lunes, 15 de febrero de 2010
Historias de gente normal / 5
La brecha
El tren llegó justo cuando crucé las puertas de la estación. Qué suerte, pensé en ese momento. El vagón frenó, esperé que saliera el escalón automático, me así de la barandilla y entré. Era un sábado de lo más normal, volvía de cuidar a Yolanda, la más pequeña de mis nietas, ya que María Rosa me lo había pedido por favor. A pesar de que no estaba de mucho ánimo para salir, acabé aceptando de mala manera. El calor me golpeó la nuca con violencia. Ya dentro del recinto agradecí el aire acondicionado. Recuerdo que, en mi juventud, viajar en tren en verano significaba acabar con la camiseta empapada. Me senté en la primer butaca que encontré. El asiento a mi izquierda estaba vacío, así como las dos butacas de enfrente. Deseé que nadie se sentara a mi lado hasta Clot, a fin de viajar con las piernas estiradas; las rodillas, a esta edad, son como dos delgadas y mojadas varillas de yeso. Sentí un pitido, las puertas neumáticas rebufaron. Apoyé el mentón en mi puño y me perdí en pensamientos rutinarios, mientras miraba la prisa de la gente por entrar. En eso distinguí a tres mujeres que subieron raudas a mi mismo vagón justo antes de que las puertas se cerraran. Lo curioso no era eso, ya que todo el mundo se veía con prisas. Lo llamativo era cómo iban vestidas. Por el rabillo del ojo capté unas telas de color negro, unas pieles rosadas. Rogué que no se sentaran junto a mí. Las tres mujeres caminaban con desparpajo y a los gritos, chillaban cosas que no llegué a comprender. Encontraron los tres asientos libres y, como era de esperarse, se sentaron a mi lado. Eran una rubia y dos morenas. El segundo aspecto que despertó mi atención fue su juventud. Conjeturé, y me convencí de ello, que no contaban más de quince años. Los ademanes, sus gritos agudos, la energía para mover las manos y su tan lustrosa piel, tanto como cáscara de manzana, me lo señalaban. Noté que la rubia no era natural; frondosas raíces castañas la delataban. Una de las morenas reales se sentó a mi lado. Llevaba un vestido de tul blanco que le llegaba hasta el comienzo de las piernas. El atuendo se le ceñía al cuerpo y moldeaba su cándida figura hasta rematar en unos senos pequeños pero duros como melocotones. No llevaba sostén, y de reojo –con un disimulo que provocó que me volviera aquel antiguo dolor en el iris– aprecié los dos guisantes que tenía por pezones. Por sobre ellos, casi en el límite, discurría el borde del vestido blanco. Y a continuación el resto de sus senos de piedra se fusionaban a su cuello de piel virgen. La otra morena se sentó delante de mí e inmediatamente cruzó las piernas. Su vestido era rosa, algo más pequeño que el de la adolescente sentada a mi lado, que ya era mínimo. Unos delgados hilos actuaban de tirantes y recorrían sus hombros como gotas de rocío. Los hilos se ensanchaban al llegar a la parte superior del vestido, en el sitio adecuado para cubrir sus senos. Que se sentara frente a mí me ayudó a apreciar lo generoso de sus atributos, poblados, anchurosos, descaradamente duros, ávidos de sol. Casi duplicaban en tamaño a los de la niña a mi lado. Tanto era el volumen que puse en duda mi anterior apreciación sobre su edad. Ella tampoco llevaba sostén, y los rayos de sol que dejaba pasar el vidrio del tren revelaban ante mi pasmo el apretado espacio entre ambos pechos, una línea oscura, extensa. Cada vez que se movía, con total desparpajo al igual que sus amigas, esos salientes carnosos rebotaban de arriba abajo, y los duros pezones acompañaban el movimiento cual válvulas de escape. Hasta podría decirse que hacían ruido al agitarse. El vestido rosa ocultaba con sutileza el resto de aquella poblada parte superior, descendía hacia su fino abdomen –lo que ayudaba a componer el exuberante efecto– y acababa en el inicio de unas piernas delicadas, exactamente donde las nalgas adquieren su nombre. El toque de gracia lo daban unos punzantes, vertiginosos zapatos de