martes, 27 de julio de 2010

Efecto domingo por la tarde / 3




Phillipe aspiró del porro y apretó el botón Pause. La cinta VHS se congeló y unas rayas atravesaron la pantalla. Estuve a punto de protestar, pero sentí la mandíbula elástica. Phillipe se me adelantó con elocuencia:
–¿Nunca pensaste que en las películas, detrás de la escena principal, allí donde De Niro o Brad Pitt o Billy Cristal discuten sobre sus vidas en un bar lleno de gente y se esfuerzan en respetar el guión, allí detrás, donde conversan todos esos extras, se puede estar desarrollando otra película? Míralos, allí al fondo, esos dos tipos vestidos de negro que beben su café, desenfocados para que sólo resalten De Niro, Pitt o Cristal. Míralos, aparentemente interpretan sus papeles de extras, pero esos dos individuos pueden estar siendo filmados por otro director, puede que se hayan aprendido otro libreto y hablen de mecánica cuántica, y puede que De Niro, Pitt o Cristal sean los figurantes, los rellenos inservibles. Y así puede suceder en cualquier escena, hasta el infinito. Películas dentro de películas, vidas y muertes de progresiva multiplicación, como un laberinto de espejos. –Señaló hacia la ventana de la calle, subió el tono de voz–. ¿Qué tan importante es nuestra vida más que la de aquel viejo que camina ahí abajo, con su boina y su bastón? ¿Es aquel viejo un extra de mi película o yo de la suya?
Me pasó el porro y le dio al Play. Las rayas de la pantalla desaparecieron. 

viernes, 23 de julio de 2010

Historias de gente normal / 6
Un día cualquiera



“Estoy hasta los cojones de ser el padre de la familia”.
Eso pensé cuando volví de trabajar. Eso me dije en ese momento. Nadie me entendía. Yo era el único que trabajaba tantas horas, que estaba tanto tiempo fuera de casa, el que realmente traía el “dinero importante”, el que pagaba la mayoría de las cuentas, el que solucionaba los problemas familiares más gordos, el que tenía que cargar con las histerias de mamá, con los caprichos de Cecilia, con la vagancia de Luis, con las chorradas de Sebastián. Estaba hasta los cojones, al menos esa noche. Había tenido un día para olvidar, como tantos que son para olvidar y son los que más recuerdo. Lo único que quería era coger mis cosas y volar a casa de Patricia, donde también me esperaba la pesada de su madre y sus preguntas molestas –sólo pensando en el dinero y en su posición, por eso quiere que nos casemos–, pero allí al menos el clima era mucho más calmado que en casa.

Antes de meter la llave, desde el agujero de la cerradura pude escuchar los gritos de mamá. Cecilia le recriminaba que no la dejaba salir, que no le daba dinero ni siquiera para ir al centro comercial a comprarse un pantalón nuevo.
–¿Lo quieres? Lo ganas.

En ese momento pensé con qué facilidad somos capaces de perder la calma. No sospechamos cuán sencillo es respirar y reflexionar lo que vamos a decir.
–¡Te vas a la mierda!– gritó Cecilia sin respirar.
–¿Otra vez la misma escena de siempre?– Prorrumpí como todas las noches a las nueve de la noche. Era una coreografía ensayada durante semanas, ya que los movimientos siempre se repetían de la misma manera, aunque a veces cambiaban los insultos entre las dos mujeres de la casa: yo entraba, abría la puerta, dejaba la chaqueta en el colgador, la maleta en el sofá, me desajustaba la corbata, entraba a la cocina con los ojos entrecerrados, olía la fritanga de mamá (después de que murió papá siempre hacía fritanga) y casi sin mirar dónde se encontraban, las separaba lentamente con los dorsos de ambas manos, con total inercia, la izquierda para separar a mamá, la derecha para Cecilia. E invariablemente, con el mismo tono, los mismos gestos, venía mi estúpida:

martes, 20 de julio de 2010

Decati Sonde Teibol, Premio Dardo y Blog de Oro


La escritora Marina Sanmartín –a través de su Fallera Cósmica– ha seleccionado a Decati Sonde Teibol como uno de sus diez merecedores de este singular premio, todo un premio viral, ya que ahora me toca a mí efectuar una selección de diez blogs que, aparte de recomendarlos, considero que a mi criterio se lo merecen. ¡1000 gracias Marina!

