miércoles, 9 de diciembre de 2009
Historias de gente normal / 3
Personas y subtes
Un par de segundos más y a afilar los codos en el scrum de rugby de cada mañana. Augusto Larrazábal empujará con odio, dará cabezazos, blasfemará. E intentará, por cuarto día consecutivo, entrar al vagón del subte. No hay dudas: la estación Avenida de Mayo es la que concentra más gente por metro cuadrado en el mundo entero. ¿Cómo es que no se cae ninguna persona a las vías? ¿Cómo nadie pierde el equilibrio? Misterios de la física que Augusto nunca deja de preguntarse cada vez que espera el próximo tren en la hora “pico-pico” al borde de aquel anden. El instinto lo motiva a balancearse hacia atrás, quizás con la suerte de rozarle los pechos con la espalda a alguna atrevida morocha en minifalda (“hay que ser kamikaze para venirte en minifalda en esta locura; ¿vos querés que te embaracen?”) o, quizás, con la mala fortuna de apoyarse sobre el vientre de un gordo con la camisa sudada (“ecuación infalible: gordo que viaja en subte, igual a camisa empapada en sudor”). Llega el tren, frena con parsimonia –insoportable parsimonia–, y lo de siempre. Los que entran aprontan los codos, los que salen agachan la frente. El choque de fuerzas dura un par de ¿segundos, minutos?: uno, dos, cuatro, “dejen pasar”, seis, siete, “parecemos animales”, nueve, once, “¿quien fue el hijo de puta que me tocó el culo?”, trece, catorce. Quince. O eso contó Augusto cuando, casi sin haberse esforzado, se vio en el medio del vagón, arrastrado por el desquiciado scrum, y rodeado de un racimo de brazoscabezaspiernasmanos. Esta semana anda con suerte Augusto, cuántos subtes había perdido antes, “o quizás ya esté aprendiendo a dar codazos”. Codo es, precisamente, lo que ahora tiene clavado en el estómago, a la altura del ombligo. Un viejo calvo y bajito, con una extraña boina, le clava la articulación sobre su incipiente barriga. Augusto lo mira con irritación, pero el viejo le contesta con los labios hacia adelante y las cejas fruncidas, lo que, en el idioma tácito del subte significa “¿Y qué querés que haga?”. Tanta es la gente dentro de esa superficie de tres por quince que el más mínimo movimiento se convierte en una ingente acción de heroísmo. Junto a la puerta automática, un joven cierra y abre el ojo, intenta rozárselo con el hombro, desesperado por un repentino escozor, pero le resulta imposible levantar el brazo, comprimido entre dos pasajeros de saco y corbata. A unos metros, una mujer sopla hacia arriba para apartar un mechón de cabello que le cosquillea la nariz. Más allá, un hombre de poblado bigote atina a toser, pero su mano permanece estrujada entre las masas; como no consigue alzar la mano para taparse, reprime la expectoración y los ojos le lagrimean. Por fin el tren arranca. La inercia menea unos centímetros hacia delante a esa gelatina humana, una sacudida débil que se multiplica lo suficiente como para que un adolescente rubio aproveche sus hormonas frente a un generoso culo envuelto en denim; o para que un hombre de campera roja acerque aún más sus habilidosos dedos hacia la cartera que ya había oteado segundos antes; o bien para que Augusto apriete con más fuerza sus premolares. “No, no, ahora no”, piensa al intentar apartarse del filoso codo. Siente un ronroneo en las tripas, como si un ejército de cochecitos de juguete con cremallera le diera vueltas en el estómago. De repente, un frenazo: estación Moreno. Otro scrum de insultos, puertas neumáticas, codos incisivos y culos profanados. La marabunta de nuevos pasajeros empuja a Augusto aún más al fondo del vagón. Resulta improbable que pueda bajar en San Juan, dos estaciones después. “Otra vez tarde al laburo”, concluye. La agitación de esa estructura de metal es proporcional a la que experimenta bajo su camisa. Avizora hacia ambos lados. Todos los pasajeros están en su mundo, forzados a mirar a cualquier lado menos a los ojos. En estas situaciones de tal conglomeración suele producirse la embarazosa tarea de que los ojos no se crucen entre sí. “¿Pero cómo voy a dejar de mirar al tipo que me está respirando en el cachete? Pero no tengo que mirarlo”, piensa Augusto, y también pensarán los demás pasajeros. A pesar de tal hacinamiento, igualmente todo el mundo intenta respetar su espacio personal, evitando roces, miradas, estornudos o cualquier otro signo incómodo emitido por nuestro rostro. “Sí, nuestro rostro” se repite Augusto, como para autoconvencerse de lo que está a punto de hacer. Quién podría ser considerado culpable de tal afrenta en medio de esa ensalada humana. Aún falta un minuto para que el tren llegue a Independencia. Augusto hace todo lo que está a su alcance para retrasar el momento y esperar cuando las puertas neumáticas, esas malditas puertas neumáticas, se abran y dejen pasar algo del escaso oxígeno de la estación. La estocada final la da el cada vez más filoso codo del viejecito. Las nalgas de Augusto no pueden contener el galope gaseoso y gástrico que, como huracán tropical, gira