tacón. Finalmente, la rubia falsa, o la tercera morena real, era la más llamativa de todas. Por imposible que pareciera, vestía de una manera aún más provocativa que sus compañeras. Si bien unas botas altas y negras le cubrían la mitad de las piernas, el vestido que llevaba era dos o tres dedos más corto que los otros. Consistía en un entramado ínfimo, rojo, adherido a cada detalle de su virginal humanidad. Era una segunda piel que le moldeaba los recovecos, curvaturas y pormenores de su vientre, el pequeño óvalo del ombligo, los suaves escalones de las costillas. Se elevaba y arqueaba allí donde nacían sus pechos gráciles que, si bien no gozaban de la profusión de su compañera, eran macizos y frescos. Sin embargo no estaban del todo cubiertos: a manera de capricho, los tirantes comenzaban mucho más abajo de lo normal, y se elevaban descaradamente sobre la superficie media de los senos para cubrir solamente los pezones, que ya no eran guisantes sino gordas alubias. La forma como le caía el vestido en esa región me recordó al Golden Gate de San Francisco. Por ambos costados brotaba un extenso mar de carne latiendo. Las suaves colinas invitaban a elevar la vista para contemplar un cuello delgado, un collar con la letra G, un mentón pequeño, dóciles mejillas, y unos labios orondos y definidos, gruesos como un dedo, sobre los que se esparcían dos o tres capas de rouge. Los rayos de sol, que minuto a minuto se hacían más débiles a través de la ventana, chocaban en esa superficie y devolvía con descaro un intenso brillo rojo. Más arriba, larguísimas pestañas flanqueaban sus ojos, aparentemente verdes, sobre los cuales cincelaban dos sutiles arcos de pequeños pelos. Y sobre la frente, una orgía de cabellos enrulados, amarillos y caoba, brotaba furiosa, un torbellino de bucles que aumentaban veinte o treinta centímetros su estatura. Esa melena, conjeturé, podría verse desde el fondo del vagón o desde el final mismo del tren, y componía el marco perfecto para el rostro y el cuerpo provocador de aquella, la más desfachatada de las tres quinceañeras.
Yo seguía con el mentón sobre el puño, y los globos de mis ojos me pedían una pausa a tanta visión lateral. Sólo había movido un poco las rodillas desde que el tren arrancó. Las procaces muñecas se habían sentado sin siquiera registrar mi presencia, para ellas yo era una sombra o un elemento añadido del vagón. Hablaban a los gritos, reían como si fueran a explotar y movían las cabelleras al reírse. Se tocaban cuando se hablaban, una mano acarició la pierna desnuda de la otra, otra le agitó adrede el flequillo a otra, se movían como posesas, y al hacerlo desprendían halos de los litros de perfume que habían derramado sobre sus cuerpos, ungidas de histeria y de hormonas. Yo intentaba mirar el veloz paisaje de la ventana, pero en cada distracción involuntaria me encontraba mirando a hurtadillas unos bucles, un pliegue de tela, unas uñas largas. Los gritos eran cada vez más agudos y desvergonzados, escuché expresiones que no entendí como “que te lo tires”, “eres una distroyer”, “no me comas la oreja” y cada dos o tres palabras se metía un “que te cagas” o un “que flipe tío”, aunque hablaran entre mujeres. En cierto momento, la morena a mi lado respondió a una de esas frases con una carcajada extravagante, se descruzó de piernas e, involuntariamente, me dio un codazo en el hombro. Fue ahí cuando alguna de las tres advirtió mi presencia, como si de repente, al menos para esa joven, alguien a su lado se hubiera corporizado: “sí, realmente alguien está al lado mío, no es un simple accesorio del tren ni un trozo de madera vieja apoyada en el asiento, sí, es una persona que existe, un hombre viejo, calvo y arrugado que te cagas”. A pesar de la indiferencia inicial y de los gritos que no respetaban el supuesto espacio personal que todos respetamos y hacemos respetar, la pequeña morena a mi lado me dirigió un sencillo:
–Perdón, señor –Y acompañó la disculpa con una breve caricia en mi rodilla izquierda.
