las piernas, para recordarle que nunca, jamás de los jamases, podrá separarse del dogma. Si el pobre circuncidado atina algún día a apartarse de las ideas suscritas, allí está el pobre pene carente de prepucio para recordarle: “¡No! Tú ya has entrado y tú nunca podrás salir”. Cuánto se habrá lamentado el pobre Spinoza al orinar y mirarse su glande descubierto, después de defender su ateísmo frente a aquella corte de Ámsterdam… Pero ya lo dijo alguna vez el gran Anatole France: “Si cincuenta millones de personas creen en una estupidez, no deja de ser una estupidez”. Muchas gracias.

El doctor Pavaropulos falleció seis meses después en Tesalónica, su ciudad natal, en un accidente de tránsito de extrañas características.

Pero honestos



Ya estamos hartos de las críticas. De que utilizamos nuestra condición para sacar tajada de las circunstancias que se nos presentan. No robamos carteras, no tocamos culos, no nos vamos del bar sin pagar el café. Aquí tienen una muestra de nuestra honestidad. Hace unas semanas acudimos al Congreso Internacional de Individuos Invisibles (IIIC), celebrado en Barcelona. Para llegar al lugar del evento cogimos el metro en la estación Plaça Espanya. Y aquí ven, los miembros del contingente hemos pagado nuestro debido billete, lo hemos validado y entrado al metro como corresponde. Antes que invisibles, somos honestos. Así que, en nombre de todo el grupo, declaro: me paso por el forro las críticas. Muchas gracias.

Firma la solicitada: G.I.I.M. (Grupo de Individuos Invisibles de Murcia).

martes, 1 de diciembre de 2009

Conclusiones cientificistas / 3




Revuelo causaron los resultados del estudio llevado adelante por el doctor Svevan Belovsky, del Instituto de Estudios Conspirativos pertenecientes a la Universidad Caprescu de Bucarest. Tras analizar en profundidad unas trescientas cincuenta canciones de Los Beatles, de estudiar la frecuencia de las notas escogidas, la tonalidad de las voces en conjunto y por separado, de desgranar y particionar los llamados “ruidos blancos” –abundantes en la obra beatle–, así como las frases ocultas, los trucos sonoros, los textos de las letras y el arte de las portadas, finalmente determinó que el grupo de Liverpool fue la herramienta que el sionismo y demás organizaciones secretas que no pudo –o no se atrevió– a precisar, utilizaron para crear el concepto de “adolescencia”. Antes de los Beatles la adolescencia tal como la conocemos hoy, simplemente, no existía. Esto es, el grupo humano de consumo más apetecible por el mercado capitalista: individuos ávidos de nuevas experiencias, con tiempo libre, hormonas en ebullición y trabajos que, aunque mal pagos, les permite solventar sus histéricos caprichos. Caprichos que consisten, básicamente, en tres: discos, ropa y drogas. Los discos para recibir la correspondiente inoculación ideológica sin que lo adviertan en absoluto (desde la supuesta rebeldía del punk hasta el absurdo refinamiento del prog rock). Ropas para crear el concepto de mano de obra barata en Asia y Sudamérica. Y drogas, por supuesto, para que no se salgan de la raya y continúen mansos y a-rebeldes. Los Fab Four, como se sabe, impusieron el concepto “nuevas ropas - nuevos sonidos - nuevas drogas”. Para rematar el texto de presentación del estudio, el doctor Belovsky expresó en aquel salón atestado de gente la siguiente sentencia: “Y ahí los ven, ahogándose en un absurdo cielo con diamantes, atravesándolo metidos en un submarino amarillo sin ventanas, y pensando ‘Don’t bother me, I’m only sleeping’”.

Conclusiones cientificistas / 2




Willhemm Klein, semiólogo y licenciado en comportamiento humano de la Universidad de Hamburgo, dedicó los últimos catorce años de su vida al estudio de la cantidad de palabras que las personas de sexo femenino pueden emitir en el menor lapso de tiempo posible, así como en el por qué de la compulsión femenina al acto del habla. Para lo cual, el doctor Klein creo un espacio enteramente transformado en su laboratorio: abrió un café bar con un aparador que contuviera montones de revistas Hallo y diarios Bild, con fotos de Audrey Hepburn en las paredes, donde se serviría granadina y mucho café descafeinado. Un ambiente propicio para el encuentro de mujeres que hablen de sus temas: desencuentros amorosos, consecuencias de la menopausia, el avance de las varices, peluquería, hijos, más menopausia y etcéteras varios. Klein situó micrófonos secretos bajo las mesas, cuyos sonidos eran registrados por una grabadora conectada a un ordenador. Después de varios años de capturar miles de discusiones, infinidad de confesiones, ingentes cantidades de llantos y montones de risas agudas, Klein cerró el bar para dedicarse con afano a la segunda parte del experimento: analizar en su laboratorio hasta la más mínima palabra emitida por esas miles de mujeres que pasaron por el Kleinbar. Noches enteras con un enorme auricular, complejos programas de sonido y tratados de comportamiento humano como bibliografía de base fueron los compañeros del doctor durante meses. Pero su cordura no lo soportó. Klein se cortó las venas en la bañera una neblinosa tarde de enero. Su hijo, Johanness Klein, continuó la obra de su padre, y llegó a la conclusión de que las palabras que habían sido pronunciadas en ese bar –dejando de lado conjunciones, proposiciones y artículos– habían sido sólo ciento cincuenta y cuatro, vocablos que se habían repetido hasta el hartazgo una y otra y otra vez, mesa por mesa, año tras año. A fin de mantener el orden público y respetar la voluntad de su padre, el doctor Klein hijo prefirió no publicar nunca los resultados del complejo análisis.

Conclusiones cientificistas / 1




Tras veinticuatro años de profundas investigaciones, el doctor en antropología Brandon Clayton, del Centro de Recursos Antropocentristas de la Universidad John Hopkins de Nueva York, determino la exacta fecha de nacimiento del ser humano (especie homínida conocida como homo sapiens sapiens): el hombre nació el día 22 de octubre del año 14.234 antes de nuestra era, a las 8 y veinticuatro de la mañana.

Narraciones en un dedal / 1
Aragó esquina Balmes




Patricia está a punto de dormirse. Sonríe y, en su duermevela, entresueña con caras de gente que pasan veloz. Sonríe, ya no se puede sacar la sonrisa de la cara. Ve caras y caras por todas partes, caras de todo tipo, de narices grandes, de frente chata, mejillas pobladas, caras barbudas, oscuras, rubias, secas, granosas o maquilladas. Patricia está convencida de que ve más caras por minuto que cualquier otra persona. Patricia cierra los ojos, quiere conciliar el sueño, pero se le aparece una viejecita:
–No, gracias, joven.
Se gira hacia la derecha, arrellana la almohada y larga un hilo de aire.
–No puedo, tengo prisa –le dice la cara de un hombre con corbata y maletín.
Patricia está por dormirse, pero igual sonríe. Abre y cierra la boca, se masajea las mejillas, pero no se puede sacar esa sonrisa. Tampoco consigue alcanzar la tierra de Morfeo. Mira el reloj: las dos de la mañana. Mañana tiene que levantarse a las siete para ir a la esquina de siempre, y por la tarde estudiar para el examen. Un chico con rastas interrumpe sus pensamientos:
–No guapa, lo siento –le dice el zaparrastroso con otra sonrisa y un guiño del ojo derecho.
Patricia se levanta, va al lavabo a lavarse la cara. Caras, más caras son lo que ve en su camino hacia la pica, aunque tenga los ojos abiertos. Un chino, una rubia vestida de escolar, un abuelito de boina negra, una señora teñida de rubio, tres quinceañeras.
–No, no puedo.
–Por favor, no me molestes, tengo prisa.
–I don’t speak spanish.
–Que me dejes en paz, coño.
–No, gracias.
Patricia llega al lavabo y se lava la cara. Con el agua corriendo, y sin poder quitarse la sonrisa, se repite a sí misma:
–¿Tiene un minuto para Médicos Sin Fronteras?
Levanta la cabeza de la pica. El espejo le devuelve una frente suave, sin arrugas. Unos cabellos morenos y ondulados. Y donde debería estar su rostro, una extensa capa de piel. Su rostro borrado, sin ojos, sin nariz, sin mejillas ni mentón.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Mañana...

