miércoles, 3 de diciembre de 2008

Un cuento: Y finalmente bajó la mano, se arrodilló y lloró

A Zanetti aún le temblaban las piernas por lo que acababa de hacer. Castillo volvió a ver una tenue luz que se encendía y un humo gris que salía del agujero apenas hecho. Sintió la bala que giraba en sentido contrario, atravesaba una consistencia gelatinosa y salía escupida hacia el exterior. El agujero tenía una circunferencia perfecta, justo en el medio de la frente de Castillo, y se cerró tal como había sido abierto. Escuchó su propio grito de pánico y dio unos pasos hacia delante. Delante estaba Zanetti, apuntando a la cabeza de su jefe y recibiendo en su arma la bala que había sido expulsada por el percutor, por el gatillo antes y por su dedo índice al comienzo de todo.


– Eso de que no hay imposibles, de que todo puede conseguirse en la vida… una mierda –Zanetti escupía sus palabras a unos metros de Castillo, mientras le apuntaba a la frente–. Somos imperfectos por naturaleza, como la naturaleza misma. Sin la imperfección no habría evolución, sin las pequeñas casualidades o los breves errores del tiempo y del espacio, el mundo no sería lo que hoy. Y usted me viene a decir que tenemos que perfeccionarnos a cada rato y escalar, escalar, que siempre mirar hacia arriba, llegar a la cima, esa puta cima… Confieso que en cierto momento me había convencido. Estamos toda la vida esforzándonos para “hacer currículum”, pero... ¿qué mierda significa “hacer currículum”? ¿para qué sirve el currículum, si al final todos moriremos? Claro, la gente no busca un nuevo trabajo para sentirse útil, sino sólo para escribirlo en el apartado Antecedentes Laborales, justo al día siguiente de haber sido fichado; como si en alguna oficina celestial existiese un todopoderoso seleccionador de personal, evaluando y juzgando nuestro desempeño laboral. Como si todo el tiempo debiéramos estar convenciendo a ese tío inalcanzable, seguramente un gordo sudoroso que usa guantes negros de cuero, fuma con boquilla y ríe como los villanos de las teleseries. Usted cree estar fuera de este juego maniqueo, pero ni el hombre más poderoso del mundo puede escapar del sistema. En lo que a mi respecta, maldito hijo de puta, ya estoy harto de este jueguito, pero más harto estoy de usted y de su horrible corbata.

Zanetti tragó saliva y se dispuso a hablar, a pesar de que le temblaba la mandíbula. Detrás de la discusión, un lustrado y brillante skyline se dejaba ver a través de los cristales de la vigésima planta de la torre, un skyline como de cartón, como recién terminado. Zanetti escupía salado cuando hablaba y una vena que atravesaba su sien parecía explotar de un momento a otro. La secretaria, que hacía unos minutos había entrado sin permiso, alarmada por el grito de Castillo, permanecía de pie al lado de la puerta, pálida de miedo pero sin emitir palabra. El puntapié de Zanetti en la muñeca de su jefe fue oportuno, justo antes de que éste pulsara el botón de seguridad. Frases como “harto de tu ninguneo”, “tú sabes de quién es el hallazgo” o “ahí está la puta carpeta amarilla” le dieron la pauta a Castillo, subdirector de Climt & Brodsky, de que todo había sido descubierto. Minutos antes, Zanetti había entrado al despacho de su jefe sin siquiera avisarle a la secretaria, con los ojos que se le salían de las órbitas, mientras Castillo, feliz, contemplaba la ciudad tras los cristales. Quizás festejaba el resultado de la reunión que había mantenido hacía una hora: una maleta poblada de billetes que latía en su caja fuerte.