A continuación siguió vociferando junto a sus compañeras y yo volví a tornarme invisible. Le sonreí a modo de respuesta, pero ella ya había centrado su atención nuevamente en la conversación, mientras se acomodaba los tirantes de la blusa o se revolvía el cabello. Durante unos segundos mi rodilla experimentó un cosquilleo allí donde había tocado la joven, como si me hubiesen apoyado una sartén caliente. Me arrellané, me giré y volví mirar el paisaje, pero el tren ya había penetrado en la parte subterránea. Sólo fui capaz de apreciar mi reflejo y el de las tres niñas desbocadas. El vidrio devolvía la difusa imagen de unas arrugas en una mano, en una frente y unas mejillas, imagen que se desvaneció para dar paso a colores rosas, rojos y negros, a flecos y a seda, a fragancia de jazmines o de crisantemos. Así me perdí en cavilaciones que ahora no recuerdo, fui presa de esos raptos hipnóticos que me endurecen los párpados, que me ahorcan los globos de los ojos, aunque no para mirar hacia fuera sino para escarbar aún más dentro de mis tripas, para forzar la emanación de ideas próximas, de recuerdos fáciles con intenciones evasivas. Pero lo único que consigo es que salgan eyectadas otras ideas, esas ideas, las que parecían muertas, las que aguardan con dientes filosos para atacar cuando menos en guardia estoy, cuchillos mellados que se me clavan en las sienes, fichas de dominó hechas con mis propios huesos, que me ensordecen cuando caen y evaporan los sonidos circundantes, tornan imprecisas las imágenes del presente, ideas que me anestesian las pestañas, que se pasean por los gruesos surcos de la frente, que me adormecen la mandíbula. No recuerdo qué pensé en esos momentos, un frenazo me devolvió al tren y al vagón, a la estación Clot y a mi asiento invisible. Me giré y, con sorpresa, advertí que las tres ricuras ya no estaban, sus movimientos habían sido tan ágiles que desaparecieron sin haber dejado rastro. Sentí que aún perduraba el calor en la rodilla izquierda. Me levanté del asiento invisible y bajé del tren. Camino a la escalera mecánica sentí extrañeza. Respiré con mayor intensidad, como si necesitara más oxígeno, pero el oxígeno se había convertido en una sustancia viscosa con olor a jazmines, o a crisantemos, y quizás por eso caminaba tan pesadamente. Todos los pasajeros pasaba a mi lado con extrema rapidez. Comprendí que la sustancia no era igual para todos, que cada persona estaba rodeada de un tipo de sustancia diferente, más o menos espesa. Subí la escalera mecánica, salí a la calle, y el sol de junio me abofeteó sin misericordia, con la fuerza necesaria para devolverme a mi conciencia cotidiana. Acusé la diferencia entre el sol de Mataró y el de Barcelona, a pesar de los treinta kilómetros de distancia aquí el calor es, cómo decirlo, punzante. Empecé a caminar las cinco calles que me separaban de casa. La sustancia viscosa había desaparecido, pero yo insistía en caminar con lentitud. Me hubiese gustado hacer un rodeo antes de llegar, pero no me atreví. A dos calles de casa no sé por qué me puse a pensar en cosas insípidas. Recordé una película con Clint Eastwood que había visto hacía muchos años –no sé por qué demonios me puse a pensar en Clint Eastwood–; el recio actor iba vestido de vaquero en mis imágenes, me hubiese gustado volver a ver esa película en ese preciso momento camino a casa; después imaginé una cárcel, alguien que escapaba de esa cárcel tras años de planificarlo, el fugitivo huía a nado después de haber superado montones de peligros y contratiempos, y detrás se recortaba una ciudad, una ciudad moderna y ensoñadora que en ese contexto se había tornado tenebrosa y amenazante, y a un lado de esa ciudad un puente, un puente colgante, la ciudad era San Francisco, el puente el Golden Gate. Apresuré la marcha, el sol me empujaba hacia delante. Llegué a la entrada del edificio, abrí la puerta con mano temblorosa, entré al ascensor y piqué el botón. Fijé la atención en la mano callosa que picaba ese botón. Fruncí los labios. Dentro del minúsculo recinto traté de no mirarme al espejo, pero no pude evitar algún que otro vistazo fisgón. La chaqueta raída, ciertas manchas en la cabeza, las arrugas. Deseé que el ascensor llegara lo más lentamente posible hasta el quinto. Pero ese deseo generó todo lo contrario, nunca había subido tan rápido. Frente a la puerta de casa la mano me empezó a temblar, no encontraba la llave del mar de llaves, seguro que a todo el mundo le pasa como a mí, todos tienen ocho o nueve llaves en el manojo pero sólo usan una o dos. Encontré la