Mañana, 30 de noviembre de 2009, será el último día del último mes del último año de la primera década del tercer milenio de la historia moderna. Tanta coincidencia no puede ser menor. Mañana podría representar una jornada determinante, definitiva, descomunal, desequilibrada. Saldré con tiento de casa, miraré cuidadosamente no dos, sino cuatro veces la calle antes de cruzar. Controlaré con mayor atención las fechas de caducidad del atún o del yogurt que compre. Me aseguraré de cargar la batería del teléfono. No iré a comer fuera por precaución, ni siquiera tomaré café, no vaya a ser que caiga una gota de algo nocivo. Antes de sentarme en una silla, la tantearé para comprobar que no está rota. No usaré sal, ni azúcar, no escucharé música muy fuerte por si acaso tenga que prestar atención a sirenas de bombero o gritos de advertencia. Llevaré pañuelos desechables en el bolsillo, el número de emergencias a mano, un blister de Ibuprofeno y otro de Almax. Me iré a dormir pronto, con la puerta cerrada con doble llave, la ventana trabada, el gas y el agua bloqueados, y hasta la electricidad cortada. Me cubriré no con dos, sino con cuatro mantas. Y cuando esté a punto de conciliar el sueño mientras mire mi reloj digital, a las 23:59, llenaré los pulmones de aire hasta que sean las doce. Me dormiré con una suave y dulce sensación de libertad, de eterna seguridad. Y al día siguiente despertaré, cuando todo por fin haya pasado, feliz por haber conseguido sobrevivir.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Imagen tomada en el ferrocarril, un sábado de noviembre.



La foto podría titularse "Nostalgias de un pasado glorioso", "Jóvenes éramos los de antes" o "Qué pastilla me tocaba hoy", pero dejo la elección a criterio del lector.

(Por si no se lee, en el sombrero del abuelito aparece la inscripción "Viva Stalin").

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Historias de gente normal / 1
Mi gusano



Rosa en mano, el hombre de gris bajó con paso lento las escaleras de la estación Universitat. De forma indiferente esquivó a las personas que caminaban en sentido contrario. Allí abajo, el panel electrónico indicaba cuatro minutos para la llegada del próximo tren. El hombre de gris posó la rosa sobre uno de los bancos, con parsimonia, como si sus movimientos se ensamblaran a la cuenta atrás del panel. En el extremo de aquel banco, un joven con ropas anchas y gorra de béisbol miraba intrigado la escena. El hombre de gris permaneció de espaldas a la vía, a la vez que susurraba algo, una plegaria quizás. Advirtió la atención del adolescente. Se acomodó la corbata y giró levemente la cabeza. Empezó a hablarle con tono monocorde.
–Dentro de tres minutos llega mi antiguo gusano. Era mío, joven, se lo aseguro. De pequeño solía viajar en un veloz gusano que agujeraba la tierra. Todas las mañanas yo venía a esta estación con madre para ir al parvulario. Lo esperaba aquí mismo, en este banco. Cogía siempre el mismo vagón, el del medio. Y para no molestarlo caminaba en puntillas de pie, para no hacerle cosquillas en el estómago. Mi gusano era un gusano bueno, él acogía a todos en su interior. Según me contaba madre, iba con prisas bajo la tierra para que la gente llegara temprano a su destino. Yo al principio sentía celos de que otras personas se subieran a mi gusano, pero después me fui acostumbrando a compartirlo con gente desconocida. Es más, sentía orgullo de que ayudara a los otros. Pero yo sabía que su función primordial era llevarme a mí. Cuando bajábamos con madre en la estación Marina, veía que una de sus luces parpadeaba en señal de saludo. Yo levantaba la mano y le decía hasta mañana.
»Cierta ocasión, madre me había llevado a dar un paseo en gusano para ir al centro, junto a otros niños y otras madres. Yo estaba orgulloso de que mis amiguitos compartieran conmigo un viaje en mi gusano. Antes de abordarlo, me situé frente a ellos y les expliqué: “Ahora les voy a presentar a mi gusano. Es un gusano que agujerea la tierra, que lleva a la gente bajo la ciudad para que llegue temprano. Ese gusano es mi gusano, pero no estoy celoso de que vosotros subáis en él.” Lo que siguió después prefiero no recordarlo, pero es el motivo por el cual me encuentro aquí. Todos, los niños más grandes, los pequeños, las otras madres, todos empezaron a reírse, todos me señalaban con el dedo a carcajada limpia. Algunos niños me decían “tonto” y las otras madres “qué inocente”. Incluso madre insinuó una sonrisa. Yo quería irme de allí, contuve las lágrimas y cerré los ojos para no ver esas expresiones de burla que hoy, cuarenta años después, aún siguen pinchándome el corazón. Mi gusano llegó un minuto después. Allí dentro, mientras los niños seguían partiéndose de risa dentro del estómago de mi amigo de metal, yo escondía la cabeza bajo la chaqueta de madre, en puntillas de pie, pensando que ya nunca volvería a mirar a mi gusano como solía hacerlo… –El hombre volvió la mirada a su flor–. Y aquí dejo la rosa hoy, en memoria de la inocencia de la que alguna vez fui dueño y que hace cuatro décadas perdí para siempre. Adiós, joven, buenas tardes.
El hombre de gris se giró y desapareció de golpe entre la muchedumbre. El joven permaneció durante algunos segundos observando la rosa sobre el banco, con gesto lúgubre, hasta que la llegada de un nuevo tren lo devolvió de su rapto. Lentamente se levantó y entró al vagón del medio. Lentamente, muy lentamente, y en puntillas de pie.

martes, 17 de noviembre de 2009

Versionando clásicos versionados hasta el hartazgo / 1
Viejo lobo





No, no, por allí no, mejor el otro atajo, ojo con el leñador, pero por qué no se buscan otro sitio para talar, es tan grande todo esto, juro que cuando esté mejor alimentado me largo de este puto bosque, ya estoy harto de la rutina y de que se me corte la inspiración, malditos bípedos y malditas hachas, vamos viejo, más rápido, ay esta ciática, por qué no seré vegetariano, cuidado el hormiguero los arbustos la serpiente, salta, vamos, el pozo piedras charco pantano ¿y esa casa de chocolate? ¿en qué cuento estoy? la niña dijo que era su abuela, todas las casas de abuelas son iguales, tienen olor a abuela, a ver ese olfato viejito, snif snif, sí, debe ser por ahí, hay un camino, vamos, más rápido, sí, por aquí, snif snif, queda poco tiempo, la niña puede llegar en cualquier momento, pero dónde se cree que va con ese ridículo vestidito rojo, muy lejos no llegarás en la vida así vestida, guapa, snif snif, bien, debe ser ésta, ahí debe vivir la vieja, a ver snif snif, sí, está tumbada como suponía, eso es vida y no mi miseria, ojalá cobrara una pensión como esta vieja haragana, slurp, pero qué hambre tengo, me da igual carne caducada, slurp, me la zampo igual aunque solo sea pellejo, qué hambre y qué cansado estoy, hace un minuto podría haber engullido morcilla fresca, rojita, slurp, pero yo también estoy viejo, mmm, ya no tengo los reflejos de antes, ay qué agitación, toc toc, llamo a la puerta pero no me pensé ninguna coartada, pero qué hambre, snif, pero qué cansancio, slurp, pero qué le digo a la vieja ésta...
–¿Quién es?
(¿Pero qué era lo que tocaba decir ahora?…)
–Ehh… mmm… Para comerte mejor…
Mmmmno, no era eso. Definitivamente, ya no tengo los reflejos de antes.

viernes, 30 de octubre de 2009

Otros puntos de vista


Huella de zapato hecho a medida. Muy a medida.





Logotipo del nuevo producto de una importante empresa multinacional, que aún no ha salido al mercado porque todavía sigue esperando la maldita legalización.





Tenedor con un solo diente.





Baño de hombres en Escocia.

sábado, 10 de octubre de 2009

Anuncios clasificados

Denuncia: grave agresión a la prensa

(Agencia EFE)
Inquirido por el caso de corrupción en el que el Grupo Oca se ha visto involucrado en las últimas semanas, el señor José de las Mercedes Ganso salió al cruce de las acusaciones con serias agresiones a los periodistas que se apersonaron en su domicilio. El mencionado palmípedo se encontraba, en esos momentos, escoltado por dos de sus asesores, quienes se sumaron a los improperios que recibió la prensa, así como de su agente de seguridad, el señor A. V. Struz. Aquí, las imágenes:



La agresión ha sido fuertemente repudiada por la Sociedad de Periodistas Bufarras. Dicho organismo ha reclamado elevar acciones legales en contra del señor Ganso, de sus asesores y del señor Struz, por permanecer pasivo en todo momento.

