martes, 23 de junio de 2009

En exclusiva, la introducción de una novela en ciernes: "Si sientes el aire golpear tu rostro"



–Viento del oeste…
Naran tiene los ojos del viento, las mejillas del viento, el sol en las pestañas, los cabellos de arena. Los labios resecos pero rojos, muy rojos. Naran sale de la tienda, la tienda es blanca, la tarde roja. Sus ojos están habituados al contraste. Naran es hija del desierto.
–Viento del oeste…
Abandona por un momento la vasija con la que estuvo separando granos de arroz durante todo el día, junto a la tienda blanca, sobre la arena roja. Se aparta el cabello del rostro. Allá a lo lejos, donde el aire tiembla, una bola de polvo se aproxima. Sí, es el galope de su caballo. O eso parece. “Por fin, Batul, por fin”. Naran entorna los ojos, los ojos se vuelven aún más finos, son dos suaves pinceladas oblicuas sobre el lienzo de su rostro. El aire salado golpea la tela blanca. La tarde se enrojece aún más. Naran siente unos berridos desde el interior de la tienda, gira su figura empaquetada en pieles de yak, se muerde el labio inferior y eleva las cejas. El pequeño Altan está hambriento, otra vez. Por favor, aguanta un poco más cachorro, un poco más; hay que hacer el fuego, acabar con el arroz, hervir el agua, esperar a padre. Batul, Batul, tus ojos de luna. Naran aprieta los puños, entra a la tienda, el niño grita entre mocos salados y labios resecos. Altan es otro hijo del desierto. Naran lo arrulla, lo vuelve a acostar, pero el niño grita con más fuerza. Le enseña sus dientecitos de arena. Sobre el llanto se escucha la bola de polvo que gira allí fuera y que se acerca a la tienda. Echa una ojeada a la imagen del venerado Khan rodeada de velas y ofrendas. Naran debería sonreír, pero Naran no sonríe.
-–Viento del oeste…
Siente los galopes a dos palmos. Batul, Batul. El corazón de Naran galopa con furia. Batul, Batul, Batul. Tus ojos de luna. Deja al pequeño en el suelo con sus mocos de sal. Vuelve al exterior, la tarde roja ennegrece. Hace varias lunas llenas que Batul partió hacia el oeste. Semanas de espera. A Batul le encanta el arroz con carne de cordero. Hace varias lunas llenas que Naran prepara el arroz en el cuenco de barro. El cordero es lo que falta. Batul quiere agua caliente con el cordero. Batul también es hijo del desierto.
Afuera el viento es más salado. Granos de arena aterrizan en el rostro de Naran, movidos por el galope del caballo que se acerca. La tarde es negra, el viento salado, el galope ajeno, el jinete extraño, Naran no sonríe. Y en la tienda, sobre la alfombra de piel de buey, los berridos de Altan se silencian. Naran entrecierra los ojos aún más para distinguir la figura que proviene del horizonte retinto. Los cabellos se le pegan en su rostro de lienzo, el blanco de la tienda ya no contrasta con el rojo de la tarde, sino que desaparece con el negro de la noche del Gobi. El aire salado zumba. Los labios cuarteados de Naran. El silencio de Altan.
–Viento del oeste… Malos presagios…
Un relincho, espuelas que penetran la piel peluda, el choo del jinete que obliga al animal a detenerse. Sí, es su caballo. Sí, hay una bolsa que cuelga. Sí, la tarde está completamente negra. No, el que cabalga no es Batul.
La figura se hace visible, las ropas chirriantes de ese jinete anónimo contrastan con el negro del cielo y las crines del caballo. El hombre desmonta con dificultad, descuelga la bolsa y se acerca a Naran. Qué extrañas ropas lleva. Ese hombre camina con torpeza sobre la arena roja. Ese hombre no es hijo del desierto.
–¿Galantetichan Naran?
–Sí.
–Ay del viento cuando habla. Ay de la noche cuando ennegrece.
El hombre le extiende la bolsa de vejiga de yak. Naran la coge con pulso trémulo. Los cabellos se adhieren en su rostro de lienzo. Abre la bolsa y espía el contenido. De súbito, el hermoso rostro de la joven madre cincela una expresión de horror: los globos de los ojos saltan hacia fuera, la boca se abre hasta el límite, los cabellos se tensan. Naran expulsa un grito que corta en dos esa tardenoche, el eco del grito provoca remolinos sobre la arena roja. Dentro de la tienda, el pequeño Altan comienza a gatear hasta la puerta de salida. Naran, atontada, da un paso hacia atrás, trastabilla con la vasija de barro y cae sobre los granos de arroz. Deja caer la bolsa, de la que sale rodando una cabeza de hombre con ojos de luna. Naran grita espantada, llora, vomita. El hombre de extrañas ropas se le acerca y la coge del cuello. Los ojos, los labios, el cabello, todo en ella se vuelve rojo como la arena. El hombre de extrañas ropas extrae su puñal y acerca su rostro al de la mujer.
–Ay el viento cuando habla. Ay el viento del oeste…
Dentro de la tienda, Altan da pasos cortos y torpes hasta la salida. Los mocos salados le cuelgan. Esquiva la estufa de latón, el catre y los guijarros con los que suele jugar. Sus diminutas manos descorren la cortina. La luz de la noche le deja ver la imagen de un caballo que se aleja, los golpes de rebenque del jinete, la arena roja, un hilo de sangre aún más rojo que llega hasta la cabeza de su padre, que lo mira inerte con ojos de luna. A su lado, sobre el arroz desperdigado, su madre yace con el puñal hundido en el pecho. También con los ojos abiertos, también con ojos de luna. Sobre el pecho bañado de rojo descansa un mensaje escrito en hudum, sujeto por el mismo puñal que le atraviesa el cuerpo. Altan se queda inmóvil frente a la tienda. El viento hace rodar la cabeza del padre hasta los diminutos y cuarteados pies descalzos del niño. Altan absorbe sus mocos, el viento del oeste le golpea el rostro. Altan respira y abre bien grandes los minúsculos agujeros de su nariz. Altan ya no siente hambre.

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