sábado, 6 de diciembre de 2008

Los sobrecitos de azúcar (basado en una historia real)




Jeff Woodrow salió de ese bar de Inverness diciendo que no con la cabeza. Fuera, el frío eran hachazos voladores que lo empujaban hacia delante. Ya no aguantaba esto de ver tantas sacudidas, la gente tenía que utilizar una manera mucho más sutil, aprovechar más el tiempo o, al menos, no desperdiciar tantos granos por el suelo. No, tenía que buscar una manera. Una forma práctica de verter el azúcar. Práctica, agradable, dulce.

Año 1954. Catorce años después, una anciana fue atropellada por un furgón que transportaba tornillos, la pobre señora quedó despedazada. A la vuelta, sin enterarse de nada siquiera, el pobre Jeff volvía del trabajo mientras intentaba sacarse un trozo de carne de entre dos premolares, sin éxito. De repente, tuvo un flash de conciencia supremo. Corrió a su casa, sin sacarse la chaqueta y embarrando toda la alfombra, cogió un lápiz y, en la pared blanca, empezó a hacer unos planos de algo alargado. Tomó medidas, calculó, tosió. "Uhhhhhhaaaauuuuu", fue lo único que salió de su boca, aparte de un vaho a ajo. Su madre ni le hizo caso y siguió tejiendo de rodillas.

Fundido a negro. La imagen baja lentamente hasta una oficina de patentes. "Sí, fui yo, ponga también en ese formulario que de niño me decían FastBall". Jeff salió dando saltos y besando las calvas de los abuelos que se les cruzaba.

"I have a dream...". Jeff apagó la tele, salió al bar de la esquina a ver el panorama. Nada, todo seguía igual... Esto es desesperante. ¿Cómo puede ser que nadie, que nadie se dé cuenta? ¿Tantos estudios y licenciaturas para esto? Para qué demonios haber inventado los sobrecitos alargados de azúcar, esos que no hace falta sacudirlos porque si se los abre por el medio hasta el último grano cae sin ser sacudidos... Y la gente los sigue abriendo por la punta. ¿Para qué? ¿Para qué? Camarero, otra ginebra.

Y así, hijo mío, es como fue la historia de esta estatua que ves en en esta plaza. Lo único destacable de la vida de este infeliz fue, paradójicamente, que durante su cortejo fúnebre -después de haberse suicidado clavándose una agujereadora en el cráneo- fue que el ataúd cayó con violencia sobre la Harrington Lane. Que, por cierto, esa madera era de una calidad espantosa. Se partió al medio apenas tocar el suelo Qué barbaridad, hijo, qué barbaridad.

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