NO-BEL

**********NO-**********


Doris Lessing


Herta Müller


Harold Pinter


Johannes Jensen


Jean-Marie Le Clezió

El crítico frívolo intelectualoide se hace algunas preguntas…
"¿Quiénes son?
¿Para quién coño escriben?
¿Qué coño van a hacer con el puto dinero que les dan los putos suecos del Nobel?"


Y, acto seguido, se responde a sí mismo:
"De algo estoy seguro… Tengo muchas, muchísimas cosas mejores que hacer que perder el tiempo leyendo a estos ignotos escritores."


**********-BEL**********


Joseph Conrad


Franz Kafka


Jorge Luis Borges


Philip K. Dick


Francisco Ayala


Javier Marías

El avezado erudito agrega: "¿Ellos? Ellos no necesitan dinero sucio. Para ellos no hay mejor premio que mis suspiros."

lunes, 7 de septiembre de 2009

Suplemento Ciencia y Tecnología



'Según el doctor William Tupra, decano de biología genética de la Universidad de Palo Alto (California), la esperanza de vida en la próxima década seguirá en aumento. En consecuencia, los países desarrollados contarán con una creciente franja de su población con edades comprendidas entre los 90 y los 100 años. Esto generará masas de personas que no representarán ninguna fuerza laboral pero que, gracias a los ingresos provenientes de sus pensiones, buscarán saciar su tiempo libre a través del turismo, de hobbies varios y de consumo desmedido. Por contrapartida, la falta de fuerza laboral joven y el endurecimiento de las leyes hacia los inmigrantes ilegales (quienes son, en su mayoría, los que cuidan de este colectivo) harán que estas personas entradas en años tengan que valerse por sí solas, al ducharse, al cambiarse los pañales, al bajar las escaleras, al cocinar, al hacer caca, al tirar la cadena después de hacer caca, al tomar la medicación. Los centros geriátricos quedarán colapsados, las plazas plagadas de migas de pan y las obras en construcción apabulladas de público que mira con las manos detrás. Sin embargo, las conclusiones del doctor Tupra y de la investigación que él mismo ha impulsado son más que positivas, ya que tal logro (la longevidad) puede considerarse “como una victoria de la ciencia por sobre el universo y el destino”. “Ahora podremos vivir cuanto queramos”, agregó el facultativo, en la conferencia de prensa.'

Un corto: Placas tectónicas

martes, 1 de septiembre de 2009

La rebelión de las letras

En las puertas del palacio real de Abecedario la confusión era mayúscula. Bajo la lluvia, un grupo de úes acentuaron su furia, mientras que las eses y las haches sumaron esfuerzos para pedir silencio. Un signo de interrogación fue nombrado delegado para ir a preguntar a los guardias de la puerta (dos fornidos paréntesis) qué se estaba discutiendo intramuros. Ambos caracteres se miraron y hablaron entre ellos al oído; quizás ignoraban la razón de tanto alboroto. Unos puntos suspensivos hicieron acto de presencia para persuadir a la multitud a que se esperen, que tengan paciencia. Entre la masa de enfurecidas grafías, una F silbó en señal de desaprobación, una pequeña coma saltó para ver mejor y una resuelta A lanzó un agudo grito de enfado. Vestidos de cortesanos, por fin salieron los dos puntos para anunciar la inminente salida del rey. Tras varios minutos de espera, se asomó al balcón el monarca, la R, luciendo su corona de asteriscos y flanqueado por sus dos asistentes, dos emperifolladas comillas, una a cada costado. La R carraspeó y habló a la multitud:
–Estimado pueblo Vocablo. Desde hoy, el régimen dará un giro de 360º, con perdón de la expresión. Para fortalecer nuestra presencia sobre una tierra plagada de números e imágenes, dejaremos de ser simples letras sin estilo. Desde hoy, todas y cada una de nosotras pasaremos a ser negritas y cursivas. ¿Sois lo suficientemente valiente como para aceptar el reto?
Se hizo un silencio tan grande que pareció que todas las letras iban a desaparecer. Por fin, una robusta O instó a la masa:
–¡Nosotros lo somos!
A lo que dos signos de admiración añadieron:
–¡Viva nuestro Rey!
Las letras todas comenzaron a gritar con desenfreno a favor de su soberano. Un punto saltó de alegría arriba de su correspondiente coma, un par de diéresis chocaron sus pechos en señal de festejo y una Ç casi pierde el equilibrio. La T mayúscula tomó la posta y dirigió la muchedumbre hacia un derrotero que nadie conocía en realidad, pero que estaban dispuestas a seguir. Paulatinamente, las letras empezaron a inclinarse en dirección al destino que iban a buscar. Nadie pudo escapar a la orden del Rey, nadie. Todas las letras se hicieron cursivas, todas. Henchidas de orgullo, camino a su horizonte de victoria, inflaron el pecho, engordaron, oscurecieron su piel. Y desaparecieron tras el monte a grito pelado. El palacio real de Abecedario se vació por completo. El monte fue invadido por un oscuro silencio. En el balcón real aún permanecía la R, también inclinada hacia delante. Satisfecha por su decisión, intentó cruzar los brazos, pero le fue imposible debido al engrosamiento de su masa corporal. Contrariada y solitaria, dio media vuelta y se retiró a sus aposentos. En el balcón aún permanecían las comillas, con una visible expresión de angustia. Sospechaban que, desde ahora, ya no iba a tener tanto trabajo. En la puerta de entrada, los paréntesis se recogían y entraban lentamente al palacio. Allí, con una enorme llave, esperaba para cerrar las puertas reales, y para siempre, un gordo, torcido y pesado punto final.

domingo, 30 de agosto de 2009

Doce ideas que tengo pensado desarrollar algún día para forjar mi imperio


1. Cigarrillos que se enciendan solos (¿cómo es que todavía no se le ocurrió a nadie?).
2. Ataúdes con un muerto de cera ya incorporado, con cara de madre, abuela o tía, para simulaciones o para alimentar la culpa de los hijos.
3. Terrones de azúcar con sabor a sal.
4. Melocotones y sandías con un sistema que permita pelarse tan fácil como los plátanos.
5. Huevos con ventanita para ver lo que hay adentro.
6. Cursos superrápidos de enseñanza para ser profesor de cursos superrápidos.
7. Set de uñas postizas, con la diferencia de que la uña correspondiente al dedo medio lleve incorporada un pequeño vibrador.
8. Toboganes con un sistema neumático que vuelva a subir a la persona, para que no tenga que regresar a la tan aburrida escalera.
9. Una raza especial de perros que se alimente de su propia caca. Y que esa caca sea su plato favorito.
10. Un tapón para ombligos, para que no se llenen de pelusa.
11. Guillotinas con pequeñas mangueritas en el filo para que absorban la sangre del decapitado, y de esa manera el suelo no se manche.
12. Un rectángulo de plástico con una banda magnética para introducir en una caja de metal con botoncitos y pantalla, y que nos permita sacar la cantidad de dinero que le ordenemos. Creo que ésta sí es una idea increíble. Espero un día ponerla en práctica, antes de que alguien me la robe.

sábado, 29 de agosto de 2009

Tres cosas del cine que ya me tiene harto

1.
Las típicas escenas en las que el protagonista recibe una noticia que lo conmociona e, inmediatamente, corre al baño para vomitar. La toma dentro del lavabo jamás enseña ni una partícula del vómito, entiendo que por cuestiones estéticas, pero no sé, al menos que se aprecie un trocito de pizza, un granito de arroz, unas gotas de café recién expulsado de sus tripas manchando el borde del retrete... Y otra cosa que también me sorprende: ¡qué facilidad que tienen para vomitar! Este tipo de escenas suelen ser prácticamente iguales: el personaje recibe la noticia, su estómago se revuelve de forma automática, corre al lavabo, abre la puerta (que, invariablemente, es de esas puertas tipo "Saloon" del lejano oeste que se cierran y se abren con insistencia), mete su rostro casi dentro del retrete y a continuación expele en típico "buooooo", sin siquiera atinar a introducirse un par de dedos en la boca para ayudar a las amígdalas a contraerse; y finalmente, el personaje sale más aliviado y sin una sola mancha en su comisura, sin un trozo de lechuga entre los labios.

