domingo, 27 de febrero de 2011

Cajón de abajo



Los recuerdos son látigos. Hoy, presente, este momento, ahora… Nos ponemos a recordar hechos pretéritos que nos resultan mejores que al momento en que acontecieron, por más que hubiesen sido hechos inocuos, sin importancia. Hoy, cualquier hecho banal –una llamada telefónica de la chica que te gusta, un beso en la mejilla, un vaso de cerveza derramado, mierda de perro pisada en una plaza–acaban cobrando importancia por acción del lento roer de la nostalgia, de nuestra inútil aprehensión hacia lo que fue. Somos presa de un aroma a tarta de chocolate, del perfume que usábamos en las fiestas de cumpleaños, de la melodía de la canción que nos ayudó a apoyar el torso por primera vez en un par de tetas. Cualquier suceso anterior es mejor que el “ahora”, que “este momento”. Todo parece ser pasado. Hoy es una palabra tan etérea que no debería existir. Habría que borrarla de mentes y diccionarios, borrara del universo. Hoy es el resultado de nuestra manera de evocar los recuerdos. Recuerdos látigos que destrozan la espalda hasta dejarla en carne viva.


Las fotografías que guardamos en antiguos muebles son el mango de esos látigos. Revolvemos cajones para buscar un certificado, una llave Allen y ¡zas! nos topamos con esas imágenes sepiadas, con las esquinas rotas, y nos la quedamos mirando, alelados. De inmediato se nos activa la máquina de la añoranza: evocamos sonidos, aromas y texturas con más intensidad de la que tenían cuando habíamos vivido esos momentos. Así, la representación de la vida acaba siendo más real que la vida misma. ¿Por qué llorar ante una imagen y no haber sentido nada en el momento en que esa imagen fue obtenida? Porque esa representación del pasado contiene al mismo tiempo la ausencia y la presencia, nos recuerda lo que ya no es ni jamás volverá a ser.


Una de esas fotografías captura mi mente, hoy, en este momento. Hace poco la hallé perdida en un cajón mientras buscaba algún par de calcetines sanos. Tenía tres o cuatro años. No, tres, fue mi primer día de jardín de infantes. Con qué cara de amargado había salido. Allí estaba, junto a Miguel, los dos vestiditos de blanco con nuestras alitas y nuestras auras de cartón. Íbamos de angelitos sobre la camioneta, recorriendo las calles del barrio. Ese domingo mamá me había levantado milagrosamente temprano para vestirme con el trajecito que había cosido durante toda la semana. Quería que su hijo fuera el más lindo del desfile de Pascuas. Nos tomamos el colectivo a las ocho de la mañana. En el viaje, mientras miraba por la ventana, me saqué algunas lagañas de los ojos y me las comí. Mamá estrelló el anverso de su mano en mi mejilla.
–¡Asqueroso!


Llegamos a la puerta de la iglesia. Era un gigantesco portalón tallado en roble, aún recuerdo las tenebrosas caras que brotaban de la madera, también me viene a la mente el picaporte, que era más grande que mi brazo. Me asustaba ese picaporte, años después soñé que se convertía en una mano de pulpo que me rodeaba el cuello. Mamá me agarró la mano y miró su reloj. Resopló y se levantó la solapa de la campera con la otra mano. Yo me pregunté qué estábamos esperando, pero no dije nada. Enfrente pasaban diez o quince niñitos vestidos exactamente igual a mí. Mamá agachó la vista y me miró con ojos de ternura, pero con un tenue deje de nervios. Los niños iban hacia la furgoneta con la cual haríamos la vuelta por las calles circundantes, para que el barrio entero apreciara la candidez que la escuela parroquial Cristo Obrero ostentaba tras sus muros. Caminaban en fila, tomados de la cintura del  delante, sin tocarse las alitas de cartón. Yo me acomodé el aura o corona que llevaba en la frente porque me apretaba los rulos. El vestido blanco me cubría del cuello hasta los pies, y tímidamente se podían ver las zapatillas negras, demasiado contraste ante tanta blancura. Mamá había tratado durante horas, en vano, de tomar la medida exacta para que no se me vieran los pies. Ahora me insistía en que nos teníamos que quedar allí un rato más para esperar a una nueva amiga que había hecho en la puerta del colegio. Yo quería ir tras los niñitos, pero no dije nada. "Se llama Ana María", dijo. Supongo que se habrán llamado mutuamente la atención por el color del pelo, por la chaqueta nueva que llevaba una u otra, por los pendientes o por algún otro superficial signo de esos que son comunes en el sexo femenino, y se habrán puesto a charlar animosamente, con esa prestancia a hablar que siempre demuestran las mujeres. Supongo que habrán hecho buenas migas de inmediato y que, seguramente, mi mamá la habrá invitado a tomar café a casa, o té. Supongo que, después de haber alcanzado la suficiente confianza, habrán empezado a hablar de que les gustaría tener otro hijo, del avance de la celulitis, del último día que han tenido la regla y otros temas apropiados –y lógicos– para hablar a la salida de una escuela.


