domingo, 28 de diciembre de 2008

Y dijo el profeta...


Discover Alain Souchon!


"Al final, el objetivo de la vida, más que hacer feliz a los demás, más que dar amor, es aprender a estar solos con nosotros mismos. Es que todo, absolutamente todo lo que nos rodea finalmente nos abandona: gente, objetos, ideas, proyectos.
La clave de todo es convivir en paz con nuestro cuerpo desnudo."


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Después de reflexionar durante minutos, cerré ese libro, acabé la botella de whisky y me conecté a internet. Necesitaba algo de pornografía.

(MP3 del post: Bidon, de Alain Souchon)

viernes, 26 de diciembre de 2008

Una carta


Muy estimado editor:

Le agradezco con calidez la misiva por usted enviada. De hecho, es la primera vez que recibo una carta de respuesta de esta índole. Déjeme decirle que nunca, jamás de los jamases, uno de sus colegas había tenido la deferencia de enviarme una respuesta de negativa a mi remesa. Todo ha sido silencio o, mejor dicho, cruel indiferencia. Después de haber gastado ingentes cantidades de dinero en impresiones a chorro de tinta blanco y negro en la fotocopiadora de la esquina de casa, de acudir una vez al mes a la oficina de correos, de ser atendido cada primer lunes de mes por la misma empleada, una rubia algo excedida de peso llamada Carmen. Después de cambiar y recambiar un punto donde debería ir una coma, de rescribir tres veces el capítulo “La estrella fugaz ha caído sobre mí”. Después de haber gastado ingentes sumas en los autobuses que me transportaron a las editoriales de la ciudad. Tras haberme aventurado a una insensata escapada a Madrid para buscar más editoriales, en donde dormí en cajeros y robé comida en Burger Kings. Tras meses de buscar nuevas direcciones de casas editoras por Google, de llamar para confirmar la recepción del manuscrito, de Carmen la rubia o de encuadernaciones ruinosas, hoy recibo con regocijo su carta de respuesta. Sus dos líneas de negativa me han conmovido, en especial su sincera línea “hemos leído atentamente la novela por usted enviada”, un indicio del esmero que ha volcado en la novela a la que dediqué los últimos seis años de mi vida. Y si bien sentí cierta desilusión al leer la siguiente línea (“sin embargo, dicho manuscrito no encaja con la política editorial de nuestra casa editora”, línea cuya enorme sinceridad me hizo pasar por alto la redundancia cometida), esta frase fue atenuada al continuar con el clásico pero no menos cálido “Sin otro particular, lo saludamos atentamente”. Para finalmente llegar a la firma “Joan Sesoll”… Una firma de puño y letra. Al principio pensé que era de estas cartas automáticas con la firma escaneada, pero después de un minucioso análisis a trasluz pude percibir la presión de la lapicera en la segunda L, o la cadencia cuando escribe la J. Y me convencí de que esa forma de rubricar corresponde a una persona con sensibilidad, a un editor no sólo con sapiencia, sino con una envidiable capacidad de empatía y de capturar la esencia y la verdad última de cada obra que cae en sus manos. Por eso me siento orgulloso de que una persona como usted, con su experiencia y pasión, se haya molestado en robar unos minutos de su preciado tiempo para decir NO a la novela por mí enviada. Es un honor su negativa. Satisfacciones que un autor novel como yo espera con ansias, que lo motivan a seguir creyendo en la literatura. Por eso, señor Sesoll, déjeme decirle que casi he llorado de emoción por ese no. Gracias, gracias, gracias por su NO, señor Sesoll. Gracias.

Sin otro particular, lo saluda atentamente,

Armando Sarragasta

PD: por cierto, estos últimos días le he hablado bastante de usted a Carmencita. Me ha dicho que le mande saludos. Ahí van, pues.

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lunes, 22 de diciembre de 2008

Mi perro


¿Por qué justo en este momento de mi vida me nace la necesidad de querer tener un perro? ¿Estaré necesitando desviar ciertas emociones hacia cualquier desgraciada mascota, emociones que no puedo depositar en otras cosas que me faltan? Léase novia, esposa, hijo, hija… No tengo dinero suficiente ni espacio en esta sucia buhardilla londinense. Debería cancelar muchos de mis pasatiempos para prodigarle atención al nuevo habitante de la familia, una familia de dos, él y yo. Tendría que llevarlo al Hyde Park para que retoce, darle las vacunas de rigor, llevarlo a que haga pis y caca, enseñarle que no se debe cagar la alfombra, desparasitarlo, comprarle antipulgas… Tendría que reestructurar bastante mi vida, sólo para tener un peludo sujeto que me rasque la puerta al pedirme salir. Y estar más tiempo en casa, porque se sentiría sólo, todo el tiempo encerrado hasta las diez de la noche, hora que regreso del bar en el que trabajo. Y todo para recibir un par de lengüetazos en la cara, unos ladridos que significan “qué tal, hoy te extrañé” o una pata que empuja un plato de plástico apoyado en el suelo para que sea llenado de comida, comida que, como corresponde a un piso de soltero, no son más que sobras. Me complicaría la vida, no tendré novia pero tendré perro. Fue así que un sábado por la mañana visité la perrera municipal.

A Syd le faltaba una pata, por eso nadie lo elegía. Seguramente habrá visto con pasividad cómo sus compañeros de celda rotaban constantemente, unos eran llevados y otros que venían. Generalmente los rubios y de pelo sedoso eran los primeros en volar. He visto cómo un cocker marrón fue dejado allí por un indignado dueño de una perra abusada sexualmente, y en quince minutos otra persona ya lo estaba reclamando para llevárselo a casa. En el otro lado de la jaula, otros perros tenían una etiqueta colgada del cogote. Como los coches, estaban reservados. En el medio de la vorágine canina, de patas que iban y venían, ladridos, pelos que volaban, Syd permanecía allí, impertérrito, viendo a sus compañeros que eran reemplazados por otros. Menos él. Debe ser el más viejo de esa celda, pensé. Confieso que me costó elegir, todos los perros estaban en su mundo, algunos comían, otros robaban la comida al vecino, nadie estaba quieto, ninguno me miraba. Salvo Syd. Sentado en sus patas traseras, apoyando su pata derecha y con el muñón izquierdo colgando, Syd fue el único que me miró. Y movió la cola. Creo que en un momento le llamó la atención los dibujos de mi camiseta, una camiseta con un enorme ojo que decía Pink Floyd. Pasé delante de él, como quien no quiere la cosa, más atento en una fox terrier de pelo blanco con manchitas negras. Syd levantó el hocico y empezó a respirar con más fuerza para llamar mi atención. Al rato, sacó la lengua y se paró en sus patas traseras. Me acerqué a él, le acaricié el hocico. Sentí que me sonreía. Nos miramos un rato largo, él movía la cola con más fuerza que nunca y empezaba a dar saltos. Yo le acaricié la frente y le sonreí. Si hubiese podido, estoy seguro de que Syd me hubiese abrazado. Al rato, la empleada se acercó para preguntarme si me había decidido.