2.
Los créditos iniciales que duran una eternidad me parecen una total falta de respeto al espectador. Películas como la tercera parte de "El Señor de los Anillos", "Ed Wood" o "Los bañeros más locos del mundo 2 (La playa loca)", tienen presentaciones iniciales que –en el caso de la primera– llega a durar hasta 10 minutos. Entiendo que sea el momento ideal para demostrar el despliegue técnico y alardear de la creatividad que se verá en unos minutos, ya que el espectador está impaciente por ver el comienzo de la trama y su atención está pendiente de ello. Pero cuando en las salas de cine se ve que la gente empieza a rebufar, hablar entre sí o moverse en la butaca, imagino que en ese momento todo el mundo estará pensando "cuándo empieza la puta película".

3.
Hay veces que tengo muchas ganas de darles una sonora patada en el culo a las personas encargadas de subtitular las películas. ¿Por qué si Harrison Ford dice "you fuckin' piece of shit", en el texto sobreimpreso ponen "maldito bastardo"? ¿O por qué "fuck off, you asshole" se transforma para esta gente en un inocuo "vete al demonio, estúpido"? A esto también se suman omisiones, errores bestiales o transcripciones equivocadas. Estos subtituladores de pacotilla se piensan que porque la gente no domina el inglés se pueden reír de nosotros en nuestras jetas, hasta el punto de, por ejemplo, llamar "El Notas" en lugar de "Dude" a Jeff Bridges en El Gran Lebowsky. ¿"El Notas"? ¿Why don't you stop bother us, you sucker, faggot, cunt, fuckin' pieces of shit?... En este trabajo lleno de desidia e inoperancia, el castigo que se merecen por tan nefasta tarea es que solamente se dediquen a a cortar y pegar las únicas frases que aparecen en las películas pornográficas, ya que su capacidad parece que no da para más. Frases que, en general, se suelen limitar a "cómo me gusta", "sí, chúpamela", "más, más" o gemidos y onomatopeyas guturales varios. Y después, si evolucionan, que vuelvan al ruedo para subtitular películas de Julio Medem.

Hoy fui al cine y salí rabioso. Me cago en el séptimo arte.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Cada vez me pasa más a menudo




*** **** ** *** *** ** ** *** *ierda ********.

(O lo que es lo mismo: hay días en los que no sé que m***** escribir).


________

lunes, 24 de agosto de 2009

Las aventuras de José María Loucost

José María Loucost se levantó temprano por la mañana de su cama de nombre "Malm", montada por él mismo gracias a los dibujitos para estúpidos de IKEA. Se fue a su ordenador HP de superoferta –sin conexión USB, sin entrada para CD y con pantalla plana pero sucia– comprado en MediaMark (él no es tonto), entró a su conexión Jazztel de 14,99 al mes con fijo incluido y visitó la página principal de Ryanair para ver si conseguía vuelos a Londres (mejor dicho, a Standsted, 100 km al norte) a 1 euro ida y vuelta gastos incluidos impuestos indirectos no incluidos. Sólo encontró una oferta a un pueblo que está cerca de un pueblo un poco más grande cercano a una supuestamente alucinante ciudad de pescadores del norte de Letonia. Lo pensó dos veces mientras se comía un cruasán marca Eroski y se tomaba su café marca Hacendado. Acto seguido se levantó, se quitó su camiseta Quechua que usa para dormir y se fue a la ducha. Cogió su jabón Día ("compra uno, lleva dos") y su shampoo marca Delyplus ("si lleva uno le regalamos el cepillito para la espalda"), mientras seguía pensando donde demonios viajar gastando muy poco, sólo con el fin de hacerse la foto con su nueva cámara digital Sorny comprada de cuarta mano a un comerciante de ojos rasgados. Mientras se afeitaba con su espuma Sorli Discount, descubrió un bulto en su cuello. Un bulto rojo, venoso, que le latía y le dolía. Espantado, José María Loucost abrió los ojos con desesperación. El pulso le comenzó a temblar. De inmediato se untó una crema para ocultar imperfecciones del rostro, comprada en Schlecker ("de regalo, tres rollos de papel higiénico"). Se sintió más tranquilo y salió al trabajo. Dos días después, José María Loucost murió. El diagnóstico: galopante infección de tráquea. Después de muchas deliberaciones, los familiares decidieron no enterrar el cadáver, sino cremarlo: era mucho más barato. Al salir de la sala de cremaciones, una tía gorda se acercó al empleado y le pidió si le podía dar el tiquet por los servicios prestados. Lo necesitaba imperiosamente para juntar puntos y conseguir descuentos en Carrefour.

jueves, 20 de agosto de 2009

Librosvida


Letras tinta hojas cordones que entrecruzan mis ojos labios manos dedos, principio nudo desenlace, y un abismo se abre entre un punto y un aparte, y mis ojos zigzaguean y mi dedo sobre la esquina del papel se niega a pasar página, vuelvo a leer este último párrafo de esta última página, y el nudo se desanuda, el nudo del cordón que me une a estas páginas que baten mi sangre y me dan vida y me asesinarán al acabarlas, sí, al final todas las páginas asesinan a su lector, pero por suerte sé que este proceso vital no acaba, no, el cordón se cortará como los guiones cortan las palabras largas, sí, allí fuera hay más libros que aguardan mi muerte, libros-cordón dispuestos a devolverme la vida una y otra vez, hasta el fin de los tiempos.

jueves, 13 de agosto de 2009

Noticia de última hora: Se suprime de forma definitiva la B.A.Q.E.P.



De nuestra agencia.
El presidente de la BRIGADA ANTISISTEMA QUE ESCRIBE PAREDES (B.A.Q.E.P), individuo que no quiso revelar su identidad, ha informado a la opinión pública, a través de un comunicado de prensa difundido en la tarde-noche de ayer, que la asociación creada en el post anterior de este blog cesa de forma definitiva sus actividades vandálicas y reivindicativas. El motivo que adujo su presidente fue, en declaraciones a este medio, "que se nos ha acabado la botella de spray que había comprado a cuatro euros en los chinos". Ante la pregunta de si la asociación volvería a la lucha ideológica con otros medios más efectivos, el citado presidente declaró: "Basta, no me toquen más los cojones". Y escapó cubriéndose la cara con el ejemplar del diario La Razón que estaba hojeando.

miércoles, 12 de agosto de 2009

B.A.Q.E.P. (Brigada Antisistema que Escribe Paredes)

El pasado jueves 30 de julio inauguré de forma unipersonal y unilateral la organización B.A.Q.E.P, dedicada a la incursión o intromisión de espacios públicos de manera ilegal e irresponsable, con el fin de modificar ciertas ideas preestablecidas que no hacen más que adormecer conciencias. En general, los objetivos principales estarán enfocados a iglesias, escuelas y oficinas estatales, verdaderos nidos de estupidización social y alelamiento ideológico. He aquí las primeras incursiones llevadas a cabo por este humilde servidor...

4 de agosto. Frente a la Oficina de Empleo de la calle Aragón.


2 de agosto. En una iglesia del siglo XVII de un barrio céntrico.


8 de agosto. En la tapia trasera de una escuela de barrio de clase media.


En un segundo término, las intervenciones tendrán una característica más literaria. El objetivo es que, a medida que la organización crezca, ir sumando mensajes más llenos de contenido, y no meros panfletos vacíos, sin un basamento teórico que convenza. Por tanto, las próximas intervenciones serán:

En un centro educativo del barrio de Sant Gervasi:
"Nunca dejé que la escuela interfiriera en mi educación"
Mark Twain

En un centro evangelista de la calle Rector Triadó:
"Tener fe es no querer saber la verdad"
Friedrich Nietzche

En el Palacio Municipal:
"Un funcionario es al estado lo que una hernia al disco".
Anónimo


Seguiremos informando.
Atentamente,
El presidente honorario del B.A.Q.E.P

viernes, 7 de agosto de 2009

Imágenes y demás de las presentaciones del libro Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente

Mañana se cumple (o se conmemora) un mes de la última presentación del nuevo libro de relatos intitulado Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente, editado por Hijos del Hule y cuyo autor es este humilde servidor. La promoción y autopromoción incluyó un artículo a página completa en el diario L'Independet de Gràcia, mención en la revista Time Out, en la publicación cultural Literata, en el suplemento cultural de La Vanguardia, recuadro en el matutino El Periódico de Catalunya y hasta una entrevista en la señal barcelonesa COMRadio, entre otras menciones o artículos (algunos están por venir en futuro).