Al ajustarme el cordón plateado que rodeaba mi cintura me giré hacia la puerta de madera, y allí aprecié las caras de los seres celestiales que algún abnegado ebanista había tallado, quizás durante años, para que las puertas de entrada fueran lo más parecidas a aquella que, allá arriba, custodiaba San Pedro. Todas las caras ensayaban expresiones mortuorias. Los ojos de madera estaban abiertos pero sin iris, meras bolas amarronadas sin dirección, pero si uno fijaba la vista más tiempo del debido en esos ojos, las caras se tornaban enfadadas. Yo alojaba un miedoso placer de mirarlas fijo, intentaba mantener la vista durante la mayor cantidad de minutos posibles, hasta que finalmente, muerto de terror, no aguantaba y me alejaba con pasitos cortos. Esa mañana de domingo lo volví a intentar, y nuevamente volví a espantarme. Abracé la pierna de mamá con terror.
–¿Qué te pasa, Juan?


La escuela estaba al lado de la iglesia. Era regida por el padre Pedro, un sacerdote que, según contó infinidad de veces los años subsiguientes, había predicado por toda Latinoamérica, España e incluso había estrechado la mano de Pablo VI. Si bien había una directora, él era el verdadero mandamás de la institución. Tenía la costumbre de apersonarse todos los lunes en cada aula, justo después del comienzo de la clase y sin importarle interrumpir la explicación de cómo se germina el poroto o de la tabla del cuatro, entraba para reprender a los alumnos que no habían acudido a misa el día anterior. Yo era número puesto, porque mamá solía quedarse dormida, no tenía coche ni tampoco marido a quien preparar el desayuno. Invariablemente, el mío era el primer nombre que pronunciaba. Debía pasar al frente –delante de mí las cuarenta y pico de cabezas– y el clérigo me preguntaba con el mismo tono de voz de cada lunes por qué no había ido a la misa.
–Mi mamá se quedó dormida–. Era mi automática respuesta.
A lo que continuaba un mar de carcajadas y burlas de todos mis compañeros, chicas incluidas.


El día que estaba vestido de angelito tenía tres años y, entre las tormentas mentales de mamá, la severidad de curas y maestras o la obligación de tirarme del tobogán por parte de los chicos malos –tan alto, tan terrible el tobogán–, ya empezaba a moldear esa manera de apretar la boca, ese arrugar la nariz o el levantar de hombros que hoy me sigue identificando en cada foto en la que salgo.
 A lo lejos venía la tal Ana María con otro angelito de la mano. La mujer corría arrastrando a su crío.
–Perdoname, Claudia. Es que me quedé dormida. Ahora yo tampoco le hago el desayuno a nadie. A Miguel solamente.
Las mujeres rieron con complicidad.
En efecto, al lado de esa mujer empaquetada en ajustados jeans estaba Miguel. El chico me lanzó una mirada desafiante, yo me lo quedé mirando un rato y después agaché la vista, o la dirigí hacia otro lado. Estábamos vestidos de la misma manera y, si bien eso puede resultar ridículo para cualquier adulto, no lo es en absoluto para un niño, que están más pendientes de otras cosas, más importantes, y jugar es una de ellas. Al menos los otros niños, no yo.
Como excitadas, las madres nos soltaron de la mano y empezaron a hablar  haciendo gestos desquiciados y tocándose el pelo, primero el propio y después mutuamente. Esa liberación nos permitió acercarnos un poco más, en realidad él se acercó a mí. Se veía enojado, con la trompa fruncida y las cejas curvadas. Sus alitas eran más grandes que las mías, pero mi vestido era más blanco. Sin vueltas me lanzó un desafío:
–Juguemos una carrera de aquí hasta la esquina.
El tono en que pronunció el convite no me dio lugar a elección. Yo no supe qué decir. Me agarró de la mano y me llevó bajo la escalinata de la iglesia. Me puso al lado de él y extendió su brazo de forma lateral para establecer la línea de largada, y también para asegurarse de que ambos estuviéramos en igual posición.
–Cuando cuente hasta tres largamos.
Mamá a un costado seguía hablando como si no hubiese hablado durante años, seguramente de vestidos, tintes o menstruaciones con su nueva amiga, la madre del angelito que sin más dilaciones empezó:
–Uno.
Yo nunca había jugado a las carreras. De pronto me quedé sin aire, el cuello del vestidito blanco se me adhirió a la piel, el picaporte gigante parecía haberse transformado en serpiente y se me enroscaba en el pecho. No sabía cómo correr hasta la esquina, pero tampoco sabía cómo no correr.
–Dos.
Miguel seguía con su brazo extendido, perpendicular a su cuerpo, y así me impedía adelantarme. Pero en ningún momento se me había ocurrido tal cosa. Gritó “dos” con bastante más fuerza que “uno”, y pude ver cómo se le abrían las ventanas de la nariz. Llenó sus pequeños pulmones de aire. Sentenció:
–¡Tres!
Dio un pequeño saltito y me empujó con su brazo, lo que me hizo trastabillar hacia atrás. De inmediato salió corriendo desesperado hacia la esquina. No había más que veinte metros a la meta, pero a esa edad todo resulta desmedido, y  la esquina se veía tan lejana como un avión en el cielo. Empecé a correr con mis pies de negro. Las piernas de Miguel sobresalían con gran agilidad de dentro del vestidito blanco, corría y al hacerlo movía los bracitos para darse impulso. Yo no tuve más remedio que empezar a correr también, pero mis zancadas eran cortas, mis pulmones parecían más pequeños, porque de inmediato perdí el aire, sentía que no podía respirar, el corazón me iba a estallar pero igual corría, tenía que correr. Para colmo el vestido blanco y las alitas me dificultaban la estabilidad. Más adelante, Miguel estaba a punto de llegar al cordón de la vereda. Yo saqué la lengua, el aire que dejaba pasar por la boca me rasgaba la garganta. De pronto, el vestido blanco se me metió dentro del zapato negro. Tropecé y caí como plomo sobre la vereda. Rodé varias, las alitas se destrozaron, sentí cuatro o cinco 'cracs', el vestidito blanco pasó a ser gris, o negro, perdí un zapato y el codo derecho friccionó el cemento. De espaldas a la escena, Miguel saltaba de alegría junto al cartel de Despacio Escuela. Se giró para celebrar su victoria, pero al verme desparramado, con una de mis alitas siendo arrastrada por el agua de la calle, empezó a reír a carcajadas. Se reía de esa forma que sólo los niños pueden reír, a viva voz, desaforadamente, o al menos eso es lo que solía ver en los otros niños, yo nunca llegue a reírme de esa manera. Desde el suelo pude verlo allá a lo lejos, en la esquina, doblado de la risa con su aura de alambre ya no sobre la cabeza sino como collar. Permanecí tendido sin siquiera gemir. El griterío llamó la atención de las madres, que se giraron mientras hablaban – seguramente– de los ridículos vestidos de otras madres o de que "el nene no come nada". Mamá corrió hacia mí, pero no para salvarme, sino indignada. El toc toc de sus zapatos eran más pronunciados, se acercaba mientras vociferaba “¡Yo lo mato, yo lo mato!”. Me miré el codo y vi que bajo la tela blanca empezaba a emanar algo rojo. Sentí mucha vergüenza de que mamá viera eso y me lo tapé con la otra mano. Ella llegó, me levantó y me empezó a dar palmadas en el culo. Ahí sí empecé a llorar.
–No me das más que para disgustos, maleducado de mierda– gritaba, mientras me abofeteaba el culo envuelto en tela blanca, o gris, o negra. Recogió el ala rota y nos metimos en el hall de  la escuela. Enfrente pasaban otros angelitos aguantando la risa, pero la pólvora estalló cuando uno de ellos no pudo reprimir una carcajada y todos empezaron a señalarme con el dedo. Mientras tanto, la madre de Miguel se acercó a su hijo. No escuché lo que le decía, pero advertí que le dio un beso en la frente.