Semanas atrás, el móvil de Castillo hervía. Llamadas del Comité de Investigación Genética, de colegas, de la comunidad de científicos e incluso una del presidente del Gobierno lo henchían de orgullo. Habían pasado sólo cuatro días de la publicación de su artículo en esa famosa revista científica, y las repercusiones dieron inmediatamente la vuelta al mundo. En poco tiempo un ascenso, placas de honor, un premio de un millón de dólares en efectivo de parte del presidente de la corporación y una membresía de honor del gobierno llevaron a Castillo a la cúspide de su carrera. Estaba agotado de tantas entrevistas. En la última no la pasó del todo bien, ya que fue organizada por un grupo de periodistas científicos y las preguntas fueron demasiado capciosas. Por suerte, la batería de respuestas evasivas que había preparado surtieron efecto. El golpe de gracia fue su anuncio máximo: él mismo sería el primer voluntario en someterse al proceso de rejuvenecimiento y de “vida eterna”, como le gustaba llamarlo. Noticia que generó aún más conmoción en la comunidad científica y que despejó toda duda sobre quién era el autor del proyecto. Siete días con sus noches tardó Castillo en estudiar el caso y preparar el speech pertinente. Aquel séptimo día envió el artículo por correo electrónico y, tras echarse hacia atrás en su butaca, encendió un habano que inmediatamente dibujó un espeso humo en el aire de su despacho.

Otro humo, aunque mucho más negro, invadía el estudio de Zanetti en su piso suburbano, varias calles abajo de aquel edificio espejado. La botella de whisky que rodó desde el escritorio y se hizo trizas sobre la alfombra le recordó que, justamente ahí, bajo la alfombra, escondía la pistola que no pensaba usar jamás. La cogió, la mantuvo entre sus manos como quien alza un bebé, y no supo si el temblor de la mandíbula se debía al miedo, a los dos litros de whisky que acababa de beberse o a los barbitúricos que venía tomando desde hacía semanas, presa de una depresión que lo transformó en un ermitaño hediondo y barbudo. El rojo de sus ojeras se confundía con el fuego de los papeles que estaba quemando, estudios que le llevaron dos años de trabajo, encerrado en ese oscuro salón que vería por última vez en su vida; investigaciones que buscaban la fórmula para obtener por vía artificial lo que Climt & Brodsky conseguía de manera ilegal, aunque natural. Zanetti no soportaba estar trabajando para una empresa con tan pocos escrúpulos, por eso tanto estudio, por eso su honestidad, por eso los barbitúricos. Quemaba y lloraba, presa de un rapto de furia que también lo motivó a eliminar todos los archivos de su ordenador. Su respeto por las jerarquías lo acabaron hundiendo. Sabía que no debía entregarle esa carpeta a Castillo, y que debería haber sido él mismo quien presentara los resultados a la junta directiva. Y justamente a Castillo, el que lo había puesto a cargo de investigaciones de lo más irrelevantes, mientras él sacaba tajada de sus conocimientos. “Y vaya si lo consiguió”, pensaba mientras metía el arma en el bolsillo y salía a la calle.

Durante esos dos años Zanetti perdió cabello, prestigio, amigos y esposa. Desapareció de la escena científica, enfrascado en los inútiles proyectos que le encargaba su jefe. Y al llegar a su piso –convertido en oscuro laboratorio– se entregaba de lleno a su investigación casera y secreta: conseguir por fin la síntesis artificial para evitar tantas muertes. Esa obsesión no hubiese sido posible sin el tubo de ensayo que robó del laboratorio central, lo que le permitió descifrar la fórmula y crear un sustituto artificial a la sustancia que en ese momento se estaba utilizando en la compañía. A las seis de la mañana de aquel jueves, un eufórico Zanetti imprimió la última página del documento, la ubicó al final de esa carpeta amarilla llena de fórmulas, y salió corriendo a su edificio espejado de todos los días. Pero era muy pronto. Cruzó al bar de enfrente, pidió un cortado y, mientras esperaba que sean las ocho, pensó si era conveniente hacer lo que estaba a punto de hacer, o si era mejor ir directamente a la planta veintiuno, la última de la torre. Finalmente decidió ver a su jefe. Castillo lo recibió indiferente, hojeó el dossier, y después de pensar un rato, miró fijo los ojos de Zanetti:
– Déme una semana de tiempo, muy pronto le diré algo. Ahora me doy cuenta de que no se han equivocado al ficharlo. Siempre supe que usted era un tipo inteligente, Zanetti.