correcta, la situé en posición para introducirla en la ranura; pero no la introduje, me quedé pensativo de nuevo, como en el tren, sin recordar ahora qué fue lo que me detuvo. Esa llave era muy larga, parecía como si no tuviera dientes, sí, larga y punzante, de hecho no parecía de metal sino de madera, de madera pintada o barnizada o lustrada. Parecía tornarse cada vez más puntiaguda, más filosa, como un pico de montaña, o de pájaro, o como unos zapatos de tacón, largos y punzantes zapatos de tacón negro. Di dos giros, abrí la puerta y entré de inmediato. Por fin. Dejé la chaqueta raída en el perchero y me dirigí hacia el salón, caminé con tiento para que las tablas del suelo no crujieran. Pasé frente a la puerta de la cocina. Allí, de espaldas, estaba Elsa. Escuché un cuchillo que hacía tac tac sobre una tabla, olí cebolla, sentí una olla silbar. Elsa no notó mi llegada. A su alrededor, la cocina se veía igual a siempre, tanto que no la reconocí: el calendario amarillento del año 64, el cristo sobre el reloj, la nevera descascarada, el techo desconchado, los estantes altos con frascos que hoy Dios sabe qué contienen. Y en medio de todo eso, Elsa de espaldas, a ella también la vi igual a siempre que me pareció irreconocible. Vestía el vestido floreado que usa, creo, desde que tiene 70 años. En realidad lo que es floreado es mi recuerdo, ha sido tantas veces lavado y vuelto a usar que hoy sólo se ven unos óvalos despintados. El vestido la cubría del cuello a los tobillos, y se ensanchaba considerablemente en la zona del abdomen y del trasero. Arriba, en el cuello, parecía no haber cuello alguno: unas masas de carne fláccida pendían cual abrigo, colgajos surcados por montones de arrugas y hasta de manchas redondas o de diferentes formas. El pelo era un manojo de ramas secas, blancas, sujetadas por un trozo de hilo grasiento. Seguí la vista a través de su espalda hasta abajo del vestido, note sus tobillos carcomidos y salpicados de pelos blancos, así como unas viejas chanclas que dejaban entrever diez trozos de carne regordetes, tan regordetes que parecían a punto de estallar. El tac tac del cuchillo sobre la tabla se interrumpió de golpe. Sin girar el rostro, Elsa inquirió:
–Antonio, ¿por qué no te sientas de una vez en lugar de estar allí, de pie como una estatua? Y además, ¿me vas a contar o no cómo está Yolanda?
Con sonámbulos movimientos, le hice caso y me senté frente a la mesa de la cocina. Ella no se giró. De pronto sentí hambre, me dieron ganas de comer algo contundente, legumbres quizás, sí, guisantes, guisantes con salsa de tomate, y también alubias, como las gruesas que solíamos comprar en el mercado. Deseé que Elsa estuviera preparándose un cocidos de esos que llevan chorizo picante, sí, algo fuerte, con mucha especia, a pesar de que tengo prohibidas las especias. Ella se giró por fin, quizás esperando alguna respuesta a su pregunta, pero continué en silencio. Ya está habituada a mis elipsis, a mis mentales viajes internos. Aunque pienso que, más que costumbre, es resignación. Así, de frente como la tenía, me quedé unos segundos mirando su rostro. Pude apreciar con mayor claridad los colgajos, los mofletes de acordeón, las ojeras, las ojeras de las ojeras y el lunar peludo con el que me solía rozar los últimos años que compartíamos cama. Me centré en el blanco de sus ojos ahora invadido por hilos rojizos, esos hilos me condujeron hacia las comisuras pobladas de arrugas, a una sien ondulada, a unas orejas derretidas. Dirigí la vista a sus pechos desinflados, cubiertos del recuerdo de las flores en el vestido, e imaginé lo que podría haber ahora debajo de esas ropas. Traté de visualizar qué camiseta tendría puesta e incluso qué sostén, si es que aún usa sostén. Intenté recordar la última vez que toqué esos pechos, pero no pude. Bajé la vista abruptamente y miré el mapa que formaban las grietas de la mesa de madera. Aunque la limpiáramos, esas grietas siempre acababan llenándose de mugre. De repente, otra vez volví a sentir la sartén caliente en la rodilla. Cerré los ojos, rechiné los dientes. Si mis huesos me lo hubiesen permitido, habría salido corriendo de esa cocina, de ese piso y de ese edificio. Dónde, no sabía, quizás al Parc de la Ciutadella a disfrutar del calor que ofrecen los últimos días de primavera, o a perderme por las callejuelas del Borne, o a tomarme un carajillo en el primer bar que encontrara. Volví a la mirada de Elsa y le lancé un dardo venenoso con los ojos. Regresé a las grietas, escarbé la mugre con la uña y sentí una tristeza profunda y eterna.
