sábado, 14 de febrero de 2009

Bar La Zafra



Sancho Musafi sentó su pesado cuerpo sobre la madera crujiente de la silla, en aquel bar de la calle Cartagena que sólo había pisado un par de veces. Era una mesa para cuatro, pero el bar estaba casi vacío, así que ningún camarero molesto vendría a convencerlo para que cambie de sitio. Además, ese estar a sus anchas era una ventaja para su trasero de diámetro ecuatorial. Mientras pedía un brandy, vio que en el extremo de la mesa descansaba un montículo de servilletas de papel, apelmazadas, hechas una bola. Pensó de pedirle al hombre del bar que limpiara la mesa, así él podría sentirse aún más a sus anchas. No se había dado cuenta de que no estaba limpia, poco a poco fue percibiendo las migas de madalena del cliente (o clientes) anterior (o anteriores), manchas de café, y unas letras grafiadas como con prisas en las servilletas cuyo destino debía ser la papelera. La curiosidad pudo más que su asco. Antes que viniera el camarero, Sancho se apresuró en abrir esos papelitos y se dispuso a leerlos con el mismo interés que cualquier sexagenaria leería la revista Pronto...
"A los cuatro meses de nacer, te caíste del carrito y te quedó esa cicatriz que aún hoy conservas..."; "El día de tu graduación fue lo más frustrante que te tocó vivir, porque viste cómo tu adorada Mariángeles, tu secreto amor, era besada por el rubio ese que siempre odiaste..."; "Menos mal que esa tarde de 1997 ganaste cinco mil euros en la raspadita, y en el momento justo, porque si no las deudas te hubieran arruinado por completo. Ese día volviste a creer en Dios..."; "Ya decidiste no intentar otra de esas horribles dietas de las revistas para mujeres. Ahora estás pensando volver al gimnasio. ¿Pero quién te despierta a las 8 y media?..."; "A ver si te dejas de hostias y sales un poco más los sábados a conocer gente, en lugar de pasarte la noche mirando páginas guarras..."

El dueño del bar volvió del lavabo, esas alubias le habían caído fatal. El bar seguía tan vacío como antes, o incluso más. En la mesa donde estaba ese cabizbajo obeso -que nunca había visto por allí- el brandy se había derramado y goteaba en el suelo, la copa rota, la silla tirada en el suelo, una chaqueta ancha como una carpa tirada también por allí, manchada también de brandy, la puerta del bar abierta que dejaba pasar el gélido viento de enero, y unas servilletas sucias que volaban desparramadas por los rincones de ese triste bar que, debido a la poca venta, seguramente cerraría en un par de meses.

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