Syd se llamó Syd sólo durante el tiempo que permanecí en la perrera, aproximadamente una media hora. Mientras tanto, hoy soy feliz con el precioso labrador que al final terminé eligiendo, un fino ejemplar que dormía justo al lado de Syd. Qué coño me iba a traer yo un perro con tres patas… ¿acaso tengo cara de Madre Teresa?

sábado, 6 de diciembre de 2008

Los sobrecitos de azúcar (basado en una historia real)




Jeff Woodrow salió de ese bar de Inverness diciendo que no con la cabeza. Fuera, el frío eran hachazos voladores que lo empujaban hacia delante. Ya no aguantaba esto de ver tantas sacudidas, la gente tenía que utilizar una manera mucho más sutil, aprovechar más el tiempo o, al menos, no desperdiciar tantos granos por el suelo. No, tenía que buscar una manera. Una forma práctica de verter el azúcar. Práctica, agradable, dulce.

Año 1954. Catorce años después, una anciana fue atropellada por un furgón que transportaba tornillos, la pobre señora quedó despedazada. A la vuelta, sin enterarse de nada siquiera, el pobre Jeff volvía del trabajo mientras intentaba sacarse un trozo de carne de entre dos premolares, sin éxito. De repente, tuvo un flash de conciencia supremo. Corrió a su casa, sin sacarse la chaqueta y embarrando toda la alfombra, cogió un lápiz y, en la pared blanca, empezó a hacer unos planos de algo alargado. Tomó medidas, calculó, tosió. "Uhhhhhhaaaauuuuu", fue lo único que salió de su boca, aparte de un vaho a ajo. Su madre ni le hizo caso y siguió tejiendo de rodillas.

Fundido a negro. La imagen baja lentamente hasta una oficina de patentes. "Sí, fui yo, ponga también en ese formulario que de niño me decían FastBall". Jeff salió dando saltos y besando las calvas de los abuelos que se les cruzaba.

"I have a dream...". Jeff apagó la tele, salió al bar de la esquina a ver el panorama. Nada, todo seguía igual... Esto es desesperante. ¿Cómo puede ser que nadie, que nadie se dé cuenta? ¿Tantos estudios y licenciaturas para esto? Para qué demonios haber inventado los sobrecitos alargados de azúcar, esos que no hace falta sacudirlos porque si se los abre por el medio hasta el último grano cae sin ser sacudidos... Y la gente los sigue abriendo por la punta. ¿Para qué? ¿Para qué? Camarero, otra ginebra.

Y así, hijo mío, es como fue la historia de esta estatua que ves en en esta plaza. Lo único destacable de la vida de este infeliz fue, paradójicamente, que durante su cortejo fúnebre -después de haberse suicidado clavándose una agujereadora en el cráneo- fue que el ataúd cayó con violencia sobre la Harrington Lane. Que, por cierto, esa madera era de una calidad espantosa. Se partió al medio apenas tocar el suelo Qué barbaridad, hijo, qué barbaridad.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Un cuento: Y finalmente bajó la mano, se arrodilló y lloró

A Zanetti aún le temblaban las piernas por lo que acababa de hacer. Castillo volvió a ver una tenue luz que se encendía y un humo gris que salía del agujero apenas hecho. Sintió la bala que giraba en sentido contrario, atravesaba una consistencia gelatinosa y salía escupida hacia el exterior. El agujero tenía una circunferencia perfecta, justo en el medio de la frente de Castillo, y se cerró tal como había sido abierto. Escuchó su propio grito de pánico y dio unos pasos hacia delante. Delante estaba Zanetti, apuntando a la cabeza de su jefe y recibiendo en su arma la bala que había sido expulsada por el percutor, por el gatillo antes y por su dedo índice al comienzo de todo.


– Eso de que no hay imposibles, de que todo puede conseguirse en la vida… una mierda –Zanetti escupía sus palabras a unos metros de Castillo, mientras le apuntaba a la frente–. Somos imperfectos por naturaleza, como la naturaleza misma. Sin la imperfección no habría evolución, sin las pequeñas casualidades o los breves errores del tiempo y del espacio, el mundo no sería lo que hoy. Y usted me viene a decir que tenemos que perfeccionarnos a cada rato y escalar, escalar, que siempre mirar hacia arriba, llegar a la cima, esa puta cima… Confieso que en cierto momento me había convencido. Estamos toda la vida esforzándonos para “hacer currículum”, pero... ¿qué mierda significa “hacer currículum”? ¿para qué sirve el currículum, si al final todos moriremos? Claro, la gente no busca un nuevo trabajo para sentirse útil, sino sólo para escribirlo en el apartado Antecedentes Laborales, justo al día siguiente de haber sido fichado; como si en alguna oficina celestial existiese un todopoderoso seleccionador de personal, evaluando y juzgando nuestro desempeño laboral. Como si todo el tiempo debiéramos estar convenciendo a ese tío inalcanzable, seguramente un gordo sudoroso que usa guantes negros de cuero, fuma con boquilla y ríe como los villanos de las teleseries. Usted cree estar fuera de este juego maniqueo, pero ni el hombre más poderoso del mundo puede escapar del sistema. En lo que a mi respecta, maldito hijo de puta, ya estoy harto de este jueguito, pero más harto estoy de usted y de su horrible corbata.

