miércoles, 18 de noviembre de 2009

Historias de gente normal / 1
Mi gusano



Rosa en mano, el hombre de gris bajó con paso lento las escaleras de la estación Universitat. De forma indiferente esquivó a las personas que caminaban en sentido contrario. Allí abajo, el panel electrónico indicaba cuatro minutos para la llegada del próximo tren. El hombre de gris posó la rosa sobre uno de los bancos, con parsimonia, como si sus movimientos se ensamblaran a la cuenta atrás del panel. En el extremo de aquel banco, un joven con ropas anchas y gorra de béisbol miraba intrigado la escena. El hombre de gris permaneció de espaldas a la vía, a la vez que susurraba algo, una plegaria quizás. Advirtió la atención del adolescente. Se acomodó la corbata y giró levemente la cabeza. Empezó a hablarle con tono monocorde.
–Dentro de tres minutos llega mi antiguo gusano. Era mío, joven, se lo aseguro. De pequeño solía viajar en un veloz gusano que agujeraba la tierra. Todas las mañanas yo venía a esta estación con madre para ir al parvulario. Lo esperaba aquí mismo, en este banco. Cogía siempre el mismo vagón, el del medio. Y para no molestarlo caminaba en puntillas de pie, para no hacerle cosquillas en el estómago. Mi gusano era un gusano bueno, él acogía a todos en su interior. Según me contaba madre, iba con prisas bajo la tierra para que la gente llegara temprano a su destino. Yo al principio sentía celos de que otras personas se subieran a mi gusano, pero después me fui acostumbrando a compartirlo con gente desconocida. Es más, sentía orgullo de que ayudara a los otros. Pero yo sabía que su función primordial era llevarme a mí. Cuando bajábamos con madre en la estación Marina, veía que una de sus luces parpadeaba en señal de saludo. Yo levantaba la mano y le decía hasta mañana.
»Cierta ocasión, madre me había llevado a dar un paseo en gusano para ir al centro, junto a otros niños y otras madres. Yo estaba orgulloso de que mis amiguitos compartieran conmigo un viaje en mi gusano. Antes de abordarlo, me situé frente a ellos y les expliqué: “Ahora les voy a presentar a mi gusano. Es un gusano que agujerea la tierra, que lleva a la gente bajo la ciudad para que llegue temprano. Ese gusano es mi gusano, pero no estoy celoso de que vosotros subáis en él.” Lo que siguió después prefiero no recordarlo, pero es el motivo por el cual me encuentro aquí. Todos, los niños más grandes, los pequeños, las otras madres, todos empezaron a reírse, todos me señalaban con el dedo a carcajada limpia. Algunos niños me decían “tonto” y las otras madres “qué inocente”. Incluso madre insinuó una sonrisa. Yo quería irme de allí, contuve las lágrimas y cerré los ojos para no ver esas expresiones de burla que hoy, cuarenta años después, aún siguen pinchándome el corazón. Mi gusano llegó un minuto después. Allí dentro, mientras los niños seguían partiéndose de risa dentro del estómago de mi amigo de metal, yo escondía la cabeza bajo la chaqueta de madre, en puntillas de pie, pensando que ya nunca volvería a mirar a mi gusano como solía hacerlo… –El hombre volvió la mirada a su flor–. Y aquí dejo la rosa hoy, en memoria de la inocencia de la que alguna vez fui dueño y que hace cuatro décadas perdí para siempre. Adiós, joven, buenas tardes.
El hombre de gris se giró y desapareció de golpe entre la muchedumbre. El joven permaneció durante algunos segundos observando la rosa sobre el banco, con gesto lúgubre, hasta que la llegada de un nuevo tren lo devolvió de su rapto. Lentamente se levantó y entró al vagón del medio. Lentamente, muy lentamente, y en puntillas de pie.

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