martes, 24 de marzo de 2009

Putas

"Si Dios le dio un clítoris a la mujer es porque Dios quiere que las mujeres tengan orgasmos". PILAR

"Cuando hago el amor no pienso. El antiorgasmo es pensar". MAYRA

"El orgasmo es empezar y terminar algo". MARTHA

"Las mujeres le tienen miedo a la puta que llevan dentro. ¿Y quién es la puta? La que le gusta que se la metan, a la que le gusta que la posean, a la que le gusta poseer". LORE

"Yo le doy gracias a Dios por haberme infectado de VIH. Me ha traído cosas muy buenas. Yo he podido tener orgasmos gracias al VIH". MARI

(Comentarios recogidos en alguna sucia callejuela de México DF, o a la salida del Liceu de Barcelona, o frente al Café di Fiore de París, o en una cena de gala en Chicago, o frente a la Chiesa della Annunciazione de Milán).

miércoles, 18 de marzo de 2009

Veinte estúpidas maneras de perder el tiempo

1. Intentar recordar el sueño de la última noche. Si el sueño no vuelve a nosotros, es que no vale la pena recordarlo.
2. Rezar.
3. Besar mirando a los ojos (o lo que es lo mismo: no besar con los ojos cerrados).
4. Mirar un día de sol a través de un espejo.
5. Matar el tiempo matando gente.
6. Añorar.
7. Arrepentirse.
8. Hablar sobre sexo. El sexo no se creó para que se hable sobre él.
9. Escribir cartas de amor y esconderlas en un cofre. En ese caso, quemar el cofre: es como si las cartas se hubiesen enviado.
10. Corregir varias veces un poema. Si a la tercera vez crees que tienes que volver a corregirlo, es que ese poema no sirve. Destrúyelo.
11. Suicidarse arrojándose desde un edificio. El tiempo que transcurre desde que saltas hasta que tocas el suelo es absolutamente inútil. Mejor, una bala en la sien.
12. Intentar comprender el mundo leyendo a Nietzche. Nietzche no quiso hallar la respuesta al mundo con su obra, simplemente buscó jodernos la vida.
13. Dejar mensajes en el contestador (ésta es, particularmente, la forma más estúpida de perder el tiempo).
14. Mirar cine mudo siendo ciego.
15. Comenzar algo importante un domingo por la tarde.
16. Hacer cualquier cosa un domingo por la tarde.
17. Tener la idea de que perder el tiempo es algo improductivo, cuando lo improductivo es perder el tiempo pensando que se pierde el tiempo.
18. Desandar camino.
19. Escribir un estúpido listado como éste.
20. Leer un estúpido listado como éste.

lunes, 16 de marzo de 2009

Examen de Historia



“La llamada crisis del siglo XIV sumió a la sociedad europea en una crisis de la que hubo de esperar siglos para recuperarse. La población descendió a causa de la peste negra a niveles nunca antes vistos, la economía quedó enormemente dañada y no puedes hacerme esto, Mario, quiero estar contigo, no puedes dejarme, ya mi vida no tiene sentido sin ti, en ese momento la Iglesia Católica instó a sus fieles a que se sumara a las filas armadas para comenzar con la campaña que denominaron Cruzadas, y miles de personas es que no lo entiendes Mario, te amo, mi corazón late gracias a ti, no soy nada, no existo, no sirvo, cuando los Cruzados llegaron a Tierra Santa, jamás supusieron que iban a encontrarse con tal férrea resistencia de parte de las fuerzas de Mario, vuelve, por favor, te necesito, de verdad…”

