domingo, 11 de julio de 2010

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Si viera Siberia




Decidí apartarme a latitudes donde sé que nadie podrá encontrarme. Dibujo esos pueblos en mi mente: parajes perdidos de montaña donde la nieve se confunde con el azúcar que le estoy poniendo a este café. Tomaré el tren sin estaciones intermedias hacia la Siberia Oriental, a un pueblo de novecientos habitantes donde sólo se habla un antiguo idioma buriato. No llevaré más que una maleta con un par de camisas, una chaqueta gruesa, un sombrero, algunos libros base y caramelos de menta. Se dice que en invierno, en ese pueblo llamado Gorzk, las temperaturas mínimas pueden alcanzar los sesenta bajo cero. Pero no me espanto. Seguro que podré hacer amigos, conseguir un trabajo estable y dedicarme con esmero a la pintura, mi gran afición. Llevaré poco dinero, lo suficiente como para pagarme el billete en avión hasta Frankfurt y de ahí coger otro hacia Moscú. Después tomaré el Transiberiano hasta Omsk y pasaré alguna noche en un sucio hostal, antes de emprender la maratónica travesía por la estepa más grande del mundo. Habré pasado, a todo esto, siete husos horarios. Treinta horas después llegaré a Bratsk, donde el aspecto de la gente y el idioma ya empiezan a cambiar. El clima, que es duro de por sí, se tornará crudísimo. Me detendré en Bratsk y, mediante señas, preguntaré cómo hacer para llegar a Gorzk. Me dirán, con señas, que nunca han oído hablar de ese pueblo. Volveré a preguntar a otros lugareños para asegurarme. Me enseñarán un mapa de la zona y de toda Siberia y me convencerán de que nunca ha existido un pueblo con ese nombre. Decidiré buscar ese sitio de todas maneras. Andaré a la deriva por una carretera donde los vientos son capaces de cortar la carne humana. Me alejaré de la pequeña ciudad, me sorprenderá la medianoche con veinticuatro grados bajo cero y caeré en la escarcha desmayado a causa de la hipotermia. Me recogerá un camión desvencijado y me llevará a Gorzk. Casualidad: el chofer ha nacido allí. Me preguntará, no con señas sino en un perfecto castellano, qué demonios iré a hacer en el pueblecito más abandonado, alejado, triste, frío, deprimente, seco, inútil y vacío del planeta. Le responderé que iré a hacer lo mismo que en cualquier otra ciudad del mundo: vivir.


(Extraído del libro de relatos Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente).

  

4 comentarios:

Pablo Gonz dijo...

Ay, Siberia, ¿por qué la echo tanto de menos sin haberla conocido? Emocionante relato. Muchas gracias por escribirlo,
PABLO GONZ

Franco Chiaravalloti dijo...

Compartimos pasiones (u obsesiones). Siberia fue para mí, y desde la infancia, una curiosa obsesión. Cuando contemplaba un mapamundi, siempre me quedaba mirando más de la cuenta ese enorme e infinito trozo de tierra al extremo superior derecho del mundo, y me preguntaba que qué había por allí. Varios años después lo descubrí (aunque ínfimamente, debido a sus dimensiones) cuando me aventuré en el ferrocarril Transiberiano. Este cuento rescata las sensaciones de los momentos previos a ese viaje. Un abrazo.

Pablo Gonz dijo...

Yo no pude hacer ese viaje pero en cierta forma nunca he salido de esos ámbitos. Los novelistas rusos, primero, y Kropotkin más tarde siempre me han atado a esa gran región. Quizás un día...
Un abrazo,
PABLO GONZ

Carme Carles dijo...

Buen relato de un viaje que llega más lejos de lo que imaginé, hasta un lugar donde vivir.
Salut