Zanetti tragó saliva y se dispuso a hablar, a pesar de que le temblaba la mandíbula. Detrás de la discusión, un lustrado y brillante skyline se dejaba ver a través de los cristales de la vigésima planta de la torre, un skyline como de cartón, como recién terminado. Zanetti escupía salado cuando hablaba y una vena que atravesaba su sien parecía explotar de un momento a otro. La secretaria, que hacía unos minutos había entrado sin permiso, alarmada por el grito de Castillo, permanecía de pie al lado de la puerta, pálida de miedo pero sin emitir palabra. El puntapié de Zanetti en la muñeca de su jefe fue oportuno, justo antes de que éste pulsara el botón de seguridad. Frases como “harto de tu ninguneo”, “tú sabes de quién es el hallazgo” o “ahí está la puta carpeta amarilla” le dieron la pauta a Castillo, subdirector de Climt & Brodsky, de que todo había sido descubierto. Minutos antes, Zanetti había entrado al despacho de su jefe sin siquiera avisarle a la secretaria, con los ojos que se le salían de las órbitas, mientras Castillo, feliz, contemplaba la ciudad tras los cristales. Quizás festejaba el resultado de la reunión que había mantenido hacía una hora: una maleta poblada de billetes que latía en su caja fuerte.

Semanas atrás, el móvil de Castillo hervía. Llamadas del Comité de Investigación Genética, de colegas, de la comunidad de científicos e incluso una del presidente del Gobierno lo henchían de orgullo. Habían pasado sólo cuatro días de la publicación de su artículo en esa famosa revista científica, y las repercusiones dieron inmediatamente la vuelta al mundo. En poco tiempo un ascenso, placas de honor, un premio de un millón de dólares en efectivo de parte del presidente de la corporación y una membresía de honor del gobierno llevaron a Castillo a la cúspide de su carrera. Estaba agotado de tantas entrevistas. En la última no la pasó del todo bien, ya que fue organizada por un grupo de periodistas científicos y las preguntas fueron demasiado capciosas. Por suerte, la batería de respuestas evasivas que había preparado surtieron efecto. El golpe de gracia fue su anuncio máximo: él mismo sería el primer voluntario en someterse al proceso de rejuvenecimiento y de “vida eterna”, como le gustaba llamarlo. Noticia que generó aún más conmoción en la comunidad científica y que despejó toda duda sobre quién era el autor del proyecto. Siete días con sus noches tardó Castillo en estudiar el caso y preparar el speech pertinente. Aquel séptimo día envió el artículo por correo electrónico y, tras echarse hacia atrás en su butaca, encendió un habano que inmediatamente dibujó un espeso humo en el aire de su despacho.

Otro humo, aunque mucho más negro, invadía el estudio de Zanetti en su piso suburbano, varias calles abajo de aquel edificio espejado. La botella de whisky que rodó desde el escritorio y se hizo trizas sobre la alfombra le recordó que, justamente ahí, bajo la alfombra, escondía la pistola que no pensaba usar jamás. La cogió, la mantuvo entre sus manos como quien alza un bebé, y no supo si el temblor de la mandíbula se debía al miedo, a los dos litros de whisky que acababa de beberse o a los barbitúricos que venía tomando desde hacía semanas, presa de una depresión que lo transformó en un ermitaño hediondo y barbudo. El rojo de sus ojeras se confundía con el fuego de los papeles que estaba quemando, estudios que le llevaron dos años de trabajo, encerrado en ese oscuro salón que vería por última vez en su vida; investigaciones que buscaban la fórmula para obtener por vía artificial lo que Climt & Brodsky conseguía de manera ilegal, aunque natural. Zanetti no soportaba estar trabajando para una empresa con tan pocos escrúpulos, por eso tanto estudio, por eso su honestidad, por eso los barbitúricos. Quemaba y lloraba, presa de un rapto de furia que también lo motivó a eliminar todos los archivos de su ordenador. Su respeto por las jerarquías lo acabaron hundiendo. Sabía que no debía entregarle esa carpeta a Castillo, y que debería haber sido él mismo quien presentara los resultados a la junta directiva. Y justamente a Castillo, el que lo había puesto a cargo de investigaciones de lo más irrelevantes, mientras él sacaba tajada de sus conocimientos. “Y vaya si lo consiguió”, pensaba mientras metía el arma en el bolsillo y salía a la calle.

Durante esos dos años Zanetti perdió cabello, prestigio, amigos y esposa. Desapareció de la escena científica, enfrascado en los inútiles proyectos que le encargaba su jefe. Y al llegar a su piso –convertido en oscuro laboratorio– se entregaba de lleno a su investigación casera y secreta: conseguir por fin la síntesis artificial para evitar tantas muertes. Esa obsesión no hubiese sido posible sin el tubo de ensayo que robó del laboratorio central, lo que le permitió descifrar la fórmula y crear un sustituto artificial a la sustancia que en ese momento se estaba utilizando en la compañía. A las seis de la mañana de aquel jueves, un eufórico Zanetti imprimió la última página del documento, la ubicó al final de esa carpeta amarilla llena de fórmulas, y salió corriendo a su edificio espejado de todos los días. Pero era muy pronto. Cruzó al bar de enfrente, pidió un cortado y, mientras esperaba que sean las ocho, pensó si era conveniente hacer lo que estaba a punto de hacer, o si era mejor ir directamente a la planta veintiuno, la última de la torre. Finalmente decidió ver a su jefe. Castillo lo recibió indiferente, hojeó el dossier, y después de pensar un rato, miró fijo los ojos de Zanetti:
– Déme una semana de tiempo, muy pronto le diré algo. Ahora me doy cuenta de que no se han equivocado al ficharlo. Siempre supe que usted era un tipo inteligente, Zanetti.

