viernes, 31 de diciembre de 2010

BCN Flâneur / 3


 Vuelvo a mirarlo, el mapa de Europa en la pared. Quién lo habrá traído, alguno de los que duermen aquí, quizás del contenedor, hay mucha gente aquí, el mapa de Europa, la tierra se angosta de este a oeste. Con la vista, una línea recta entre la costa norte de Polonia y la sur de Grecia. La distancia entre el norte y el sur de Francia. La lengua sale, la lengua marrón hacia fuera, la lengua chupa tímidamente la mancha azul del oeste, de la izquierda. Unas líneas cruzan el azul, se emborronan con las arrugas del papel. Cuento las islas, no las más grandes sino las que no se ven, me sé algunos nombres, Guernsey, Lampedusa, Sao Miguel, Vormsi... Vormsi, una isla frente a Estonia, podría viajar allí algún día. Europa una península de Asia. Iberia una isla adherida por montañas. Cataluña una isla adherida a esa otra isla por una franja. Barcelona una isla unida por un cordón de tierra y dos líneas azules. El Raval también, una isla unida o separada de todo por calles anchas. Mi habitación aislada por cuatro paredes descascaradas. Yo, separado del mundo por esta piel arrugada y un salpullido verdoso. Me toco el salpullido, miro el azul a la izquierda del mapa. Me levanto y me pongo los zapatos y la chaqueta de solapas gordas. Salgo de casa con un molesto crujir de tripas, afuera el viento se escurre tras las solapas. Atravieso del Carme, giro por Egipciaques, continúo por Hospital hasta llegar a la Plaça Sant Agustí. Me pongo en la cola, me jode llegar tan tarde. En la espera miro a todos con desconfianza, con odio más bien, odio con estas tripas crujientes a los que están delante, odio con todas mis tripas a los que están detrás, que me odian por la misma razón que yo odio a los primeros. Los primeros allí delante se pelean, se zamarrean y otros los separan. Vienen a las cuatro de la mañana, seguro. Son como las garrapatas, cambian de techo cuando quieren, total con una manta ya se arreglan, yo no, me separo de ellos, los desprecio. Por fin las monjitas abren la puerta y la cola avanza. Lenta avanza. El viejo de delante no se mueve, no se entera, lo empujo y lo escupo, pero no se entera. Por fin lo hago arrastrar los pies. Detrás, un par de barbudos huelen tan mal como el resto, caminan arrastrando los pies como el resto. Todos son barbudos. Intento mantener la distancia suficiente entre uno y otro, miro las piedritas bajo el suelo y quisiera tirarlas a los de delante para que se den prisa. Las tripas saben que estoy cerca y pinchan más. Doy los pasos al ritmo del barbudo de delante, siento ganas de volver a escupirlo. Por fin atravieso la puerta, una monjita arrugada me saluda, ni siquiera la miro. Entro al comedor y en la mesa sólo queda un espacio libre junto a un tipo con americana y zapatos negros y brillantes. Me sonríe con sus ocho dientes, lo miro con odio, cojo mi plato humeante y me voy al patio, no me importa el frío, no me importan los cubiertos. Como rápido, hundo los dedos y toda la palma en la montaña de arroz hirviendo, la piel me arde. El arroz quema como lava, quisiera mantener los granos en la boca y sentir como bajan por la garganta, pero termino en un par de minutos y me chupo la palma sucia, me seco en el pantalón y dejo el plato en el suelo, junto al árbol de manzanas. Un suave hilo de aire me sale lentamente de la nariz, y se transforma en humo de invierno. Abro los ojos, arranco un par de manzanas verdes, me la meto en el bolsillo. Salgo de ahí sin mirar a la monjita arrugada ni a los hambrientos que aún no se han acabado ni la mitad de su plato. Ahora me siento más despierto, todos me miran, fruncen la nariz. Corro a una fuente y bebo agua con violencia, me mojo las manos y me lavo la cara, yo también tengo barba. Me hundo tras mis solapas gordas y corro otra vez hasta calle del Carme, todos me miran, todos todos sin excepción. Subo los últimos veinte escalones con un nuevo dolor en las tripas, abro la puerta de la habitación y compruebo que por suerte nadie ocupó mi colchón. Me duermo abrazado a mis dos manzanas, mientras los contornos de la costa portuguesa se emborronan como migas de pan en el agua.


  

2 comentarios:

Carme Carles dijo...

Hermosamente triste. Ponerse en la piel de alguien que no tiene nada y sentir que no se tiene nada.
Salut

AngLee dijo...

Intenso, sí. He vivido en alguna de esas calles, aunque siempre seré una flâneur del Raval.