viernes, 23 de julio de 2010

Historias de gente normal / 6
Un día cualquiera



“Estoy hasta los cojones de ser el padre de la familia”.
Eso pensé cuando volví de trabajar. Eso me dije en ese momento. Nadie me entendía. Yo era el único que trabajaba tantas horas, que estaba tanto tiempo fuera de casa, el que realmente traía el “dinero importante”, el que pagaba la mayoría de las cuentas, el que solucionaba los problemas familiares más gordos, el que tenía que cargar con las histerias de mamá, con los caprichos de Cecilia, con la vagancia de Luis, con las chorradas de Sebastián. Estaba hasta los cojones, al menos esa noche. Había tenido un día para olvidar, como tantos que son para olvidar y son los que más recuerdo. Lo único que quería era coger mis cosas y volar a casa de Patricia, donde también me esperaba la pesada de su madre y sus preguntas molestas –sólo pensando en el dinero y en su posición, por eso quiere que nos casemos–, pero allí al menos el clima era mucho más calmado que en casa.

Antes de meter la llave, desde el agujero de la cerradura pude escuchar los gritos de mamá. Cecilia le recriminaba que no la dejaba salir, que no le daba dinero ni siquiera para ir al centro comercial a comprarse un pantalón nuevo.
–¿Lo quieres? Lo ganas.

En ese momento pensé con qué facilidad somos capaces de perder la calma. No sospechamos cuán sencillo es respirar y reflexionar lo que vamos a decir.
–¡Te vas a la mierda!– gritó Cecilia sin respirar.
–¿Otra vez la misma escena de siempre?– Prorrumpí como todas las noches a las nueve de la noche. Era una coreografía ensayada durante semanas, ya que los movimientos siempre se repetían de la misma manera, aunque a veces cambiaban los insultos entre las dos mujeres de la casa: yo entraba, abría la puerta, dejaba la chaqueta en el colgador, la maleta en el sofá, me desajustaba la corbata, entraba a la cocina con los ojos entrecerrados, olía la fritanga de mamá (después de que murió papá siempre hacía fritanga) y casi sin mirar dónde se encontraban, las separaba lentamente con los dorsos de ambas manos, con total inercia, la izquierda para separar a mamá, la derecha para Cecilia. E invariablemente, con el mismo tono, los mismos gestos, venía mi estúpida:

–¿Y ahora qué?
Como si el “qué” fuera algo que me importara.
Minutos después el agua caliente de la ducha me hacía sonreír por primera vez en el día. Antes había esperado cinco minutos hasta que el agua se calentara. Antes de eso, había sacado todos los pelos de Cecilia y Sebastián. Previamente, había echado ambientador para disipar el olor a vertedero del lavabo. Antes, había esperado quince minutos hasta ver que Luis salía con un tebeo bajo el brazo. Anteriormente había alcanzado el lavabo lentamente, con paso cansino y los lóbulos enrojecidos. Y antes de eso, había separado con los dorsos de ambas manos a madre e hija desafiantes.

Los hilos de agua enjabonados me bajaban por el cuerpo haciéndome cosquillas. Incliné la cabeza para que los pequeños chorros me golpearan el cuello, me giré para que me dieran en la nuca, me froté las manos contra el pecho para crear más espuma y cerré los ojos, respiré profundo y dejé que el agua corriera, me llegara a los pies, las gotas calientes me rodeaban y me hacían sentir como una pluma, de pronto esa nube gris que me suele flotar en el entrecejo se desvanecía igual que se desvanece una aspirina en el agua. Y sonreí por segunda vez en el día.
Me calcé el albornoz y fui a vestirme a la habitación. Allí estaba Luis, echado en la cama boca abajo, en calzoncillos, leyendo su tebeo, con un paquete de patatas fritas al lado. Si bien ahora no ocupo esa habitación, allí dormí hasta hace un año, cuando decidí ir a vivir con Patricia. Luis estaba sobre las sábanas, boca abajo, jugueteando con los dedos de sus pies mientras hojeaba, creo, Sin City. Estaba con el torso desnudo y cada cinco minutos se metía el índice izquierdo bajo la axila derecha para olerse el sudor. Junto a la bolsa de patatas a medio comer había un paquete de Ducados estrujado, un mechero y un recipiente de madera que explotaba de ceniza y colillas. Creo que fue hace un año la última vez que se vació, cuando yo aún estaba allí. El humo del tabaco se había impregnado en las cortinas naranjas, en los pósters de Iron Maiden, en la madera vieja del armario, en las camisetas negras de Luis. Junto a su cama estaba mi antigua cama. Me resultó chocante el contraste entre ambas, tanto caos en una y tanta quietud y ángulos rectos en la otra. Luis es mi hermano mayor, desde que papá murió sólo tuvo tres o cuatro trabajos, trabajos de mierda por cierto, en los que duraba algunos meses y después abandonaba porque “no era para mí”. El último fue en una fábrica de confituras, tenía que levantar bolsas de azúcar de cincuenta kilos y echarlas en un gigantesco recipiente giratorio, a la que le agregaba una especie de tintura y glucosa, lo que daba como resultado final azúcar moreno. Luis abandonó el trabajo cuando se cansó de que las moscas lo persiguieran día y noche, incluso cuando bebía cañas con colegas en el bar de la esquina.