La decisión de robar el tubo de ensayo y encontrar la síntesis por su cuenta nació aquel día en que, casi por accidente, bajó al segundo subsuelo del edificio mientras inspeccionaba las instalaciones, en su primer día de trabajo. Allí, tras una columna, Castillo conversaba con un miembro del Comité de Investigación. Zanetti permaneció escondido en la oscuridad del pasillo, unos metros atrás.
– Licenciado, lo he convocado aquí porque aquí sí estaremos seguros. Como me ha sido ordenado, tengo que ponerlo al tanto del proyecto. Estamos en la fase final de una investigación en la cual no solo está en juego nuestro futuro, sino el de toda la nación. Se trata de un método para retrasar el envejecimiento, prolongar la vida hasta los 150 años, conseguir que los pacientes vuelvan a tener el aspecto que lucían en su juventud y, lo que es más importante, que recuperen la vitalidad que tenían a sus 30 años. Un logro que solucionará problemas como la baja en la natalidad y la crisis de las pensiones, ya que el paciente podrá trabajar hasta los 110 años –tragó saliva, se acomodó la corbata y prosiguió–. Pero hay algo que debe permanecer en el más absoluto de los secretos, ya que generaría una tormenta de críticas y saldría a la luz esa palabreja llamada ética que, como usted sabe, no sirve de nada, ya que la ciencia avanza a pesar de ella, como se ve con la clonación o con los nacimientos a demanda… Los resultados positivos que hemos conseguido no hubiesen sido posibles sin el uso de una sustancia medular que extraemos de los cerebros de personas vivas, especialmente de enfermos terminales o bebés con malformaciones. Hemos comprobado que no es útil la sustancia de personas recientemente fallecidas, han de ser de personas vivas. Nos ha sido imposible conseguir una síntesis de esa sustancia en laboratorio, y como el tiempo apremia y la demanda por el tratamiento aumentará cuando se difunda, tendremos que echar mano de más personas vivas e “inducirlas al deceso”, tal el eufemismo que estamos utilizando. En dos años este proyecto debe llegar a su fin, ya que nos lo exige el gobierno, y hay rumores de que los chinos podrían conseguirlo antes de ese tiempo, por lo que debemos darnos prisa.
Oculto tras las sombras, Zanetti grabó en su memoria cada palabra de Castillo. Le impactó la manera en que su jefe se aflojó la corbata y cogió a su interlocutor de los hombros.
– ¿Se da cuenta? Estamos frente a una revolución. Es la vida al revés. Es como volver el tiempo atrás, licenciado.

Mario Zanetti había sido fichado por la Climt & Brodsky gracias a su impresionante currículum. Sólo tenía 32 años, pero ya había forjado una envidiable trayectoria, entre descubrimientos y premios varios. Los directivos de la compañía estaban felices de que un joven talento como él haya aceptado formar parte de su plantilla de investigadores. Su jefe, mientras tanto, decía tener un sexto sentido, y ese nuevo ingeniero no le caía nada bien. Estaba convencido de que le acabaría haciendo sombra. Por eso, en la cena de bienvenida lo primero que hizo fue acercarse a él y, champagne en mano, sentenció:
– Recuerde que la filosofía de nuestra empresa, Zanetti, es perfección, perfección y perfección. Aquí no hay margen de error. Aquí, la curva siempre debe ser ascendente, cueste lo que cueste. Ése es su desafío aquí, ¿comprendido?
Lo primero que a Zanetti le llamó la atención de su nuevo jefe fue el mal gusto que tenía para las corbatas. En esa ocasión lucía una de color lila con enormes círculos negros. También notó su coquetería; pudo percibir el maquillaje que usaba para disimular arrugas y la tintura en un cabello que indefectiblemente perdía. Al comienzo de la celebración, antes de que el presidente de la compañía leyera el currículum del nuevo investigador, Castillo fue a saludarlo sólo con el fin de respetar el protocolo, y con un violento apretón de manos, evidente sarcasmo y las mejillas enrojecidas, le espetó:
– Es un honor estar por encima de alguien con una carrera como la suya, Zanetti. Le deseo una larga y fructífera trayectoria en nuestra empresa. Espero trabajar con usted el resto de mi vida.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Perder el tiempo (y no encontrarlo)

Escuché decir a un viejo en la calle:
- Cuanto más cerca estamos de la muerte, más nos aferramos la vida. Contamos cuándo es la ultima vez que nos hemos comprado un auto, o la última vez que visitamos Roma, o aquella última vez que nos cortamos el pelo. A nuestra edad, contamos cuánto nos queda y entonces intentamos aprovechar más el tiempo. En cambio, a los jóvenes eso les importa una mierda. ¿Y sabes por qué, Paco? Porque creen tener todo el tiempo del mundo y que pueden hacer con él lo que les plazca.

Terminó de decir eso y siguió su camino, junto al otro anciano con el que paseaba. Yo me encontraba a sus espaldas, escuchando absorto su afirmación, mientras metía alambres en una máquina expendedora para robar un par de latas de cerveza...

martes, 25 de noviembre de 2008

De este diálogo sólo existió la primer sentencia

ÉL: – No voy a tertulias literarias y dejé de ir a esos estúpidos cursillos de escritura porque creo que la única manera de aprender a escribir es leyendo. Solamente permanecer en casa y leer es la única manera de aprender. Y de paso me ahorro de escuchar los imberbes comentarios de compañeros de curso que leyeron diez mil veces menos que yo.
YO: – Es como decir que quieres aprender a jugar al fútbol sólo mirando partidos por televisión. Sin los consejos ni la teoría de un entrenador ni salir a correr detrás de una pelota, e igualmente llegar a ser un gran jugador. Es eso, ¿no?
ÉL: – Qué banal y estúpida comparación. Esta respuesta afirma mi decisión de haberte utilizado como personaje en mi última novela, algo que fue sólo una herramienta para criticarte y denostar la mierda de literatura que tú haces, a través de ese personaje.
YO: – Si tienes que echar mano al personaje de una novela para decirme algo cara a cara, entonces eso demuestra lo mediocre que eres, un simple y mediocre autorcito con aires de loco incomprendido.
ÉL: – Por imbécil, mereces que te asesine en el primer capítulo.
YO: – Por mediocre, voy a asesinarte yo aquí mismo. A mí no me hace falta tinta. Mira cómo te clavo este pedazo de vidrio en la yugular


Exceptuando el primer comentario, el resto de la historia no existió, pero bien podría haber existido. La escritura, como todo arte, sirve para decir lo que no dijimos en su debido momento, corregir los errores del tiempo. El arte nos ofrece venganza, podemos matar a quién queramos cuando queramos. Y le damos al asesinado el nombre que nos plazca. Yo llamaré a este individuo Miguel. Y para continuar con mi venganza, debo decir que se trata de un nombre real, de una persona real. Y de unas intenciones que, por falta de tiempo, podrían haber sido reales.

