Ayer he descubierto algo terrible de mí mismo: escupo cuando hablo. No entiendo cómo no me había dado cuenta antes. Lo advertí mientras explicaba la influencia de Rodin en la obra de Rilke en mi clase de Literatura Comparada. Tenía las mangas de la camisa arriba y el brazo en alto. Las partículas de saliva, iluminadas por el sol de la ventana, me mojaron el brazo como si fuera un pulverizador de esos que se usan para limpiar vidrios. No pude continuar y acabé la clase antes de tiempo. Volví a casa en metro, haciendo un esfuerzo por recordar todos los momentos pasados en los que la gente con la que solía hablar se apartaba para evitar ser salpicada. Caí en la cuenta de que todos, sin excepción, daban un paso hacia atrás. Levanté la cabeza, me topé con mi propio reflejo en el vidrio del vagón, bajé la vista con vergüenza. Llegué a casa, me planté frente al espejo:
–La persona más despreciable que conozco. Eso es lo que eres– le dije al enclenque que me miraba del otro lado.
El espejo quedó rociado de motas transparentes. Me giré, miré el apartamento horriblemente vacío, la cama deshecha, el aparador donde antes había fotos y ahora sólo polvo. Tragué saliva, y creí entenderlo todo.
1 comentario:
Publicar un comentario