Después de un mes, siento que todo ha sido demasiado rápido, que ha pasado mucho tiempo, que lo tantas veces deseado por fin se ha conseguido, y que ahora lo que toca es enfrentar ese tan extraño y molesto como necesario vacío del "después". Del "¿Y ahora qué?". Mientras aún sigo digiriendo tales elucubraciones, ahora prefiero compartir con la masiva audiencia de este blog las imágenes y palabras que ha dejado esta presentación en sociedad...


Viernes 29 de mayo. La Casa de los Cuentos, Gràcia, Barcelona. La primera de las presentaciones se desarrolló en este tan acogedor y ensoñador espacio. He tenido el honor de ser presentado por el gran escritor José Ignacio García Martín. Agradezco también a Daniel Hareg y a Numancia Rojas , por su gran aportación gran.



Lunes 15 de junio. Bar Eléctric, Barcelona. Servidor en plena lectura de uno de los relatos que componen el libro. En esta velada fui acompañado por la acuática y celestial música del fascinante grupo Selva de Mar.


Jueves 9 de julio. Leyendo mi discurso de presentación en la Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés de Av. Portal del Ángel, Barcelona, acompañado por Patricia Capdevila, mi estimable presentadora, y Lluc Berga, de Hijos del Hule. La velada fue cerrada por Helena Cuesta, cuentacuentos profesional, quien narró oralmente y de manera magistral algunos de los cuentos de la obra.


En este vínculo, más fotos de cada uno de los tres eventos.

Y a continuación, el discurso que leí en la última presentación del 9 de julio...

En cierta ocasión, el poeta Oliverio Girondo había dicho “un libro debe construirse como un reloj, y venderse como un salchichón”. Yo no sé si este libro-reloj que escribí lleva hoy la hora correcta, o si este libro-salchichón que estamos presentando esta tarde haya superado ya su fecha de caducidad. Pero les puedo asegurar que, en todo el proceso de creación de esta obra, he intentado ponerme siempre el traje de relojero. Aunque aún no sé si estoy cien por ciento de acuerdo con la sentencia de Girondo, hoy trataré de ponerme el traje de charcutero.

Podría hablar sobre muchas cosas esta tarde-noche. Podría contar las penurias que he soportado al peregrinar por varias editoriales para intentar publicar esta obra (con respuestas del tipo “lo sentimos, su manuscrito no se ajusta a nuestra línea editorial”, “lo sentimos, no publicamos relato”, “lo sentimos, no publicamos autores noveles” o “no lo sentimos, váyase de aquí”). Podría explayarme sobre el duro proceso de corrección. Sobre las musas, desventuras o anécdotas que me motivaron a escribir cada uno de los relatos. O también podría recordar que este libro-reloj o este libro-salchichón fue acabado de imprimir el día 24 de abril de 2009. Sí, justamente y muy a mi pesar, un día después de la diada de Sant Jordi.

Muchas anécdotas graciosas, tristes, insignificantes, desagradables o sorprendentes podría contar sobre el proceso de creación de este libro. Un libro que, a priori, podría decirse no tiene todas las de ganar. Porque es de relatos, –considerado hoy día un género menor en el mundo editorial–. Porque su autor tiene un apellido largo y difícil de pronunciar. Porque el título del libro es aún más largo y más complicado. Porque no tiene ninguna cita de recomendación en la contraportada. Y porque, para colmo, es una cosa rara, experimental, con dos portadas, impresa en dos direcciones. ¿Estará mal editado? ¿De un lado en castellano y del otro en catalán?

Entre todas estas cosas que podría contaros, ahora, con precisión de relojero, intentaré explicar un poco de dónde viene el cuentagotas, las gotas blancas y las gotas rojas.

Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente es un libro en el que he buscado encerrar varios sentimientos, producto de mis experiencias y mis elucubraciones en los últimos tiempos, podría decir en los últimos tres años: la ironía, la soledad, las relaciones edípicas, los amores trágicos, la literatura como válvula de escape, la búsqueda del yo, el vacío que deja el sexo… Sin embargo, todas esas musas se engloban en un solo tema principal: la creación y sus consecuencias. Sobre lo que se sufre más de lo que se disfruta durante el proceso de creación; o sobre aquello que sale de nuestro cuerpo y deja de pertenecernos para siempre. Porque crear, como explica el texto del prólogo, crear es sangrar. Es morir un poco: todos los días morimos un poco, pero al crear aceleramos el proceso… Aunque crear también es eyacular, es dar vida, es expulsar al exterior nuestra energía vital para donarla al universo, es sacar al exterior esas ideas que están alojadas en nuestra conciencia. Ideas que nos atraviesan y nos utilizan para tomar forma de texto, de pintura, de escultura o hasta de hijo. Porque, en realidad, toda creación existe incluso antes de que nosotros existiéramos, está viva desde el nacimiento mismo del universo. El artista sólo es el canal, el médium del que se vale esa creación para ver la luz.

Y así, bajo el paraguas de este tema que repica durante todo el libro, gotea una sucesión de relatos que, si bien tienen total independencia entre sí, están conectados por un mismo hilo argumental. Relatos con protagonistas como Aurelio y Glenda, por ejemplo, dos oscuros amantes que utilizan el sexo para olvidar su hartazgo por la vida, pero cuando advierten que ese mismo sexo que practican por hedonismo puede ser su vía de liberación, ya es demasiado tarde; personajes como Leopoldo, al que se le prohíbe la posibilidad de crear; o como Lucero, a quien sus universos paralelos acaban devorándolo; también aparece un mensajero medieval, una mujer que sueña al amor de su vida, un escritor fracasado, un asesino frente a su víctima… Sin embargo, el personaje que sobrevuela todos los relatos, diríamos el verdadero escritor de estas historias, es un tal Gregorio Jebluss, podría decirse el alter ego de este autor, mi antípoda como diría Millás, o mi heterónimo, a la manera de Pessoa y su Álvaro de Campos. Gregorio Jebluss es el personaje que este autor gesta y utiliza adrede para crear estas historias de vida y de muerte, de creación y vacío, de gotas blancas y rojas.

Este tal Gregorio Jebluss se vale de la escritura para descifrar una sensación de vacío y de deja vú permanente que lo persigue durante semanas. Para hallar la respuesta última creando historias, pariendo personajes, eyaculando, sangrando. Hasta morir. O hasta volver a nacer. Y en esa andadura, Jebluss es puesto a prueba en cada página, es condenado a muerte, es víctima de un complot, decide escapar, muere, resucita, experimenta aún más vacío… Y finalmente, cuando encuentra por fin su respuesta vital, se evapora. Y todo vuelve a empezar.

Y ahora, después de haber vomitado las letras que hoy forman parte de esta obra, que están elegantemente encoladas y expuestas en ese librito que está ahí a la venta, ahora soy yo el que siente en carne propia esa sensación de vacío, esa misma sensación a la que sometí a los personajes de cada relato. Y pienso: al final, los muy cabrones de mis personajes se salieron con la suya y consiguieron vengarse...

Pero igualmente soy de los que piensa que cuando algo muere, algo vuelve a nacer. Hoy, jueves 9 de julio de 2009, una parte de mí muere con la presentación de este libro, de este libro reloj o libro salchichón. Pero esa parte de mí que muere, también está naciendo. Estas gotas que están evaporando en esta presentación, muy pronto precipitarán y serán recibidas nuevamente por la tierra, por esta tierra. Y de esta manera, yo también, al igual que todos los que estamos aquí presentes, yo también volveré a nacer.

Para terminar, quiero agradecer a muchas, a muchísimas personas que, en mayor o menor medida, me dieron una gran mano para que este libro sea una realidad. Varias de esas personas están hoy en esta sala, otras se encuentran bastante lejos de aquí. Agradezco muy especialmente a José Ignacio García Martín, que desde el inicio se ha implicado tanto en la lectura del manuscrito, como en la corrección y en la primera presentación. A Patricia Capdevila, aquí a mi lado, por ceder su simpatía y su entendimiento para presentarme esta tarde. A la editorial Hijos del Hule, por darme la posibilidad de publicarlo y de inaugurar la colección Alambique. A Karina González por la paciencia y por la foto que aparece en la solapa. Y a David Padrosa, el diseñador de la portada, por haber sabido interpretar a la perfección el concepto de la obra, y haber traducido en gotas blancas y en gotas rojas lo que cierto día –con varias cervezas de por medio– le había explicado en un garito del barrio Gótico. Sin todos ellos, difícilmente este libro y esta presentación habrían sido posibles.