Tipificación de doce clase de personajes muy útiles para comenzar una novela

1. Los que miran el pañuelo lleno de mocos después de haberse sonado.
2. Los que limpian la tabla del retrete con un trozo de papel higiénico antes de sentarse (porque les da "asquito").
3. Los que bostezan sin taparse la boca.
4. Los que nunca llaman el timbre del bus para pedir que pare, porque creen que alguien ya ha llamado o lo llamará.
5. Los tíos o las tías que siempre preguntan a su sobrinito la misma y estúpida pregunta de siempre: "¿Y cómo me llamo yo?"
6. Los viejos que sólo hablan del clima.
7. Los que están en la cola del supermercado sólo con un producto y te piden pasar ellos primero.
8. Los peluqueros que escupen cuando hablan, mientras cortan el pelo.
9. Los dentistas que hacen preguntas al paciente mientras le pasan el torno por un premolar.
10. Los pacientes de los dentistas que responden con un "mmhh..."
11. Los que envían por e-mail archivos de PowerPoint que pesan un mega, y al final se trata de estúpidos mensajes new age ilustrados con imágenes de paisajes bajados del Google Images.
12. Los que leen a Brian Weiss o a Louise Hay.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La infancia es mirar hacia fuera…


Discover Sound Effects!


Cuando era niño, todos los sonidos de la mañana me resultaban claros, el canto de los pájaros tenía un volumen más alto que ahora. Ahora las aves suenan ahogadas, quizás por mis pensamientos cotidianos. Los rayos de sol eran más intensos, y la brisa de la mañana venía con un frescor que hoy ha perdido. Cada vez que veo una mañana soleada en una película, es una imagen que me transporta inmediatamente a mi niñez. Mierda… esto de hacerse adulto va a apagando los sentidos.

Filosofía Groeningiana


De The Simpsons, capítulo Apocalise Cow.

lunes, 17 de noviembre de 2008

When I'm twenty-nine


Discover Matt Elliott!


A mi edad, Alejandro Magno ya había conquistado Persia, George Harrison compuesto Something y Kennedy ya era senador nacional. A los veintinueve años Maradona hacía tiempo que era el mejor futbolista del mundo, Picasso ya había pintado sus majestuosas señoritas de Avignon y Charles Dickens publicado y alcanzado la gloria con un tal Oliver Twist.

Y yo que, con mis veintinueve años, no puedo coser correctamente la manga de la camisa que ayer se me quedó enganchada en la rama de un árbol.

(MP3 del post: The Failing Song, de Matt Elliott)

viernes, 14 de noviembre de 2008

Un cuento: El barro en el pantalón

Cuando era niño pensaba que el santiamén era una unidad de tiempo. Sí, creía que después de la hora, del minuto y del segundo, venía el santiamén. Sesenta santiamenes hacían un segundo. Tres mil seiscientos santiamenes, un minuto. Admiraba a las personas que decían hacer tal cosa o cual otra “en un santiamén”. En mi candidez, la acción que podía realizar con más velocidad solamente era la de comer una golosina en veinte segundos, pero jamás en veinte santiamenes. En vano contaba con frenesí los sesenta santiamenes que hacían un segundo, hasta quedarme sin respiración. Este rasgo de mi personalidad acabó poblando mi conciencia de una obsesión por la inmediatez. Debía terminarlo todo antes que el resto, los exámenes en la escuela o la sopa en el comedor. Incluso cronometraba mi tiempo para llevar a cabo las más nimias acciones, como hacer pis en exactamente un minuto o mejorar mi tiempo al cruzar la calle; pero eso sí, sin pisar ninguna raya del paso de cebra.

Recuerdo como si fuese una fotografía la primera vez que oí la palabra santiamén. Tenía cuatro años y aún tomaba el biberón a escondidas de mi padre. Ésta fue la frase que papá pronunció aquella lluviosa tarde de febrero, cuando me descubrió agazapado tras la puerta de mi habitación mientras disfrutaba de mi leche:
- Quiero que dejes eso en un santiamén.

El terror me paralizó. Su metro noventa de estatura me parecieron tres o cuatro o incluso cinco metros. El corazón se me salía por la boca, y a través del espejo pude ver mi cara, más blanca que la leche que estaba bebiendo. Papá siguió esperando que obedeciera, con los ojos inyectados en sangre. Como no lo hice, vino el primer gran castigo del que tenga memoria: cincuenta golpes de vara en las nalgas, ni uno más, ni uno menos.

Papá era militar retirado. Tuvo que coger la baja vitalicia a la fuerza, debido a un abrupto descenso de la visión. Desde ese momento, yo pasé a reemplazar a todos los soldados que dirigió durante sus diez años de servicio, característica que se acentuó tiempo después, con la muerte de mamá. Su voz ronca a fuerza de habanos, su entrecejo curvado hacia abajo y unos cuencos oscuros bajo los ojos le daban a mi padre un aspecto cavernario. Era muy exigente consigo mismo, se levantaba todas las mañanas a las cuatro y media para sus ejercicios físicos. Por ser pequeño, a mi me permitía media hora más de sueño, pero si osaba levantarme a las cinco y un minuto, ese minuto de más ya era causal para recibir los cincuenta varazos de siempre, ni uno más, ni uno menos.

La adolescencia no fue muy diferente. A las exigencias académicas que me sometía mi padre, como la cancelación de mi mensualidad si me sacaba nueves en los exámenes, había que sumar mis dificultades para relacionarme con las chicas. Claro, quién iba a aguantar a un tío que todo el día le tiembla la mano izquierda o que se la pasa mordisqueando la punta de los lápices. Recuerdo mi primera cita como un rotundo fracaso. Quedé con Esther a las seis de la tarde, pero me presenté a las siete y cuarto, porque no me gusta esperar, prefiero que sea la otra persona quien espere. Fuimos a cenar a un restaurante, pero como tardaban tanto en traernos el pedido la llevé a comer palomitas de maíz al chiringuito de la esquina. En el cine, no pude evitar predecir el final de El graduado y canté a los cuatro vientos que Benjamin se terminaría enamorando de Elaine. Hastiada, Esther se levantó de la butaca, me tiró las palomitas en la cabeza y se largó, dejándome solo junto a Dustin Hoffman, a Simon y a Garfunkel. Llegué a casa absolutamente decepcionado, porque ni siquiera había podido besarla en la mejilla. En la puerta me esperaba papá, vara en mano, enseñándome un reloj que marcaba las once y un minuto.

La sombra de papá también me persiguió en mi edad adulta, especialmente durante los años que permaneció ingresado en aquel hospital que me costaba la mitad de mi sueldo. A pesar de que casi no hablaba y sólo era capaz de mover la mitad de su boca, papá siempre tenía preparado su catálogo de reprimendas y órdenes, tan naturales para mí y que echo tanto de menos cuando no las oigo. Todos los días eran iguales, salía del trabajo e iba corriendo al hospital a cuidar de papá, hasta las doce de la noche. Entraba a la sala, y sin siquiera saludarme, papá sólo atinaba a decirme:
- Pis.
Lo que significaba que debía cambiarle el contenedor de la orina porque estaba lleno. Sin quitarme la chaqueta ni dejar la mochila, obedecía sin más, con la fidelidad de un perro adiestrado. Invariablemente, mi respuesta era siempre la misma:
- En un santiamén.