jueves, 12 de marzo de 2009

Un cuento: Quiero tener tu mano


-Qué bueno, toda la casa para mí.
Alberto dejó caer la púa en el primer surco, orgulloso por el sistema neumático que la hacía bajar de esa forma tan suave. Era un placer verla bajar. Se escuchó un “pic”, un ruido como de papel de regalo arrugándose, unos arpegios y Blackbird singing in the dead of night… Alberto se desplomó en el sofá de felpa rojo, apoyó la cabeza en el respaldo y miró hacia el techo. Expulsó un suspiro que lo dejó sin aire. Ahí, en el techo, las manchas de humedad habían sido cubiertas con posters de Dylan, de Pink Floyd y de Los Gatos; las paredes eran propiedad exclusiva de los Fab Four. Alberto frunció la nariz, el olor a pie que brotaba de entre los almohadones del sofá salió disparado hacia su olfato como dardos venenosos. Menos mal que aún tenía algo de incienso. Sobre la puerta de entrada, junto al dibujo en tiza de una enorme flor multicolor, un reloj marcaba las seis y cincuenta de la tarde.
–Qué bárbaro, no lo puedo creer: hoy la casa es toda mía.
Blaaaaackbird fly. –respondió McCartney desde el surco.
Suerte que Luis, su compañero de piso, se había ido a pasar un fin de semana al Tigre con su chica. “Con la del mes de abril”, subrayó. Y, obvio, también con su guitarra. Alberto estuvo toda la semana insistiéndole para que le enseñara, al menos, los acordes de Help o de Nowhere Man, que eran tan fáciles.
–Quedáte tranquilo, Beto, no te hace falta para el sábado. A Martita ya la tenés en el bolsillo.
Él no estaba tan seguro. El miércoles pasado, al salir de la clase de Antropología, había conseguido acumular todo el atrevimiento que le permitió su inseguridad para agarrar del brazo a Marta y girarla hacia él.
–Hola Marta, perdoná… Sabés que…
–Ah, sos vos, Beto. ¿Cómo andás?
La mandíbula de Alberto parecía de gelatina. El giro provocó que del cuello de ella brotara un hechizante perfume a claveles. Alberto dibujó un camino invisible con su mirada, que siguió el recorrido de su pelo negro cayéndole sobre los hombros. Incluso percibió el rayo de luz proveniente del foco que dominaba el aula y que aterrizaba en sus labios carnosos. Los ojos azules de Marta lo interpelaron. Alberto empezó a desesperarse. Vio un cartel en el pizarrón: “26 de abril, examen de Inglés”. Alguien pasó a su lado con una camiseta que decía Abbey Road. Por fin chasqueó la lengua.
–Marta, sabés que… que… me cuesta un montón Inglés. No sé nada para el examen. ¿Podrás venir a casa a darme una mano?
–¿A tu casa? ¿Por qué no quedamos en la cafetería de la facu?
Otra vez la gelatina entre los dientes.
–Porque… porque quería hacerte escuchar el último de los Beatles, me lo compré ayer, sabés.
Sus neuronas descifraron la fórmula perfecta. Se envalentonó.
–Y de paso me ayudás a practicar para el examen. Qué mejor que con Lennon y con McCarney como profes.
La sonrisa de estúpido que Alberto había puesto al escuchar el “Ok, sábado a las siete” de Marta, era más pronunciada que esa que lucía frente al espejo de su piso, mientras la esperaba y se acomodaba los rulos. “Malditos rebeldes, ni con fijador se quedan quietos”. Sea cual sea el tipo de sonrisa, nunca podía evitar mostrar los dientes. El salón aún olía a pie concentrado, pero el humo del incienso –que ascendía danzante junto a la luz roja de la lámpara de lava– estaba a punto de ganar la encarnizada batalla. “Las minas tienen ese sexto sentido –se dijo, aún frente al espejo–. Se dan cuenta enseguida cuando un chabón está caliente con ellas. Actuá con astucia, Beto, con astucia. ¿Entendiste?”.
Fue hacia el tocadiscos. Sobrevoló el dedo índice por su pila de vinilos. Sus dientes volvieron a ver el exterior.
–Qué bárbaro. Hoy la casa es mía, sólo mía. ¿Con qué la recibo? Can’t buy me love. Sí. Buena entrada. Nunca falla.
…you will always waiting for this moment to arise…–replicó McCartney desde el surco.
Blaaaackbird fly… –concluyó Alberto, mientras apoyaba la púa con lentitud sobre el nuevo disco. Justo en ese momento sonó el timbre.