Y hasta aquí llegan mis palabras. Sólo deseo que el reloj que hoy estamos presentando aún conserve la hora exacta. Y que, durante mucho tiempo, el salchichón no supere su fecha de caducidad. Muchas gracias.

jueves, 30 de julio de 2009

Mi amigo Keith



Hace un par de semanas acudí a un concierto de jazz, en el que actuaba mi admirado Keith Jarrett. Era la primera vez que iba a ver en directo a este dios del piano y que tantas noches de whisky me había acompañado mientras lo escuchaba adormecido en el frío de mi habitación. Acompañado de Jack de Johnette y Gary Peacock, el concierto navegó por las notas y el virtuosismo innato de estos tres enormes músicos. Pero los tipos, al ser conscientes de lo grandes que son, no le pusieron ni una pizca así de sentimiento. Nada de alma, nada de espíritu. Sólo cumplir horario y marcharse. Seguir el guión, cerrar la tapa del piano y de vuelta pa' casa. Algo defraudado por ver que lo que solía escuchar en mi CD era mejor de lo que estaba presenciando en vivo, me dije "al menos me quiero llevar un souvenir". Entonces saqué mi cámara y comencé a hacerles fotos a los músicos. Debido a a mi cercanía con el escenario (estaba en un sitio que me había costado, dolorosamente, 70 euros), el señor Jarrett llegó a levantar la cabeza del mar de teclas y pudo ver que le estaba tomando varias instantáneas. Automáticamente paró de tocar, se levantó de la butaca y, él y sus dos compañeros, se retiraron de la escena. Segundos después, una voz por megafonía advertía que si el público seguía tomando fotos (o sea, se referían solamente a mí), los músicos no volverían al escenario. De inmediato varios espectadores comenzaron a reprobarme y a insultarme (sí, el público de jazz también sabe insultar). Yo me quedé empequeñecido, no sabía cómo esconderme en mi butaca de 70 euros. Quince minutos después los músicos reaparecieron. El señor Jarrett, se sabe en el ambientillo, es un acérrimo defensor de su imagen personal, y salvo contadas ocasiones, se niega rotundamente a ser fotografiado. Con mala (malísima) gana, continuaron con su repertorio de standards. Su ánimo no volvería a recuperarse. Y si antes del incidente el concierto carecía de alma, lo que vino después fue realmente una cagada.

Salí del Auditorio de Barcelona totalmente decepcionado y avergonzado, con las manos en los bolsillos. Entonces me puse a pensar "¿Quién mierda te crees que eres, Keith Jarrett? Claaaro, porque tocas jazz, porque te llamas Keith, te apellidas Jarrett, naciste en Pennsylvania, eres blanquito y con cara de protestante y anglosajón, porque vienes de los eeuu y, por antonomasia, todo el mundo te ve de una manera un pelín superior al resto? ¿Quién mierda te crees que eres, puto Keith Jarrett? Si te llamaras Zhong Lee, o Anastasi Ngomo o Juan Carlos Giarretti; si tocaras el bongó, las maracas o el mhorin khun (una guitarra mongola de una sola cuerda); si hubieses nacido en Nairobi, en las afueras de Lima o en una isla de Madagascar; o si tuvieras un aspecto aindiado, pelos mota u ojos rasgados; si algunas de esas posibilidades sucedieran... ¿te crees que podrías tener la libertad de actuar como actuaste? Pero claro, te llamas Keith, te apellidas Jarrett y eres anglosajón. ¿Eso te da superioridad? Y que sepas que mi dignidad cuesta más de 70 euros."

Todo eso pensé desde que salí del concierto hasta que llegué a casa. Allí me esperaba mi whisky y el frío de la habitación. Llegué, me acosté en la cama, encendí mi cámara y miré las fotos, esta vez con una mezcla de alivio y venganza. Y para rematarla, fui a mis discos y puse a todo volumen unos tangos de Julio Sosa. Y me dormí.


(El incidente del concierto se detalla en el final de este artículo aparecido en El Periódico de Catalunya).