Gracias a papá me convertí en un experto en cuidar enfermos. Que controlar el suero, que darle de comer, que afeitarlo, que ducharlo, que acomodarlo para que hiciera caca… Y por supuesto, con una rapidez y eficacia que generaba la envidia de los otros pacientes. Los medicamentos siempre a la misma hora, la inclinación del respaldo de la cama siempre en el mismo ángulo, jamás una mancha de patata en la sábana… Así, mi vida terminó eclipsándose en favor de los cuidados que debía prodigar a papá. Al menos podía apreciar su gesto de serenidad cuando dormía, y pensaba en todos los años que tuve que esperar para ver su rostro así de sereno, sin el entrecejo curvado.

Hace un rato volví de su funeral. El día estaba lluvioso, como en los funerales de las películas. Muy poca gente había acudido, de la cual no conocía a nadie. Los sepultureros bajaron el cajón hacia la fosa con una lentitud exasperante. Cuando el agujero fue cubierto y la concurrencia se disipó, alguien se ofreció para llevarme a casa en su coche, pero rechacé la invitación. Prefería volver a pie, con paso rápido y nervioso, como solía hacer. Ya en el camino, hundí las manos en los bolsillos de mi chaqueta, y ese repentino calor me causó una curiosa sensación de placidez. Di una larga bocanada de aire, la frescura del otoño invadió cada uno de mis alvéolos y me oxigenó la mente de tal manera que pensé que nunca había respirado en mi vida. Mientras cruzaba el parque, percibí las graciosas curvas que dibujan las hojas de los árboles al desprenderse, y también los círculos que se forman en los charcos cuando caen las gotas de lluvia. Me senté en un banco durante un rato para darle migajas a las palomas, y no me importó que el banco estuviera mojado; es más, disfruté de la frescura del agua atravesando mi pantalón. Alcé la vista. Unas nubes tímidas que le daban paso al sol habían esculpido la forma de unas montañas. Estaban nevadas, y un ciervo intentaba trepar los peñascos para encontrarse con su familia de ciervos. Imaginé montones de historias con esos ciervos-nube y me reí, mucho me reí.

El funeral acabó a las nueve de la mañana, llegué a casa a las nueve de la noche. De vez en cuando me soplo los dedos para secar la tinta del bolígrafo con el que estoy escribiendo este relato, pero no quiero lavarme, me gustan estas manchas. Tengo los zapatos llenos de barro y los calcetines húmedos. Creo que me llevará muchos santiamenes sacarme el barro del pantalón, aunque seguramente muchos menos que antes, porque el tiempo es elástico, y ahora los santiamenes duran el tiempo que yo quiera.

Monos teístas




En una época, los árabes eran el pueblo más inteligente de la historia… ¡los tipos inventaron el cero! Hay que ser muy pero muy inteligente para inventar el concepto de “cero”. Hasta que un día apareció el Islam, y el pueblo árabe pasó a ser el más retrógrado.

Los judíos se creen el pueblo elegido. Intención a todas vistas sumamente nefasta y reprobable, ya que si un pueblo se considera “elegido”, en consecuencia se cree superior al resto de pueblos… ¿Entonces por qué aún están esperando a su Mesías? ¿Es que acaso no pueden estar sin un guía divino que los lleve a ese destino magistral que dios (su dios) les tiene reservados? ¿Es que no están tan seguros de lo “elegidos” que son si necesitan a alguien que los guíe?

Y si bien los judíos ya tenían sus estrategias de difusión, fueron los cristianos quienes inventaron el marketing. San Pablo fue el primer director de marketing de la historia. Él y sus sucesores inventaron el logotipo del cristianismo (la cruz), el slogan (Jesús diciendo “amaos los unos a los otros”, o según San Juan, “Yo soy el camino, la verdad y la vida”), abrieron sucursales en todo el mundo, inventaron el marketing olfativo con olor a incienso y mirra, y dieron las premisas para que posteriormente se establecieran ambiciosas estrategias de marketing expansionista en América, Filipinas o África. Y qué mejor briefing que los 10 mandamientos.

(Por cierto… ¿hay algo más fascista que decir “YO soy el camino, la verdad y la vida”?)

Yo prefiero seguir venerando las motas de polvo que deja entrever el sol de la mañana.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Sin razón de ser


Discover Jason Mraz!


El exceso de razonamiento es algo de lo más antinatural. Y nosotros, necios, nos creemos superiores a la naturaleza por el simple motivo de que razonamos. ¿Pero por qué, si la razón es producto de la naturaleza, de nuestra propia naturaleza? Nunca la razón humana estará por encima de la naturaleza, nuestra razón tiene finitud, la naturaleza es infinita. En el ser humano, ese exceso de razonamiento genera realidades que están en contra de nuestra singularidad. ¿Quieres ejemplos concretos y cotidianos que grafiquen lo que digo? Te doy tres.

- La homosexualidad. Uyyy hoy decir que se está en contra de la homosexualidad es ser un nazi o un retrógrado o un inadaptado social. Pero nadie puede negar, aunque sea una frase hecha, que es algo contra natura, y es el ejemplo más patente de nuestra obsesión por razonar y razonar y cuestionarse…

- El vegetarianismo. ¿Que los pobres animalitos sufren al matarlos y ser comidos por la especie superior? Entonces te devuelvo la pregunta con más exceso de razonamiento… ¿y las plantas no sufren acaso? Vale, podrás objetar que no está comprobado. ¿Y si se comprueba que sufren? ¿Vas a morir de hambre? ¿Vivir a agua? ¿Hacer un curso de “fotosíntesis”?

- La negación de algunas personas a no querer tener hijos. ¿Y cuál es su justificación? Que el hecho de tener hijos es una actitud retrógrada de personas que sólo quieren niños por autorrealización, por egoísmo o para verse reflejado en ellos (razonamiento formulado por mujeres en su mayoría). OK. Pero después, casi sin darse cuenta, estas mismas personas se encuentran mirando con ternura a un bebé en la calle; le prodigan enormes atenciones a sobrinos, ahijados o hijos de amigas; se compran un gato para desviar su cariño hacia el pobre bicharraco, o lo que es lo mismo abrazan con maternal amor un hobby, una profesión o un libro de autoayuda…

Pero claro, hoy vivimos en una posmodernidad que ensalza y endiosa (paradójicamente, en la era de la muerte de dios) a la razón, a la evolución y la búsqueda de respuestas. Yo, mientras tanto, prefiero mirar las motas de polvo que deja entrever el sol de la mañana. Si la razón me busca, díganle que bajé a comprar cigarrillos.