And the winners are...
El último peatón, de José Ignacio García Martín
Cuchitril literario, de Juan Pablo Fuentes (Palimp)
El blog de Pablo Gonz, de, por supuesto, Pablo Gonz
Objeto de deseo: la Ciencia, de Serafín González León (SGL)
Micromios, de Carme Carles
Me encantó bailar contigo, de la insigne Isabel Verdú
The Microstories, de Carlos de la Parra
De la Tierra al Cielo, de Gin Hindew 1.1.0
Teoría del Mínimo Relato, de Fernando Remitente
13 libras, de Almorro

¡Y a seguir con el Butterfly Effect!

sábado, 17 de julio de 2010

Control Alt Delete / 7
Deshacer



El foco apuntó directamente al rostro de los invitados. Una luz roja se encendió. Se escuchó una cortina musical, unos aplausos y del micrófono del presentador salió un acople.
-Muchas gracias, muchas gracias. Tenemos ahora con nosotros a la señora Marian Woodsmith, directamente desde Timber Lake, Dakota del Sur. Buenos días, señora Woodsmith. Por favor, señora Woodsmith, tranquilícese. Tome, aquí tiene unos pañuelos. ¿Ya está bien?... Ok, entonces quisiera que nos comentara un poco sobre su caso. Caso que, tengo entendido, no ha sido el primero ni posiblemente tampoco sea el último.
Un murmullo proveniente de la tribuna actuó como puntos suspensivos.
–Gracias... Snif... Sí... Estas cosas de las nuevas generaciones... que no entiendo, ni entenderé.... He iniciado las demandas correspondientes, pero los abogados... no me dieron... demasiadas esperanzas... Perdón, no puedo... hablar, snif... snif...
Un individuo de corbata y peinado a la gomina con raya a la izquierda –sentado a su lado– hizo "ejem" y se arrellanó en la butaca. La cámara dos se encendió.

jueves, 15 de julio de 2010

Graffiti al viento

Mientras miraba por el balcón de mi casa, el viento me trajo unas palabras. El papel quedó adherido a la pared por algunos segundos y después siguió su camino. Aún no sé si hacerle caso o no.

domingo, 11 de julio de 2010

Control Alt Delete / 6
Si viera Siberia




Decidí apartarme a latitudes donde sé que nadie podrá encontrarme. Dibujo esos pueblos en mi mente: parajes perdidos de montaña donde la nieve se confunde con el azúcar que le estoy poniendo a este café. Tomaré el tren sin estaciones intermedias hacia la Siberia Oriental, a un pueblo de novecientos habitantes donde sólo se habla un antiguo idioma buriato. No llevaré más que una maleta con un par de camisas, una chaqueta gruesa, un sombrero, algunos libros base y caramelos de menta. Se dice que en invierno, en ese pueblo llamado Gorzk, las temperaturas mínimas pueden alcanzar los sesenta bajo cero. Pero no me espanto. Seguro que podré hacer amigos, conseguir un trabajo estable y dedicarme con esmero a la pintura, mi gran afición. Llevaré poco dinero, lo suficiente como para pagarme el billete en avión hasta Frankfurt y de ahí coger otro hacia Moscú. Después tomaré el Transiberiano hasta Omsk y pasaré alguna noche en un sucio hostal, antes de emprender la maratónica travesía por la estepa más grande del mundo. Habré pasado, a todo esto, siete husos horarios. Treinta horas después llegaré a Bratsk, donde el aspecto de la gente y el idioma ya empiezan a cambiar. El clima, que es duro de por sí, se tornará crudísimo. Me detendré en Bratsk y, mediante señas, preguntaré cómo hacer para llegar a Gorzk. Me dirán, con señas, que nunca han oído hablar de ese pueblo. Volveré a preguntar a otros lugareños para asegurarme. Me enseñarán un mapa de la zona y de toda Siberia y me convencerán de que nunca ha existido un pueblo con ese nombre. Decidiré buscar ese sitio de todas maneras. Andaré a la deriva por una carretera donde los vientos son capaces de cortar la carne humana. Me alejaré de la pequeña ciudad, me sorprenderá la medianoche con veinticuatro grados bajo cero y caeré en la escarcha desmayado a causa de la hipotermia. Me recogerá un camión desvencijado y me llevará a Gorzk. Casualidad: el chofer ha nacido allí. Me preguntará, no con señas sino en un perfecto castellano, qué demonios iré a hacer en el pueblecito más abandonado, alejado, triste, frío, deprimente, seco, inútil y vacío del planeta. Le responderé que iré a hacer lo mismo que en cualquier otra ciudad del mundo: vivir.