Desde ese momento, mi hermano prácticamente no salió de casa, se la pasaba tocando la guitarra, leyendo y alternando entre el salón y la habitación. Tras la muerte de papá lo empecé a ver como una persona débil, sin comando. Absolutamente diferente a cómo era antes, rebelde, independiente, hiperactivo, mujeriego. Por eso ahora no lo siento mi hermano, sino sólo es “alguien” que ahora tiene el culo en dirección al ventilador, que pasa la página del cómic, que expele olor a pie. Es curioso, cuando las cosas se establecen desde antes de que uno tenga uso de razón, se convierten en la norma, y resulta inconcebible alguna modificación. Pero cuando esa realidad se modifica abruptamente –como una bofetada del destino– durante los primeros momentos pensamos que todo deberá volver a ser como antes, que el universo no podrá sostenerse de esta nueva forma. Sin embargo, cada vez que desaparece una pieza del castillo de naipes, el resto de naipes se reacomodan para que el castillo no se venga abajo.
–¿Tienes tabaco?– Aparentemente Luis se dirigía a mí, aunque ni siquiera giró la cabeza, compenetrado en sus ilustraciones dialogadas.
–No. Ya me fumé el paquete en lo que va del día.
–Tienes que relajarte un poco más, coño. Así no vas a llegar a los treinta.
Preferí mantenerme en silencio. Abrí un cajón, saqué un par de calcetines y un calzoncillo. Me los puse, los calcetines eran negros, el calzoncillo rojo. Justo antes de ponérmelos descubrí el agujero. Iba a abrir la boca para preguntarle algo a Luis, pero decidí ponerme el pantalón. Me senté en la que era mi cama para ponerme los zapatos. No me pregunté quién podría llegar a acostarse ahora allí, parecía como que durante ese año nadie hubiese osado siquiera sentarse, como las personas que pierden un ser querido y deciden perpetuarlas a través de sus objetos. Si sus objetos permanecen inmutables, tal cual él los dejó, entonces quizás un día vuelva a ocupar el lugar que abandonó. No era mi caso, puesto que yo todavía estaba con vida. Ya vestido me levanté y saludé a Luis. Me respondió con un sonido gutural. No me dirigió ni siquiera una mirada desde que entré a la habitación, y eso que hacía una semana que no nos veíamos. Era como que poco a poco iba perdiendo el interés por todo, primero por las cosas que menos le interesaban y después por aquello que le gustaba. Había, incluso, dejado de tocar la guitarra. Sólo se volcaba a sus tebeos. Para Luis los días eran como fotocopias que se le hacían a una fotocopia, todos iguales, pero cada vez más borrosos.