(MP3 del post: God rest in reason, de Jason Mraz).

martes, 11 de noviembre de 2008

Cortometraje: Gusanos



Díganmelo, por favor... ¿En que nos diferenciamos de esos simples organismos que se arrastran? ¿Por qué nosotros los elegidos? ¿Elegidos de qué? ¿Elegidos por qué?

El corto instantáneo: el arte está en todos lados.



Un asesino.
Una playa.
Cientos de dudas.
Miles de interrogantes...
Un trepidante y oscuro camino hacia la perdición.
Del director de Sé lo que fumasteis el verano pasado y Como agua para "chocolate".


Éste es el corto más corto que he hecho y, seguramente, uno de los más cortos del YouTube. Quizás te parezca una mierda, quizás lo consideres una sublime muestra de arte ubicuo. Pero fue grabado con los más minimalistas recursos. Sólo me hizo falta un móvil, un minuto para grabar y otro minuto anterior para planificar someramente la historia. Y nada más. Juro que todo fue casual, el principio y el final. El arte y las historias truculentas, como las oportunidades, están en todos lados.

Véalo en los mejores cines.

lunes, 10 de noviembre de 2008

La clase de cosas que escribía mi estúpido antecesor

No creo en el cielo
Yo miro al cielo, no él a mí
Ahora todas las cosas que pensaban que era son inciertas.
Todo va tomando forma de barco, de helado de vainilla.
Son todos caminos de vuelta hacia un lago acristalado.
En estados de letargo como estos, los átomos que chocan mi piel, los átomos del exterior, entran de tal manera que siento su caricia, como una aguja de seda que me da besos.
Pero ya no hace falta que escriba encriptado.
Si es más bonito que todo tenga un principio, un nudo y un desenlace.
Si los personajes no se me van a escapar.
Antes solía tenerle miedo a mis personajes.
Ahora ellos me veneran, me acarician, son mis átomos.
Ser dueño de mis personajes es ser dueño del tiempo.
Es manejar la cuerda de la bailarina de la cajita de música.
Ahora, por ejemplo, yo que soy el personaje del tipo que está escribiendo mi vida, y por consiguiente el que está escribiendo esto, podría fácilmente ser asesinado sólo por el hecho de satisfacer las ansias carniceras de mi progenitor.
O de mi procreador, quizás quede mejor decirlo así.
Incluso si me suicido será por su voluntad.
Soy un personaje maleable que mira el cielo pero no espera nada de él.

Otro guiño del destino

Todavía no sé como me animé esa tarde. Pero a veces ciertas sustancias psicotrópicas generadas por alguna glándula del cerebro producen más adrenalina y feromonas de las que podemos soportar. Juro que nunca tuve un impulso semejante, más estando sobrio como estaba, esa tarde al salir de la oficina. La calle Mallorca se veía seca y amarga como siempre. Pasé por la puerta del café oscuro donde a veces me voy a tomar un Irish coffee. Una rubia de cabello corto, botas negras y gafas con montura al aire saboreaba, creo, un té de menta. Después supe que era manzanilla. Me frené, o eso creí. Sus ojos grises interceptaron los míos marrones. Una puntada en la nuca trajo una electricidad animal, y sin ser responsable de mis actos, entré al bar y me senté en la silla frente a ella. No podía contenerme, y no me importaba. Las palabras salieron como tropel.
- Puedo dibujarte la carta astral si lo supiera. Pero los imprevistos son la falla de este sistema. Y hoy es uno de esos días.

Cogí una servilleta, le saque de la mano el bolígrafo con el que escribía sus memorias, algo que supe después. Y empecé a garabatear un círculo con puntos y líneas radiales saliendo del centro. Nunca en mi vida había dibujado una carta astral, ni siquiera sabía lo que era eso.
- Todo lo que puedo decirte es que tienes que dejar de tomar las pastillas anticonceptivas por mero vicio, por más que tu menstruación sea irregular. ¿Para qué, si hace meses que no follas con nadie? Los errores del destino son nuestra única arma para liberarnos. Y nosotros somos los dueños de esos errores, pero jamás usamos esa herramienta.

La rubia se levantó el escote para que dejara de mirarle el nacimiento de las tetas. Eran grandes las tetas. Al sentarme frente a ella, abrió aún más sus ojos grises y se echó hacia atrás, instintivamente. Estaba a punto de gritar o quejarse, con expresión asustada, como para echarme de allí, pero antes de que pronunciara palabra le apoyé dulcemente mi dedo índice en los labios. El dedo se me manchó de rojo rouge, algo que me di cuenta después.
- La queja que estás a punto de pronunciar será de lo más previsible. Sorpréndeme.
No sé por qué actuaba yo así, tampoco sé por qué ella también entró, así de repente, en esa lógica de los impulsos imprevisibles, porque al final no me respondió a la pregunta. Definitivamente, la rubia había entendido mi frecuencia. En vez de gritar, quejarse o irse corriendo de ese bar de la calle Mallorca, cogió el bolígrafo y me lo clavó en el ojo. Se levantó con elegancia, pagó su manzanilla, dejó el vuelto de propina y se fue como si nada. Yo la seguí con la mirada mientras cruzaba la puerta de salida, mientras secaba la mesa de la sangre que bajaba de la Bic que pendía de mi ojo izquierdo. Para matar el tiempo me puse a leer el cuaderno con sus memorias que se había olvidado arriba de la mesa. Eso sí que es una acción de lo más imprevisible.

A las cinco en el café de siempre, ¿vale?