primero por su concavidad de salida –que dota a la eyección de aire de un calor abrasador, que le quema la piel–, atraviesa raudo la tela del calzoncillo, no pone reparos en superar las costuras del jean y, por fin, sale propagado al exterior con una velocidad atómica. En primaria reacción, Augusto expele una bocanada de aire, en señal de alivio por la expulsión. Cierra los ojos y llena los pulmones de oxígeno. Pero esa acción es su mismísima condena. El vaho que alcanza su olfato lo transporta, de manera automática, a un torbellino incesante de imágenes: el relleno de una tarta de acelga, pero de acelga podrida, hecha hace cinco años por un monstruo antediluviano; o una muela cariada, carcomida por bichos bolita; o una vieja fea y bigotuda que revuelve una enorme olla con mierda. Por desgracia, la eyección es más rápida que su vergüenza, y Augusto advierte enseguida la catástrofe cometida. Casi por instinto, arquea levemente las cejas, comprime los labios y mira al techo, con evidente cara de “yo no fui” cuando ésa es, precisamente, la cara que más delata al culpable. Ensaya un paneo con la vista. Las aletas de las narices de prácticamente todos los pasajeros se abren, o mejor dicho se dilatan. Con disimulo mueven los globos de sus ojos (sin mover la cabeza) para tratar de encontrar al hijo de puta que ha cometido semejante barbarie. El aire se infla, las imágenes que capturan la mente de Augusto cobran forma de ríos rebosantes de mierda, o de culos de mandril, o de pozos oscuros poblados de moscas. Centímetros más abajo, el viejecito ha acusado el desmán intestinal y empieza a tambalearse. Insinúa cara de náusea. A lo lejos, casi a la mitad del vagón, dos chicas se tapan la boca. Cerca de la puerta, un joven mueve los labios con fastidio, como rezando. El gordo sudoroso frunce las cejas, pero después frunce todo, nariz, ojos y labios. El de los dedos habilidosos se cubre con la solapa de su campera roja. Augusto contiene la respiración, pero con una secreta satisfacción por la impunidad que conlleva el anonimato. Cualquier otro pudo haber sido, nadie jamás descubrirá al culpable de tal ultraje, ¿de qué forma se puede hallar al autor entre semejante marea humana? Hasta que por fin, con lentitud, con insoportable parsimonia, el tren se apresta a frenar en la siguiente estación. La gelatina humana se convulsiona, vuelve el revoltijo de brazos, de manos y de piernas. Pero ahora es una gelatina más convulsionada que antes, los empujones son todavía más enérgicos, los codazos aún más filosos. El tren frena con sequedad. Se abren las puertas automáticas. Los que intentaban subir dan un paso hacia atrás. Los que bajan se apiñan contra las puertas, los que no llegan a las puertas se apiñan contra los que están cerca de las puertas. Augusto trata de apartarse para que el scrum de siempre no lo empuje ni hacia adentro ni hacia fuera. Pero, para su sorpresa, esta vez no se produce ningún scrum. Casi sin tocarlo, a su lado pasan el adolescente hormonado, las chicas del medio, un tipo con un paquete, el gordo sudoroso, la del generoso culo, hasta el viejito del codo, e incluso los que estaban sentados, los que se situaban al extremo del vagón y los que habían subido en la estación anterior. Como guiados por una fuerza sobrenatural, todos, absolutamente todos salen escupidos hacia el exterior. Augusto otea los carteles para asegurarse de que no está en la estación terminal, pero no, aún faltan dos paradas. Permanece inerte, incrédulo ante la vista de sus ahora antiguos compañeros de viaje, que giran la cabeza para mirar hacia adentro, y lo ven a él, solo en medio del vagón, agarrado de la manilla de madera y pálido como un plato. Los que iban a subir dan otro paso hacia atrás. Las puertas automáticas vuelven a cerrarse. El tren vuelve a arrancar. Augusto dirige la vista hacia ambos lados. El vacío absoluto de ese espacio que segundos atrás había sido un manojo de personas enlatadas contrasta con el hacinamiento del resto del tren. Él permanece allí, turbado en medio del vagón desierto. A través de la ventanas reconoce la mirada del viejito del codo, de la chica en minifalda, del gordo sudoroso y del adolescente, que se habían girado para observarlo. Todos arquean las cejas, en señal de desprecio o enfado, quizás. Augusto no se mueve, sólo atina a agachar la cabeza y cerrar los ojos, con la infantil fantasía de que así nadie podrá verlo. Por fin el tren penetra en el túnel oscuro hacia la estación San Juan. Contrariado, Augusto abre los ojos, aún con la cara pálida, los hombros alzados y una sensación de sentirse observado hasta por los carteles de publicidad. Aún debe estar rodeado por el vaho pútrido, pero la vergüenza no le permite procesar aquello que capta su nariz. Se acaricia el estómago y mira el reloj. Baja los hombros, se relaja y se sienta en una de las tantas butacas ahora disponibles. Y sonríe. Porque, por primera vez en la semana, por fin llegará temprano al trabajo.
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