Elsa apoyó un plato humeante y me despertó de mis cavilaciones.
–Aquí tienes la sopa, no tan caliente para tus encías. Te he cortado el pan más pequeño, como a ti te gusta. Es queso cheddar, por supuesto. Ah, la cuchara de plástico no la encuentro, pero en el mercado vendían unas muy bonitas. Toma, esta roja es para ti, que te gusta tanto el rojo.
Se secó las manos en el delantal y entrelazó los dedos. Me contempló en silencio, a mí y al plato de sopa tibia. Sus comisuras se arquearon más de lo que estaban, enseñó alguno de los dientes que le quedaban, sus labios se curvaron hacia arriba. Me regaló una de sus sonrisas y me oteó con expectación, aunque en realidad no era expectación. Colmé la cuchara roja con el líquido, la acerqué a mi boca y me la bebí. Allí flotando no había guisantes ni alubias ni chorizo. No olía a jazmines ni a crisantemos, no se veía ningún Golden Gate en el reflejo de la sopa. Le sonreí a modo de respuesta, a fin de expresarle sin palabras que la sopa estaba deliciosa, que el cheddar era apetitoso y que me encantaban los pequeños trozos de pan. La sopa estaba tibia, con la exacta tibieza que sólo ella puede conseguir. Pero no quedó conforme con mi sonrisa. Estoica, continuó de pie frente a mí, con sus colgajos, con su sonrisa y sus comisuras. La estrategia siempre le daba resultado, jamás olvidaba una pregunta cuando la formulaba. No se trataba de costumbre, tampoco de resignación, ni siquiera de paciencia. La tibieza de la sopa me llegó hasta la punta de los pies, en una fracción de segundo recorrió todo mi cuerpo por debajo de la piel, sentí un cosquilleo, o más bien un escalofrío, pero no frío sino tibio, fue una sacudida suave y acogedora. La miré a los ojos, esos ojos que veo cada mañana cuando me levanto, cada noche cuando me acuesto, cuando entro y cuando salgo, cuando río y cuando sufro, cuando me quedo callado y cuando me siento decrépito. Esos ojos que, a fin de cuentas, son mis ojos. Volví a sonreír, pero fue una sonrisa no esperada, profunda, en carne viva, acompañada de una mirada vidriosa. Me esforcé para que no me temblara la mandíbula. Fueron dos o tres segundos de contemplarnos en silencio. En el espacio comprendido entre sus ojos y los míos se extendió un hilo lo suficientemente fuerte como para aguantar el peso de un tren, como para soportar cualquier puente de San Francisco. Carraspeé un poco antes de responder:
–Yolanda está bien, Elsa. Yolanda está muy bien.
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2 comentarios:
Espléndido maestro,como una película se proyecta éste cuento en la mente,sus imágenes son festivas y en unos tonos Bertoluccianos.Siga ésta tónica.
Estimadísimo amigo.
Como he puesto en un post de este mismo blog, a veces las palabras no suelen sernos del todo útil para traducir con absoluta fidelidad nuestros anhelos y sentimientos. De todas maneras, como es lo único con lo que cuento ahora mismo, tendré que volver a caer bajo el yugo de las palabras para declararle lo bonitas, útiles y refrescantes que me resultan tus palabras. Combustibles de alma latiendo que me sirven (y cómo) para seguir dando pasos hacia adelante. Un fuerte abrazo transoceánico.
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