Debería ser tema central en un simposio de psicólogos conductistas. Sin lugar a dudas, los matices que se generan a raíz de las palmadas que damos en la espalda cuando abrazamos a otra persona es un tema que da mucho de sí. Si bien existe otra variante, que es la de frotar esa misma mano sucesivas veces hacia arriba o hacia abajo como una especie de áspera caricia, son las palmadas las que marcan las distancias. Y, casi siempre, demoledoras distancias. Qué mierda, las palmadas deben darse solamente a amigos. Y ni siquiera eso, deben darse a las personas con la cual no tenemos una relación muy cercana, como a la vecina que hemos visto sólo un par de veces y le damos nuestras condolencias porque se ha muerto su marido. Esa palmada no sólo es necesaria, sino esencial, porque no marca respeto, sino distancia, o dicho de otro modo, un respecto sin afecto. Y cuantas más palmadas se den, más distancia es la que se marca.

La mano frotada, en cambio, ofrece un toque más maternal. En general se da a personas que socialmente o psicológicamente están en un nivel inferior, como novias a quien queremos dejar y se ponen a llorar, compañeros de trabajo que son echados y están abatidos, madres que dejan a sus hijos en la escuela el primer día de clases o, lo que lo mismo, hijos que dejan a su madre el primer día en la casa de ancianos. Esa frote es una forma de decir “tranquilo, no me voy, estoy aquí contigo”.

Todo este prolegómeno sirve solamente para responderme a esta pregunta… ¿por qué coño Silvia me dio esas seis palmadas ayer, cuando nos despedimos? ¿Se piensa que estoy en un escalón inferior a ella? ¿Quién se piensa que es? Mientras sentía el retumbar de su mano en mi espalda, yo iba contándolas, palmada por palmada. Si será cínica la cabrona, ahora me doy cuenta… eran lentas las palmadas, una tras otra, como si supiera que las iba contando. Eran como las que le da la madre al bebe para que eructe. Ahora pienso “ojalá le hubiese eructado en la oreja a esa desgraciada”. La primer palmada fue la que marcó territorio, diciendo “imbécil, convéncete que lo nuestro ya pasó, olvídate de mí, no me mereces”. La segunda palmada fue simplemente un énfasis a la palabra “imbécil”. La tercera significaba “sé que lo supones, y supones bien, he encontrado a otro que me llena más, un eufemismo para decir que tengo un tío que me folla mejor que tú”. La cuarta ya era la categórica: “a ver si me dejas de abrazar, pesado”. La quinta, “tengo que hacer mejores cosas que estar aquí aguantando tus sollozos sobre mi hombro, además todos están mirando en este café lo maricón que eres; tíos eran los de antes”. Y la sexta y definitiva fue un “bueno basta, te aparto yo, el otro me está esperando en su piso, además me está llegando de tu boca un aliento a caballo muerto que apesta”. Y con suavidad, para mantener las formas, me aparta de su pecho, me invita a sentarme nuevamente en la silla de aquel bar, me da el último beso y me espeta el último y cínico “Adiós Gregorio” para terminar con un innecesario “hablamos, ¿vale?”.

¿Hablamos? ¿Hablamos? ¿Qué coño hablamos? ¿Hablar sobre las veces que lo haces con el que te folla ahora? ¿O sobre dónde vais a pasar el fin de semana? Apenas Silvia cruzó la puerta del bar, lo primero que hice fue eliminar su número del móvil, borrar todos sus mensajes y hacer pedazos la foto carnet que guardaba en la cartera. Y para terminar de descargar mi rabia, di una palmada en la mesa que casi tira al suelo el pocillo de café. Confieso que después me sentí un poco más aliviado. Bueno, algo de bueno tenían que tener las putas palmadas.

Je déteste Paris


Discover Yael Naim!


Sé que es políticamente incorrecto lo que voy a decir, y más para una persona que quiere dedicarse a la escritura, pero la verdad que no he encontrado ciudad más insulsa y vacía que París. Es cierto que es bonita, que sus museos son espléndidos y caminar por sus calles estremece. Pero es una ciudad a la que no volvería, estuve cuatro veces y en las cuatro veces no sentí nostalgia al irme, tal como me ha ocurrido en otros destinos como Malta, Calcuta o Nairobi. Una de las cosas que le ha dado reputación a París es la categoría de sitio sine qua non para que un escritor muera. O si no muere allí y no es enterrado en Pere Lachesse, que al menos viva unos años, y de ser posible, en una sucia buhardilla llena de ratas de Saint Germain Des-pres. Si no, cualquier dramaturgo o artista que se precie de tal no podrá nunca alcanzar un grado supremo de admiración por parte de sus lectores.

Pero ¿en qué fundamento mi tesis? ¿Por qué pienso que París es une mierda? Primero que todos los escritores que no tienen prestigio quieren adquirir un prestigio artificial diciendo “yo viví en París” cuando son respetados y famosos, e inducen sus penurias de malos trabajos a sus veintipico de años o la edad en la que se suelen mudar a París, generalmente provenientes de América Latina, Barcelona o Estados Unidos, y en ese tiempo estas personas tienen que ingerir enormes cantidades de alcohol, drogarse en cantidad, hasta que llegan a los treinta y pico y digan basta, ya es hora de ser un escritor maduro. Entonces, después de haber publicado alguna que otra novelita de bajísima tirada en alguna editorial situada en el barrio Latino, es hora de volver al país de origen, para ser besado por la gloria del desterrado que regresa a hacer “patria” o a contar como sobrevivió a la bohemia excesiva de los franceses. Y es ahí que comienza su verdadera carrera como escritor, creando una prosa cuyo alimento serán esos días de sacrificio, esos momentos entrañables de su vida que lo transformó en una persona sacrificada en nombre del arte. Y todo gracias a París.

Y yo me cago en París, en la bohemia, en la generación beat (aunque no se dio en París), en la estupidez más grande de la historia llamada Mayo Francés, hasta en Hemingway me cago. Sí, lo más políticamente incorrecto que puede decir un escritor es cagarse en Hemingway. Y yo me cago en Hemingway. Cuanto más se glorifica su bohemia, su sacrificado periplo cubano y los habanos que se fumaba, más me cago en él. Y en Vargas Llosa. Y en Cortázar. Y hasta en Kandinsky me cago. Por eso propongo, como Nerón a Roma, ir a quemar París, y que no quede nada de su mentira ni de sus estúpidas y edulcoradas leyenditas de pobres con futuro de grandes. Y después, si quedan ganas, refundarla. Sólo si quedan ganas.

(MP3 del post: Paris, de Yael Naim).

De vuelta

Es mentira que las burbujas explotan y no vuelven nunca más.
Todo renace, todo vuelve. ¡Vamos! Volvamos a volver. De vuelta.


(una paradójica manera de empezar este nuevo espacio).