Un par de horas después estábamos todos los niños arriba de la camioneta. Cándidos, felices, tan inocentes saludando a padres, tíos y al resto de vecinos, mientras la camioneta recorría las calles del barrio, el padre Pedro lanzaba agua bendita a la multitud y cantaba una insoportable canción que salía expulsada de un viejo altavoz. Todos estaban excitados, buscando a sus padres, pegando alaridos. Yo permanecía al borde de la camioneta, aún sujetándome el codo manchado de rojo, y sin moverme demasiado para evitar que se me cayera la alita que mamá me había arreglado de urgencia con cinta scotch. Recuerdo que la vi de casualidad a mamá, al lado de su nueva amiga, esperando el paso de la carroza con su cámara. Mamá disparó justo cuando Miguel me dio un codazo en el estómago para hacerse un lugar. Mamá sonreía como solía sonreír ella, levantando el labio superior y frunciendo la nariz, con los surcos de la frente y las comisuras más pronunciados. No parecía a simple vista una sonrisa muy sincera, pero sí que lo era. Yo, en cambio, qué cara de amargado tengo en esta foto. Pero qué le voy a hacer, nunca he sido mucho de sonreír.

5 comentarios:

Yan dijo...

Sobre la nostalgia y la fotografía:
http://imaginary-man.blogspot.com/2010/11/madres-e-hijos-en-la-moda.html

hay un link al texto de Barthes. Me hizo pensar en esto.

me gustó lo de las zapatillas :)

Anónimo dijo...

Javier Marías + Winnie Depú + Top Icazos.

AngLee dijo...

Diriamos que se cumple un poco eso de que "El recuerdo del mal pasado es alegre".

Pablo Gonz dijo...

Aquí hay torrente de conciencia, prosa con vigor, un caballo lanzado contra una barrera. Te lo digo en términos más brutos: es un desperdicio esta energía comprimida. Hay que liberarla y dejar correr sobre doscientas páginas. Este lenguaje lo necesita y lo pide a gritos.

Carme Carles dijo...

Dentro de cada foto hay un mundo de pasados que ella se empeña en mantener guardados, supiste sacar los de esta con tu espléndida prosa y yo disfrutar con su lectura.
Salut