miércoles, 22 de julio de 2009

Un cuento: Tres pétalos cayeron




Y de repente, un aire brusco entreabrió el ventanal. Todas las hojas secas que yacían en aquel balcón de la calle Hospital invadieron el interior del salón en un voraz torbellino. Desde el tocadiscos emergió un torrente de notas agudas que hizo temblar la púa sobre el vinilo. Las paredes aún conservaban viejos cuadros con fotografías de personas que ya nadie recuerda, en donde hombres de gruesos bigotes eran flanqueados por mujeres con ojos vacíos. Detrás, el papel pintado se resistía a caer, amenazado por enormes manchas de humedad. Y sobre el aparador, varios portarretratos –con gente más joven y sonriente que aquella que colgaban de la pared– descansaban entre medio del polvo: imágenes de niños sobre la hierba, de adolescentes felices, de padres con bebés en brazos. Esas sí eran a color. Los sones de Nessun Dorma, en tanto, salían del tocadiscos y dibujaban orlas sinuosas entre las motas de polvo, como resistiéndose a salir por la ventana entreabierta. Las motas giraban en ínfimos remolinos junto a un portarretratos apartado del resto, tumbado hacia abajo y cubierto de gruesas capas de hollín. De súbito, unas manos huesudas y resecas lo levantaron. Se vio la imagen en sepia de una joven de cabellos ondulados que presionaba un par de rosas a su pecho y, detrás, un jardín poblado de flores. La joven sonreía, mucho sonreía, mientras varios pétalos se desprendían de una de las rosas. El fotógrafo había capturado la imagen justo cuando tres de los pétalos se alineaban en el aire, casi en línea recta, como si fuesen puntos suspensivos. Las manos que sostenían el portarretratos empezaron a temblar. Con timidez, lo dejaron nuevamente sobre el aparador.
“Las rosas, cómo te gustaban las rosas”.
Las manos eran de Aurelio, el abuelo del sexto segunda. Aurelio se pasó las palmas por el pantalón raído para quitarse el polvo, al tiempo que lanzaba una mirada de hartazgo a sus arrugas. Se dio vuelta con lentitud, como el girar del tocadiscos, y fue hacia el ventanal para cerrarlo. Hizo fuerza, pero el viento era más enérgico que sus huesos. Echó una mirada a la polea adherida a la verja del balcón. Allí, de una soga, colgaba una canasta con comida. Era la compra que algún empleado del supermercado le dejaba a pie de calle semana tras semana, y él izaba a duras penas, con sus músculos casi atrofiados. Sin embargo hacía meses que Aurelio no salía siquiera al balcón. De la canasta emanaba un olor nauseabundo, y montones de moscas revoloteaban sobre lo que parecía ser una bolsa con carne. De repente, una súbita punzada le aguijoneó la nuca y lo empujó a asomarse al exterior, después de tanto tiempo. Sacó la cabeza con timidez y tragó aire. El hedor del balcón encontró resistencia en los pelos de su nariz. Sintió un mareo, se cogió del marco de la ventana, tosió durante minutos, los ojos enrojecieron. Acercó la mano a su pecho y permaneció de pie. Los engranajes de su organismo, oxidados y trémulos, se detuvieron durante unos segundos hasta que los dientes volvieron a encastrar, no sin dificultad, y decidieron seguir girando un poco más, con ritmo cansino. Por fin Aurelio se atrevió a cruzar el ventanal y salir al balcón. Se asomó al abismo. Las seis plantas que lo separaban de la acera le parecieron mucho más altas que aquella última vez que se había atrevido a mirar hacia abajo, varios meses atrás. Echó un vistazo hacia la derecha, allí donde nacía la Rambla del Raval. “¿Qué es todo aquello?”, se preguntó. Los edificios descascarados de enfrente comenzaron a girar de forma frenética, las ventanas vecinas se multiplicaron, el aire se envició aún más. Aurelio sintió ahogo y se sujetó nuevamente al marco de la puerta. Un humor fétido llegó desde la canasta. A pesar de ello, impactado por los rayos de sol, por el viento frío y el ruido callejero, fue invadido por montones de remembranzas que creía aniquiladas: evocó el aroma de un parque que hoy ya no existe, escalones de mármol calcinados por el sol, un jardín con la hierba recién cortada, y unas tímidas arrugas que nacían en la base de unos párpados, los de la joven del portarretratos. Aurelio se sintió ligero, como flotando. Cerró los ojos y sonrió. Los músculos de la cara le dolieron, la piel se estiró, el maxilar crujió. Inspiró aire nuevamente, esta vez los pelos de su nariz se relajaron y dejaron pasar más de esa atmósfera infecta. Abrió los ojos y su rostro volvió al gesto seco de antes. Lentamente, como el rodar del tocadiscos, Aurelio regresó al salón. Allí advirtió el contraste de los aromas que flotaban el ambiente; fuera, la repugnancia de la carne podrida agitada por los gusanos y las moscas, que bailoteaban bajo la bolsa del supermercado; dentro, el tufo encapsulado de polvo, ropa vieja, muebles carcomidos y paredes enmohecidas; y en su mente, aún ondulaban los efluvios adolescentes nacidos de la base de aquellos párpados. Aurelio sacudió la cabeza y caminó hacia el aparador. Echó otra mirada a la joven del portarretratos. Más abajo yacía el viejo teléfono negro que hacía meses no sonaba. Sus ojos dibujaron un paneo por el salón para otear todo lo que le rodeaba: el escritorio, la tinta seca, las cartas que no conseguía acabar, las capas de polvo, la puerta oxidada, el grifo goteando, el suelo gastado, los trozos de techo en el suelo. Y el disco, que se detuvo en el momento exacto. Aurelio oteaba. El tocadiscos. El portarretratos. El jardín florido. Las moscas. Las hojas secas. El ventanal.
“Basta. Me largo”.
Con parsimonia, como contando sus pasos, Aurelio se dirigió hacia la puerta. Antaño, cuando aún conservaba fuerzas para bajar la escalera y dar un paseo, siempre cumplía con la misma rutina: coger las llaves, el bastón, la boina, abrigarse con su sobretodo gris y, antes de abrir la puerta oxidada, mirarse durante un par de segundos al espejo. Aurelio contempló las llaves, el bastón y la boina, rodeados de gordas capas de polvo. Contempló el sobretodo que colgaba del perchero. Se contempló a sí mismo ante el espejo agrietado. Intentó recorrer todas las arrugas que poblaban su cara, notó sus gafas rotas aún más rotas y se tocó el mentón salido hacia fuera. Acercó su mano a la imagen que le devolvía el cristal y ensayó una expresión de asco, de hartazgo, de desprecio a sí mismo. Giró el pomo de la puerta y, como contando sus pasos, salió por fin del piso. Sin llaves, sin bastón, sin boina, sin sobretodo.
El retumbar de la puerta que se cerró tras sus espaldas permaneció durante varios segundos en el hueco de la escalera. Aurelio miró hacia abajo. Eso sí lo recordaba, eran ciento veinticuatro escalones. Lo que no recordaba era la última vez que los había bajado, ni siquiera cómo era el vestíbulo de aquel edificio. ¿Tenía vecinos? “Seguramente me imaginan enterrado en Montjuic”. Con pulso trémulo se acomodó el jersey que hacía semanas no se quitaba, se palpó el pantalón raído y notó que en el bolsillo conservaba una moneda de un euro. Tragó saliva, se cogió de la barandilla y se situó al borde del primer escalón. Como un bebé ante su primer paso, dudó. Las rodillas le temblaron, y sospechó que sus huesos casi centenarios no iban a soportar el peso de aquel cuerpo macilento. Se asió aún más fuerte de la barandilla y posó –o, mejor dicho, dejó caer– el pie derecho en el primer escalón. Hizo lo mismo con el pie izquierdo. Respiró profundo. Vamos, quedan ciento veintitrés. Los pelos de la nariz se abrieron de par en par. Repitió el movimiento. Pie derecho, pie izquierdo. “Sí, así”. Derecho. Izquierdo. Derecho. De pronto, un calambre. Aurelio notó que sus rodillas temblaban como flanes. Sus pies estaban situados en escalones diferentes. Empezó a respirar con agitación. Sudó. “No puedo acabar aquí, a dos palmos de casa”. Cerró los ojos e intentó serenarse. Inspiró un largo hilo de aire y bajó los hombros. Erguido de esa manera extraña, su nariz volvió a sentirse envuelta en una fiesta de esencias, vahos a cabello mojado, aromas que nacían de unos hombros quemándose al sol entre risas, pétalos volantes y dientes bellos como pétalos, olores que penetraban sus sentidos, acariciaban su conciencia y sobrevolaban cada uno de sus alvéolos hasta que, por fin, regresaban al exterior hechos seda, o arco iris, o todo a la vez. Aurelio abrió los ojos. Aún sentía el dolor en la rodilla, pero igualmente bajó el pie izquierdo hasta reunirlo con el derecho. Se envalentó y aumentó la velocidad. Sintió que nada lo detenía, ni los temblores del cuerpo, ni el mareo. Continuó bajando peldaño a peldaño. Perdió el sentido de la ubicación, ya no sabía dónde acababa la escalera. En el segundo o tercer rellano una puerta se abrió. Aurelio enfocó la vista todo lo que le permitían sus gafas cuarteadas. Distinguió unas botas negras, y muy raras. Unos pantalones, también negros, hechos de un material que brillaba y se adhería a la piel, como si ese material fuese la propia piel. La camiseta a tono, con extrañas inscripciones que no pudo comprender. Y más arriba, la expresión de una joven con montones de metales que le colgaban por todo el rostro, en las orejas, en los labios, en la nariz, hasta en la ceja. Aurelio abrió los ojos aún más. Sí, en la ceja había otro de esos metales. Concentró la vista en aquel rostro. No, no parecía una mujer. Tenía pelo largo, pero también barba. Se espantó y buscó la barandilla para asirse. En ese momento, la voz del individuo interrumpió sus conjeturas:
–¿Abuelo, se siente bien?
Aurelio permaneció en silencio. Continuó inspeccionándolo con la poca vista que le quedaba. El joven insistió:
–¿Vive en este edificio? Jamás lo había visto por aquí.
Aurelio callaba.
–¿Lo ayudo a subir?
El joven atinó a agarrarle un brazo. Movió la cabeza, y los pendientes y demás collares que le colgaban emitieron un tintineo estridente. Aurelio se asustó y lanzó un grito. Más que un grito fue un rugido grave, como un estertor doloroso. El joven dio un paso hacia atrás y le espetó una mirada de desprecio.
–Bah, apáñese solo. Y a ver si se ducha, que hace un olor que apesta.
El joven desapareció entre los ángulos de ese espiral de cemento. Aurelio aún se sentía aturdido, hacía meses que no veía tan de cerca a otra persona que no fuera él mismo tras las rajaduras del espejo. Todo volvió a girar a su alrededor. Buscó con desesperación la barandilla. Recordó la técnica para aplacar el mareo que tan bien le había funcionado un par de pisos arriba. Abrió los agujeros de la nariz, dejó pasar bastante más aire que las otras veces y, de manera automática, como deseándolo casi, Aurelio penetró en otro mar de evocaciones: el mismo jardín florido de antes, el mismo día de sol, y sus labios vírgenes que sobrevolaban los rizos de la joven de los pétalos, de pronto una comisura, dos bocas que se abrían, allí dentro las lenguas bailaban una danza caliente, primaveral, los dientes mordían, con timidez al principio y frenesí luego, una de las lenguas entraba y salía, la otra esperaba acurrucada en el fondo, después las bocas se separaron por unos segundos y un Aurelio adolescente observó un rostro que no era real, no, era de otro mundo, delante de él dos ojos vibraban, Aurelio volvió a la carga para recibir más de esos besos, besos narcóticos, la joven se apartó, dejó al descubierto la línea que nacía de sus pechos firmes y envueltos en aquel vestido con rosas estampadas, agitada cogió la mano de Aurelio, quería llevarlo a otro sitio, ¿más paradisíaco aún?, allí delante había otro rosal, todo verde alrededor y en el medio el rosal, que eyectaba un carnaval de aromas, “quisiera tomar otra foto” pensó él, igualmente se dejó llevar, qué mano suave, la joven tiraba de él, él cogía su mano y flotaba, pero la mano de ella se tornó fría, como de metal, giraba para un lado y para otro, Aurelio abrió los ojos y vio que estaba cogiendo el pomo de la puerta de calle. De súbito advirtió que había llegado a ese vestíbulo que hacía meses no pisaba. Inspiró y exhaló una decena de veces para disipar aquellas emociones. Se pasó la mano por la frente. Chasqueó la lengua. Giró el pomo, y con una fuerza desmedida para su estado, tiró. Tiró fuerte con su mano derecha. Sintió que los músculos se desgarraban. Pero Aurelio continuó tirando de aquel pomo, que ya no estaba tan frío como antes. Unos rayos de sol se colaron y le pincharon las mejillas. Por algún motivo que no comprendió, ese repentino calor le dio una pequeña oleada de vitalidad. Dio un paso. Otro. Y otro. Sus pies se arrastraron sobre la acera que seis pisos más arriba parecía una alfombra sucia. De pronto, volvió a sentir tras sus espaldas un temblor seco. El ruido se acopló a sus latidos casi mudos. La puerta de salida se había cerrado.