(Extraído del libro de relatos Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente).

  

lunes, 5 de julio de 2010

Control Alt Delete / 5



He decidido marcharme. Dejar todo, olvidar los caminos andados, borrar la sombra que se proyecta tras mi espalda. Regalé mis libros, mis discos, quemé papeles, incluso los más importantes, malvendí mi casa y mi coche, y el dinero resultante lo fui regalando por ahí. Arrojé mi móvil a la basura, aplasté el ordenador, cancelé todas mis cuentas de e-mail, me borré de cuanto sitio estaba inscrito, abandoné a mi mujer, corté relación con todos mis amigos, eliminé de mi mente a mis padres y hermanos. No quiero nada, no quiero a nadie. No los necesito. Y me largué. Empecé a andar hacia el este. Dos, tres, seis meses de caminata. Atravesé fronteras, montañas, ríos, ciudades. Desiertos, valles, acantilados, poblachos. Ahora ando por una estepa soleada, no sé dónde estoy, no me importa. ¿Cuánto llevo de viaje? ¿Meses, años? A lo lejos veo a alguien que camina en sentido contrario, hacia mí. Será un pastor, un campesino. Lo saludaré con un leve gesto de la cabeza, o quizás no lo salude. La figura se aproxima. Veo su cara. Me resulta familiar. Hago una búsqueda veloz en los resquicios de mí mente. Sí, sé quién es ese individuo. Es Patrick, el que me birló mi primera novia, el que luego se acostó con mi hermana, a quien presté dinero que jamás devolvió. Patrick, sí, el que me hizo echar del último trabajo, el que testificó en mi contra cuando sucedió el choque. Patrick, sí. Qué hace aquí, en este desierto, después de tantos años sin saber de él. Se aproxima, él también se sorprende al verme. Nos miramos a los ojos durante minutos, en silencio. Por fin me dice:
–Ya fui lo más lejos que he podido. Ahora regreso a casa.

  

sábado, 3 de julio de 2010

Control Alt Delete / 4
Mi culpa



Ayer he descubierto algo terrible de mí mismo: escupo cuando hablo. No entiendo cómo no me había dado cuenta antes. Lo advertí mientras explicaba la influencia de Rodin en la obra de Rilke en mi clase de Literatura Comparada. Tenía las mangas de la camisa arriba y el brazo en alto. Las partículas de saliva, iluminadas por el sol de la ventana, me mojaron el brazo como si fuera un pulverizador de esos que se usan para limpiar vidrios. No pude continuar y acabé la clase antes de tiempo. Volví a casa en metro, haciendo un esfuerzo por recordar todos los momentos pasados en los que la gente con la que solía hablar se apartaba para evitar ser salpicada. Caí en la cuenta de que todos, sin excepción, daban un paso hacia atrás. Levanté la cabeza, me topé con mi propio reflejo en el vidrio del vagón, bajé la vista con vergüenza.  Llegué a casa, me planté frente al espejo:
–La persona más despreciable que conozco. Eso es lo que eres– le dije al enclenque que me miraba del otro lado.
El espejo quedó rociado de motas transparentes. Me giré, miré el apartamento horriblemente vacío, la cama deshecha, el aparador donde antes había fotos y ahora sólo polvo. Tragué saliva, y creí entenderlo todo.