–Hola Beto. Perdoná la tardanza. Espero tener tiempo para explicarte algo para el examen. Mirá que a las nueve tengo que irme.
Alberto iba a responderle antes de invitarla a entrar, pero le tembló la mandíbula y se quedó callado. “Como un pelotudo”, pensó. Nunca la había visto tan hermosa. Le pareció que tenía peinado nuevo. Luis le había dicho más de una vez que a las mujeres les encanta que se lo hagan notar.
–Fuiste a la peluquería.
–No, ¿por qué?
–Mmmno, por nada.
La hizo pasar al salón en el instante preciso en que el incienso se había fagocitado el olor a pie. Se apresuró en enderezar los libros de inglés que había puesto torpemente sobre la mesa frente al sofá, para simular que estaba estudiando. Marta lo miró y le regaló media sonrisa.
–Me engañaste Beto. Íbamos a escuchar Abbey Road y estás con A hard day’s night.
Para ahorrarse de responder, la invitó a sentarse en el sofá rojo. La ayudó a sacarse el abrigo y aprovechó para pasarle la yema de los dedos por los hombros. La púa saltó al siguiente surco.
–Yo creo que la clave del examen serán los phrasals. Podríamos empezar por ahí. ¿Sabés lo que son los phrasals?
En el viaje en colectivo para llegar hasta el piso, Marta se había tomado el trabajo de elegir varias canciones de los Beatles que contuvieran “¿Lo qué?”
Phrasals, Alberto– replicó ella, sospechando que en esa hora y media iba a ser muy difícil que su alumno consiguiera entenderlos–. Son verbos combinados con preposiciones o adverbios, indispensables para tener un inglés fluido. Si a vos también te gustan los Beatles, pensé que escuchar algunas canciones y detectarlos sería la mejor manera para que los recuerdes.
Marta se arrellanó en el sofá y sacó unos papeles de su bolso.
–Veo que tenés todos los discos. Poné Help, vamos a empezar con Yesterday.
Alberto obedeció, sus movimientos se habían vuelto lentos, como la púa, y ahora disfrutaba de esa gelatina entre los dientes. Dientes que se dejaban ver hacia fuera y se secaban a la intemperie. Se levantó hacia el tocadiscos sin poder despegar la vista de ella. Aparentemente Marta estaba hablando, pero él sólo tenía oídos para los ecos de sus pensamientos: “Perfecta, es perfecta. Linda, inteligente y le gustan los Beatles.”
–Che, nene ¿me estás prestado atención?
Advirtió que el olor a incienso empezaba a disiparse. Se apresuró en encender otro. Al lado, la lava de la lámpara se movía inquieta y proyectaba su sombra encima de una cortina naranja que impedía el paso de las luces de afuera. Allí fuera la noche lo había invadido todo. “Pic”: la púa cayó en el momento justo.
Yesterday, all my troubles seemed so far away.
Al volver al sofá, aprovechó para sentarse aún más cerca de ella. Marta olvidó por un rato su papel de profesora y lanzó un gemido que se acopló a la melodía. Permanecieron en silencio hasta que acabó la canción. En el último verso, los tres, Alberto, Marta y Paul, susurraron:
I believe in yesterday…
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, esa improvisada clase de Inglés pasó a convertirse paulatinamente en un pase de canciones a demanda, una detrás de la otra. Because, She Said She Said, Lady Madonna… De vez en cuando, ella señalaba “ahí, ¿escuchaste? Ahí hubo un phrasal”, pero sólo para mantener las formas. Ticket to Ride, Dear Prudence, Eleanor Rigby… Él estaba más preocupado en seguir el movimiento de los labios de ella al tararear que en escuchar la música. Sospechó que era una mirada bastante lasciva y, sonrojado, volvió a repetirse: “Astucia, Beto, astucia”. I Want to Hold Your Hand, Michelle, Strawberry Fields for Ever
Alberto recordó que aún tenía cervezas en la heladera, quizás sobrevivientes de alguna fiesta: el néctar ideal para humedecer la garganta de Marta, seca de tanto tararear y suspirar. A unos metros, el segundo incienso se extinguía. La lava seguía bajando y subiendo. El tictac martillaba con suavidad. Ya nadie se acordaba de los libros de Inglés.
Marta citó la frase que salía del altavoz.
Hey Jude, don’t make it bad… Me alucina la sutileza de McCartney. Esa dulce sutileza de McCartney. –repitió.
Alberto mostró sus dientes, hasta los premolares casi. Infló el pecho y retrucó:
–¿La sutileza de McCartney? A mí me matan los versos de Lennon: Living is easy with eyes closed, misunderstanding all you see…
–Beto, tenés buena pronunciación en inglés –puntualizó ella con cierta complicidad–. Me parece que vos no necesitás profesora particular.
–Es que aprendo muy rápido.
Cuatro fueron los segundos que se miraron sin decirse absolutamente nada, sin respirar siquiera. Cuatro segundos eternos, uno, dos, tres, cuatro, señalados rigurosamente por el tictac del reloj que, junto a la flor multicolor y de espaldas a Marta, marcaba las nueve y treinta de la noche.
Alberto salió de su trance, saltó del sofá y volvió al tocadiscos.
–Al final se nos pasó la tarde y no puse Abbey Road. No puedo dejarte ir sin que al menos escuches el segundo tema.
Marta dejó caer los brazos, los hombros y empezó a acariciar suavemente la felpa del sofá rojo. Sonrió con ternura al ver la forma en que Alberto empujaba hacia abajo, con evidente nerviosismo, la púa del tocadiscos. No había caído en la cuenta de que ese segundo tema era el que tanto la emocionaba. El tipo de canción que Marta consideraba propio, escrito exclusivamente para ella, el que debía ser la banda sonora de algún momento mágico de su vida.
Alberto regresó a su lado y sonaron los primeros acordes. Unas hormigas de pies de seda atravesaron en una milésima de segundo toda la epidermis de Marta. No pudo evitar cerrar los ojos e hinchar sus pulmones de aire. Something in the way she moves, attracts me like no other lover. Su oreja recibió el cálido aliento que desprendían las palabras de Alberto.
–Aprendo rápido, ¿viste?
Por fin el reloj se detuvo. Los labios se aproximaron hasta casi tocarse.
–Ay, Beto…
–Marta, my dear


