Mario vive hace veintidós años en la sexta planta sin ascensor de su piso de Gran de Gràcia al 200. Mario se levanta a las tres de la tarde, se acuesta a las cinco de la mañana, se bebe dos botellas de Viña del Mar y una de cava al día, se pule sendos paquetes de Ducados –el primero de 15:00 a 23:00, el segundo de 00:00 a 04:00–, se cocina algo frito. Si la cosecha de la terraza va bien, todo el día fumando hierba. Tanto, que se olvida lo que va a buscar cada vez que abre la nevera.
Mario tiene cincuenta y cuatro años y dieciséis dientes. Aún guarda la esperanza de que su hija de doce lo venga a visitar, y que su úlcera en el estómago siga así como está. Antonio y Jordi, dos cincuentones como él, lo visitan cada noche de viernes. Se encierran en el salón, comen pizzas descongeladas y a los postres aspiran speed sobre un trozo de mármol. Después vienen los gritos, las risotadas, alguna partida de póker, alguna pelea, la música a todo volumen y a veces vomitan. Antonio y Jordi se quedan durmiendo en el salón hasta el domingo por la noche, incapaces de bajar los ochenta y pico de escalones que los separan de Gran de Gràcia.
Durante la semana, de las doce horas que permanece despierto, Mario dedica ocho a mirar sus programas favoritos en la tele de la cocina, tertulias vespertinas, cocina de Argiñano, realitishóus. Los mira con el volumen a tope, y aún así tiene que acercarse para escuchar mejor.
Mario cobra una pensión vitalicia de cuatrocientos euros porque, dicen, no está capacitado para trabajar. Depresión, ineptitud social o algo así. El resto de sus ingresos se los doy yo, por la habitación que le alquilo junto a la cocina desde hace un año y medio.
Por las noches, desde mi habitación, suelo escuchar los gritos de Mario cuando discute por teléfono con su ex mujer, o sino la voz de Mercedes Milá, o las risas de Jordi, o los eructos de Antonio.
Cuando llego cansado por las noches y me preparo algo de cenar, Mario me cuenta su día con vozarrón de lija y olor a sudor. Me sonríe, me ve comer, me pregunta:
–¿Y qué tal tu día?
Y le cuento mi día. No sé si me escucha, no sé si le interesa lo que le digo, pero siempre me devuelve una sonrisa agujereada y me da una cálida palmada en la espalda.