Una mujer ataviada en un velo azul caminaba rápido por la acera estrecha, con su bebé en brazos y un niño que la seguía detrás. Agitada, movió la cabeza para que el velo no le entorpeciera la vista. Soltó unas palabras indescifrables al pequeño, que más atrás se entretenía mirando un escaparate de Todo a Cien. La mujer repitió la frase anterior, poblada de jotas suaves y haches aspiradas. Visiblemente agobiada, hacía equilibrio con dos bolsas de supermercado en una mano, mientras que en la otra aguantaba al bebé. La mujer se puso nerviosa y le gritó con más jotas y más haches al niño. Al volver a girarse para seguir su camino, se topó con el pobre Aurelio que permanecía de pie, tambaleante, frente al bordillo de la calle Hospital. La mujer se asustó al ver a aquel viejo en pantuflas, con expresión cavernaria. Le pidió disculpas por el leve empujón, pero Aurelio no respondió. Lo creyó perdido, o sedado. Siguió su camino, aunque no pudo evitar volver la cabeza. Después pasó el niño, que lo miró con temor y escapó como flecha hacia el regazo de su madre. Aurelio permaneció allí durante un rato, ondeando en medio de la acera. Había olvidado lo que era caminar sin bastón. Pero esta vez no sintió mareos, estaba maravillado con la cantidad de aire que podía respirar, no recordaba que el mundo de allí fuera –ahora el de aquí fuera– contuviera tanto oxígeno. Poco a poco su vista fue encontrando un tenue foco. Así comprendió que eso que estaba allí enfrente era un supermercado, que aquello azul que se alejaba era una mujer con un bebé, que aquel bulto que se movía al lado era el niño que había pasado a su lado, que esa masa informe era un perro mordisqueando una bolsa de basura. De pronto, una moto pasó rauda a sólo unos metros de sus narices. El vehículo emitió un bramido espantoso, capaz de desgarrar los tímpanos, y dejó flotando un espeso vaho a gasolina. El viejo sintió que se desplomaba. Buscó con desesperación alguna superficie firme en la cual sostenerse, todo giró otra vez, pero aún más que antes, el asfalto, el cielo, la gasolina, los transeúntes, los pasos anónimos. Su mano derecha dibujó en el aire un aleteo, un estertor de supervivencia. Palpó algo firme, una pared quizás, segundos antes de que su enclenque humanidad se desplomara en la acera. Suspiró aliviado. Arqueó la espalda y sus vértebras filosas se vieron aún más filosas. Jadeó. Jadeó y jadeó y de su garganta brotó un hálito caliente, mientras la saliva empezaba a burbujear. El supermercado, el velo azul, el niño, el perro, todo se emborronó y se tornó humo, un humo rosado, del que salieron corriendo dos adolescentes, sí, otra vez en el jardín de aquel día ancestral, los jóvenes reían mientras corrían, las bocas se abrían, las lenguas sudaban, los brazos se multiplicaban, las caricias de él se atrevían a traspasar barreras infranqueables un rato antes, la mano exploraba los recovecos del vestido con rosas estampadas, mientras las otras rosas, las del jardín, eyectaban un aroma capaz de adormecer a una ciudad entera, de pronto el viento sopló y los pétalos trazaron curvas en el cielo, las lenguas eran pétalos envueltos en saliva caliente, los adolescentes cayeron sobre la hierba humedecida, el joven se mordió la lengua. Ay. Aurelio abrió los ojos. Tenía frente a sí su brazo apoyado en la pared, esa piel poblada de arrugas y marcas de soriasis. A pesar de sentirse extremadamente agotado, un fuego interior lo impulsaba a seguir. Empezó a andar, paso a paso, hacia la Rambla del Raval. Recordó aquellas tardes en el mismo banco, su banco, hace ya varios años. Solía sentarse allí para contemplar el final de cada jornada, el sol que desaparecía tras los viejos edificios de hormigón, las palomas que poco a poco abandonaban la explanada para volver a sus nidos. Épocas en las que recibía visitas con frecuencia, el teléfono negro sonaba y los vecinos lo reconocían. Incluso algunos le picaban la puerta para preguntarle si necesitaba algo, pobre viejo aquel, viudo y encima viviendo en un sexto sin ascensor. Aurelio siguió caminando, cada vez con mayor lentitud. La más tenue ventisca amenazaba con voltearlo, su estabilidad era cuestión de suerte y de su propio tesón. Pero él aguantaba, arrastrando los pies y con los brazos en cruz. A su alrededor pasaban perros, niños, vendedores de cerveza, hombres con túnicas blancas. Todos parecían ignorarle. Él andaba, flotaba, tan ligero como las plumas que se desprendían de las palomas que levantaban el vuelo. Ya no se sentía raro ante esos estímulos que hacía años no experimentaba, tanto aire suelto, nubes, gritos, vahos a gasolina. Las carnes flácidas bajo el mentón flamearon con suavidad, acariciadas por el viento que subía de la avenida Drassanes. Aurelio giró levemente la vista. Allí estaba, su antiguo banco. Rodeado de latas vacías de cerveza y excremento de paloma, aún podía distinguirlo del resto de bancos, detrás de un edificio negro que no recordaba. Con lentitud, como el tocadiscos que había abandonado allí arriba, Aurelio depositó su escualidez sobre la madera. Se sentó y sonrió por tercera vez en el día. Lo había conseguido: ser partícipe de otra tarde que se acaba, de la partida de las palomas a sus nidos, del aire otoñal penetrando los pelos de su nariz. Empezó a tararear los sones de Nessun Dorma que su sordera ya no le permitía disfrutar pero que, quizás por inercia, igual se obstinaba en reproducir en su tocadiscos de toda la vida, día tras día desde hacía años. Aurelio cerró los ojos y se adormeció. El sol se desdibujaba tras las penumbras de la tarde. La Rambla empezaba a vaciarse. Y de repente, despertó. Su nariz captó un efluvio conocido, demasiado conocido, proveniente de un lugar que no supo distinguir. Sus sentidos estuvieron a punto de transportarlo otra vez al jardín del portarretratos, a ese día del beso, al único recuerdo que conservaba en su memoria. Movió la cabeza para detectar el origen de la fragancia. Una voz desconocida y monocorde le habló.
–¿Rosa, amigo? Un euro. Un euro, amigo.
Aurelio abrió los ojos, vio las rajaduras de sus gafas, y detrás, el rostro de un hombre de tupida barba, con un sombrero de colores estridentes y un enorme ramo de rosas rojas en la mano. El hombre sonreía. El anciano volvió a escuchar:
–Un euro, amigo. Un euro.

El aroma de las flores era increíblemente intenso. Aurelio no resistió. Su conciencia le tocó el hombro para recordarle que, en el bolsillo, aún conservaba la moneda. Rascó el fondo de la tela. Con pulso trémulo extrajo el euro y se lo dio al vendedor, que le extendió la flor con un gran gesto de satisfacción. Aurelio se apresuró en acercar la flor a su nariz y aspirarla con deleite, con un deseo casi irrefrenable. La apretó a su pecho y entornó los párpados. El vendedor lo miró con melancolía durante unos segundos, con media sonrisa en su rostro, y se alejó.
Aurelio se encorvó, mientras la fragancia de la rosa entraba sin pedir permiso por los pelos de su nariz. Sintió un profundo cansancio y, por fin, se durmió. Un viento gélido comenzó a soplar. Tres pétalos cayeron y dibujaron una línea recta en el aire por una fracción de segundo. El sol se escondió tras los edificios de hormigón. Las palomas volvieron a sus nidos. Y a un par de metros, unas hojas secas levantaron el vuelo para perderse por las calles transversales de la rambla que, a esa hora, ya se había vaciado por completo.