Una vez leí por ahí que el paso del tiempo emborrona los recuerdos, los modifica cada vez que se los evoca. No sé si ese momento fue tal cual lo acabo de describir, o forma parte de esas fábulas fundacionales que uno no sabe con certeza si existieron. Qué importa en realidad. Lo cierto es que escuché tantas veces esta historia de boca de mis padres que, la verdad, no estoy seguro si agradecer que estoy acá a la astucia de papá, a la inocencia de mamá, a los versos de Lennon o a esa dulce sutileza de McCartney.

lunes, 2 de marzo de 2009

Sin comentarios


Recibir comentarios en este espacio es como despertarme en la playa de la isla desierta que habito desde hace veintitrés años... todos los amaneceres iguales, hermosos, pero siempre igual de hermosos. Espinosamente hermosos. Despierto, como siempre, con la arena pegada en la cara, ya sin siquiera pensar en que un barco me venga a rescatar, sólo planeando en afilar la punta de mi flecha para cazar algo para el desayuno. Bah, para la cena. Y cuando me incorporo, estiro los músculos y me sacudo la barba para quitar la arena, tropiezo con una botella que dentro lleva un mensaje enrollado. Sorprendido, me alegro de saber que podré tener contacto con algo del mundo exterior, después de tantas décadas. Pero dudo durante minutos. Dudo durante horas. Así pasan los días, las semanas, los meses, pero finalmente no abro la botella ni leo el mensaje. Lo único que me queda en esta isla es la expectativa de que tengo un mensaje por leer proveniente del mundo exterior. La expectativa es, ciertamente, más importante que el mensaje mismo...

¿Leeré los comentarios recibidos en este post? ¿O preferiré quedarme con esa intriga que me hace latir más fuerte el corazón?