Caminando por el pasillo me la volví a encontrar a Cecilia. Entró con celeridad al lavabo, pero antes de que cerrara la puerta le puse el pie.
–¿Qué te pasa?
Me miró con fastidio. La miré con una sonrisa. Aunque su carácter solía ser insoportable, siempre acababa tratándola de una manera condescendiente. No voy a negar que siempre tuve debilidad por mi hermana. Quizás por ser la única mujer de los cinco hermanos, quizás por esa inevitable tendencia mía de ponerme siempre del lado de los pobres, de allí donde hay menos. Allí tengo que estar yo para equilibrar.
–A ti que te pasa, Cecilia.
Yo sabía que ella se apoyaba solamente en mí. Si bien nunca tuvo una relación cercana y amistosa con papá, era evidente –y lógica– la afinidad que sentía hacia su padre, en contraposición con la eterna lucha que día a día libraba con mamá. Por tanto yo fui aquel reemplazante natural. ¿En quién iba a contar sino? ¿En el egoísta y oloroso Luis? ¿En Sebastían, que luchaba más con su acné que con las notas de la escuela?
–Déjame entrar, joder, que tengo que salir.
–¿Entras o sales?
Esa semana Cecilia llevaba el cabello rojo, la semana pasada era azul. Sus ojos estaban rodeados de dos gruesos óvalos negros, como pintados con un gordo pincel. Las uñas también estaban cubiertas de rojo. Su camiseta era negra con unas calaveras y unas inscripciones que jamás llegué a descifrar.
–Algún día me vas a contar en que andas, de tu vida, lo que sea ¿no?
En ese momento advertí que hubiese dado lo que sea porque alguien me hiciera esa pregunta a mí.
–¿Te importa?
Yo creo que Cecilia se moría de ganas de responderme, y seguramente al soltar la primera palabra sincera se hubiese puesto a llorar desconsolada, hasta desahogarse. Pero prefirió seguir con su personaje.
–¿Tú qué crees? ¿Por qué te hago esta pregunta?
Mi paciencia hacia Cecilia también era seguir mi personaje. Como todos, que vamos adoptando un papel en la obra de acuerdo al escenario en el que nos encontremos. En el trabajo actuaba de segundón pasivo, casi desapercibido. En ciertos grupos de amigos, era el equilibrado, el que intentaba aplacar disputas ajenas. Y aquí en casa, bueno, por fuerza o porque nadie quería aceptar este papel, decidí ser el doble de riesgo del rol que dejó libre papá.
–¿Que por qué me haces esta pregunta? Fácil: porque te piensas que eres el dueño de casa, el que puede hacer lo que quiere aquí, porque eres el único que trae pasta. Porque te piensas que eres papá. Y papá se murió ¿lo pillas? Se-mu-rió. Muerto, acabado, finiquitado, comido por los gusanos. Eso significa que nunca va a volver. Ni siquiera convertido en ti. Y tú ahora te vienes con tus aires subiditos, como si fueras papá. Por favor, Pablo, déjame de molestar que en media hora me vienen a buscar.

Esta vez fui yo el que respiró. Apreté los dientes y los puños. No dije nada. quité el pie de la puerta justo antes de que Cecilia me lo aplastara contra el marco. De inmediato, del otro lado de la puerta se escuchó música a todo volumen y la descarga del váter. Fue extraño, debería haberme salido espuma por la boca, y sin embargo sentí una de esas tristezas que producen por ejemplo, los días lluviosos de otoño, esos días en los que se pegan las hojas de tilo a los bancos de plaza. Caminé lentamente hasta el salón, con la boca curvada hacia abajo. Allí acaricié con la mano el papel pintado que se despegaba día tras día, aunque de pintado ya no quedaba nada. Vi las fotos colgadas de la pared, toda la familia junta en la playa, papá haciendo morisquetas, mamá riendo. Otra foto de la graduación de Luis, recordé cuando había subido al escenario a recoger el diploma, no se había dado cuenta de que tenía el pantalón roto y cientos de personas pudieron apreciar su calzoncillo rojo. Llegué al salón. Ahí estaba Sebastián, en la posición de siempre, con la nuca en el respaldo, los pies sobre el pequeño taburete rojo y el brazo sobre el brazo del sofá, mando en mano, apuntando a la televisión, o más bien fusilándola. Sebastián nunca ocupaba el extremo izquierdo del sofá, propiedad de papá durante toda la vida y después de ella, posiblemente pensaba que miraba la tele con él, y de alguna manera le preguntaba bajo susurros qué es lo que quería ver. Igualmente yo me senté allí, en las rodillas de papá. Como suele pasar en la mayoría de familias, el más pequeño siempre suele ser el cable a tierra, el que se pasa más por el forro todo lo que pasa, el que sigue escribiendo con minúsculas la palabra “problema”.
–Hola hermanito.
Sebastián me saludó de esa manera tan tierna, y que tanto necesitaba en ese momento, que me dieron ganas de abrazarlo. Pero me reprimí. Era el primer saludo que me daban en el día, a las nueve de la noche, y así sucedía el resto de días. Sólo Sebastián me dirigía palabras sinceras.
–Hola, gordo.
De pequeño Sebastián era gordo, ahora es esbelto y más alto que yo, lo sigo llamando así para perpetuar las raíces de aquellos momentos en los que éramos tan libres y respirábamos tanto aire. Esos momentos ya remotos de tanta libertad, de emocionarnos por cosas por cosas hoy insignificantes, de tantos juegos con sólo un trozo de plástico y un par de piedras. Sebastián era pequeño y gordo, y su imagen gorda invariablemente me lleva allí, a aquel mundo de tanto aire para respirar.
–¿Te quedas en casa esta noche? Así miramos el partido juntos.
Seguramente era uno de esos partidos de segunda que sólo a él le interesaban. Pero juro que me hubiese encantado estar allí con él mirando el césped verde que se movía entre gradas semivacías, haciendo comentarios a cuentagotas pero comentarios al fin. Me quedé en silencio unos segundos. El reloj marcaba las nueve y cinco de la noche. Justo cuando iba a comunicarle mi decisión, desde la cocina se escuchó el alarido de mamá.
–¡¡Sebastiáaan!!
Mamá gritaba y Sebastián acataba, no había alternativa. Como único complaciente de la familia seguro le ordenaría que pusiera la mesa para cenar, o que le ayudara a pelar las patatas, o que controlara alguna de las frituras diarias. Sebastián se levantó sin decir nada, como dirigido por un mando. Me pasó el mando de la tele y me dirigió una mirada de resignación. Apreté los labios en señal de respuesta y me quedé yo sólo frente al apasionante segundo tiempo de Coventry-Middlesbrough.