La decisión de robar el tubo de ensayo y encontrar la síntesis por su cuenta nació aquel día en que, casi por accidente, bajó al segundo subsuelo del edificio mientras inspeccionaba las instalaciones, en su primer día de trabajo. Allí, tras una columna, Castillo conversaba con un miembro del Comité de Investigación. Zanetti permaneció escondido en la oscuridad del pasillo, unos metros atrás.
– Licenciado, lo he convocado aquí porque aquí sí estaremos seguros. Como me ha sido ordenado, tengo que ponerlo al tanto del proyecto. Estamos en la fase final de una investigación en la cual no solo está en juego nuestro futuro, sino el de toda la nación. Se trata de un método para retrasar el envejecimiento, prolongar la vida hasta los 150 años, conseguir que los pacientes vuelvan a tener el aspecto que lucían en su juventud y, lo que es más importante, que recuperen la vitalidad que tenían a sus 30 años. Un logro que solucionará problemas como la baja en la natalidad y la crisis de las pensiones, ya que el paciente podrá trabajar hasta los 110 años –tragó saliva, se acomodó la corbata y prosiguió–. Pero hay algo que debe permanecer en el más absoluto de los secretos, ya que generaría una tormenta de críticas y saldría a la luz esa palabreja llamada ética que, como usted sabe, no sirve de nada, ya que la ciencia avanza a pesar de ella, como se ve con la clonación o con los nacimientos a demanda… Los resultados positivos que hemos conseguido no hubiesen sido posibles sin el uso de una sustancia medular que extraemos de los cerebros de personas vivas, especialmente de enfermos terminales o bebés con malformaciones. Hemos comprobado que no es útil la sustancia de personas recientemente fallecidas, han de ser de personas vivas. Nos ha sido imposible conseguir una síntesis de esa sustancia en laboratorio, y como el tiempo apremia y la demanda por el tratamiento aumentará cuando se difunda, tendremos que echar mano de más personas vivas e “inducirlas al deceso”, tal el eufemismo que estamos utilizando. En dos años este proyecto debe llegar a su fin, ya que nos lo exige el gobierno, y hay rumores de que los chinos podrían conseguirlo antes de ese tiempo, por lo que debemos darnos prisa.
Oculto tras las sombras, Zanetti grabó en su memoria cada palabra de Castillo. Le impactó la manera en que su jefe se aflojó la corbata y cogió a su interlocutor de los hombros.
– ¿Se da cuenta? Estamos frente a una revolución. Es la vida al revés. Es como volver el tiempo atrás, licenciado.

Mario Zanetti había sido fichado por la Climt & Brodsky gracias a su impresionante currículum. Sólo tenía 32 años, pero ya había forjado una envidiable trayectoria, entre descubrimientos y premios varios. Los directivos de la compañía estaban felices de que un joven talento como él haya aceptado formar parte de su plantilla de investigadores. Su jefe, mientras tanto, decía tener un sexto sentido, y ese nuevo ingeniero no le caía nada bien. Estaba convencido de que le acabaría haciendo sombra. Por eso, en la cena de bienvenida lo primero que hizo fue acercarse a él y, champagne en mano, sentenció:
– Recuerde que la filosofía de nuestra empresa, Zanetti, es perfección, perfección y perfección. Aquí no hay margen de error. Aquí, la curva siempre debe ser ascendente, cueste lo que cueste. Ése es su desafío aquí, ¿comprendido?
Lo primero que a Zanetti le llamó la atención de su nuevo jefe fue el mal gusto que tenía para las corbatas. En esa ocasión lucía una de color lila con enormes círculos negros. También notó su coquetería; pudo percibir el maquillaje que usaba para disimular arrugas y la tintura en un cabello que indefectiblemente perdía. Al comienzo de la celebración, antes de que el presidente de la compañía leyera el currículum del nuevo investigador, Castillo fue a saludarlo sólo con el fin de respetar el protocolo, y con un violento apretón de manos, evidente sarcasmo y las mejillas enrojecidas, le espetó:
– Es un honor estar por encima de alguien con una carrera como la suya, Zanetti. Le deseo una larga y fructífera trayectoria en nuestra empresa. Espero trabajar con usted el resto de mi vida.

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