lunes, 22 de diciembre de 2008

Mi perro


¿Por qué justo en este momento de mi vida me nace la necesidad de querer tener un perro? ¿Estaré necesitando desviar ciertas emociones hacia cualquier desgraciada mascota, emociones que no puedo depositar en otras cosas que me faltan? Léase novia, esposa, hijo, hija… No tengo dinero suficiente ni espacio en esta sucia buhardilla londinense. Debería cancelar muchos de mis pasatiempos para prodigarle atención al nuevo habitante de la familia, una familia de dos, él y yo. Tendría que llevarlo al Hyde Park para que retoce, darle las vacunas de rigor, llevarlo a que haga pis y caca, enseñarle que no se debe cagar la alfombra, desparasitarlo, comprarle antipulgas… Tendría que reestructurar bastante mi vida, sólo para tener un peludo sujeto que me rasque la puerta al pedirme salir. Y estar más tiempo en casa, porque se sentiría sólo, todo el tiempo encerrado hasta las diez de la noche, hora que regreso del bar en el que trabajo. Y todo para recibir un par de lengüetazos en la cara, unos ladridos que significan “qué tal, hoy te extrañé” o una pata que empuja un plato de plástico apoyado en el suelo para que sea llenado de comida, comida que, como corresponde a un piso de soltero, no son más que sobras. Me complicaría la vida, no tendré novia pero tendré perro. Fue así que un sábado por la mañana visité la perrera municipal.

A Syd le faltaba una pata, por eso nadie lo elegía. Seguramente habrá visto con pasividad cómo sus compañeros de celda rotaban constantemente, unos eran llevados y otros que venían. Generalmente los rubios y de pelo sedoso eran los primeros en volar. He visto cómo un cocker marrón fue dejado allí por un indignado dueño de una perra abusada sexualmente, y en quince minutos otra persona ya lo estaba reclamando para llevárselo a casa. En el otro lado de la jaula, otros perros tenían una etiqueta colgada del cogote. Como los coches, estaban reservados. En el medio de la vorágine canina, de patas que iban y venían, ladridos, pelos que volaban, Syd permanecía allí, impertérrito, viendo a sus compañeros que eran reemplazados por otros. Menos él. Debe ser el más viejo de esa celda, pensé. Confieso que me costó elegir, todos los perros estaban en su mundo, algunos comían, otros robaban la comida al vecino, nadie estaba quieto, ninguno me miraba. Salvo Syd. Sentado en sus patas traseras, apoyando su pata derecha y con el muñón izquierdo colgando, Syd fue el único que me miró. Y movió la cola. Creo que en un momento le llamó la atención los dibujos de mi camiseta, una camiseta con un enorme ojo que decía Pink Floyd. Pasé delante de él, como quien no quiere la cosa, más atento en una fox terrier de pelo blanco con manchitas negras. Syd levantó el hocico y empezó a respirar con más fuerza para llamar mi atención. Al rato, sacó la lengua y se paró en sus patas traseras. Me acerqué a él, le acaricié el hocico. Sentí que me sonreía. Nos miramos un rato largo, él movía la cola con más fuerza que nunca y empezaba a dar saltos. Yo le acaricié la frente y le sonreí. Si hubiese podido, estoy seguro de que Syd me hubiese abrazado. Al rato, la empleada se acercó para preguntarme si me había decidido.

Syd se llamó Syd sólo durante el tiempo que permanecí en la perrera, aproximadamente una media hora. Mientras tanto, hoy soy feliz con el precioso labrador que al final terminé eligiendo, un fino ejemplar que dormía justo al lado de Syd. Qué coño me iba a traer yo un perro con tres patas… ¿acaso tengo cara de Madre Teresa?

1 comentario:

SOLE dijo...

Ma fascino dia a dia con tus obras de arte literario...
Cada bolg es un mundo literario nuevo.. atrapante....
Te mando besos
Sole