Después de unos dos o tres minutos de no pensar en nada, o de pensarlo todo y al mismo tiempo, me levanté y fui a la cocina. Quería echarle el último vistazo a mamá antes de marchar a casa de Patricia. Atravesé nuevamente el corredor del papel despintado, pasé frente a la música heavy que escapaba bajo la puerta del baño, fui envuelto por el tufo de pie y tabaco que se colaba por la rendija de la puerta de al lado, y llegué a la cocina. Un ruido como a picoteo salía de la sartén que escupía minúsculas gotas de aceite hacia todos lados, especialmente hacia el pelo de mamá. Allí estaban los dos, de espaldas, Sebastián lavando algo bajo el grifo, quizás tomates, y mamá cortando algo sobre la tabla, quizás cebollas, y el ruido del cuchillo sobre la madera se acopló al picoteo del aceite usado. Me apoyé en el marco de la puerta y así me quedé algunos minutos, perdiendo el tiempo contemplándolos, cuando en realidad debería haber cogido la chaqueta y salir pitando. Pero continué con ellos, mamá ahora no gritaba, no decía nada, aprecié su perfil, su nariz chata, su ojera derecha y sus cabellos electrizados, creo que no se dio cuenta de que estaba observándola, o quizás sí y prefirió reforzar su personaje como si no la estuviera mirando. Sentí pena por mamá, por enésima vez, volví a pensar eso de que no vivía la vida sino que la vida la vivía a ella, mamá era un tendal de sueños sin cumplir, un suspiro tragado, una viuda que había cerrado definitivamente las puertas a cualquier otra posibilidad. Su descuido hacia sí misma, los kilos aumentados en los últimos años y el mal carácter eran el escudo perfecto.

Mamá seguía con el chac chac sobre la tabla, creo que retrasaba el momento para evitar dirigirme una palabra, por eso cortaba la cebolla más y más pequeña, quizás esperando que fuera yo el primero que dijera algo y rompiera la monotonía de ese sonido. Tomé fuerzas, tomé aire, un vaho aceitoso se me pegó en los cartílagos de la nariz. Pero no dije nada. Miré el reloj que colgaba de la pared descascarada, al lado del Cristo. Nueve y dieciséis con veinticuatro segundos. Me mordí el labio inferior, volví a dirigirle una mirada a mamá y me giré a recoger la chaqueta. Y en ese momento, justo cuando rodeaba con los dedos la solapa de la chaqueta para descolgarla, el colgador tembló. Las paredes se movieron y el suelo empezó a ondear como una sábana al viento. Me giré y las fotos de Luis y de la familia en la playa cayeron al suelo y se hicieron añicos. El papel despintado se rajó, las paredes se rajaron detrás, las lámparas se vinieron abajo, miré hacia el techo y una hendidura lo partió en dos, desde arriba cayeron dos personas, eran los abuelitos del quinto segunda que gritaban con rostro de pánico. Todo era un flan, todo caía como papel. En la tele gritaban gol, en el lavabo seguía la música heavy. Corrí a la cocina, pero la cocina ya no tenía suelo, no había nadie allí, bajo mis pies había otra rajadura, golpeé la puerta del lavabo, grité, no sé qué grité, el suelo se partía como un papel, di un salto, abrí la puerta de la habitación de Luis, allí sólo había trozos de mampostería y unos tebeos en el suelo, volví a gritar, no sé qué grité, no pude escucharme, un trozo de techo se me vino encima, vi polvo, piedras cayendo, olí a carne quemada, aspiré polvo, volví a gritar, tampoco pude escucharme, me hubiese gustado saber qué fue eso último que grité. 
   


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2 comentarios:

Carme Carles dijo...

Espléndido texto, es como uno de estos cuchillazos en el vientre que por más que intentas evitar se meten hasta el fondo mientras finges que sientes otra cosa.
Se lee conteniendo el aliento por miedo a romper el fino cristal que nos separa del espectáculo y que cuando las cartas se desmoronen quizás algo de lo que tapaban reconozcamos como nuestro.
Como siempre el final memorable.

Franco Chiaravalloti dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.