López Catalán es quizás la calle menos conocida de Barcelona. Muchas cosas no tiene y muchas otras sí. No tiene salida. No tiene tiendas. No tiene aceras. Ni siquiera un cartel que indique que se llama López Catalán. Pero muchas otras cosas sí tiene: tiene sesenta metros de longitud, un cartel en la entrada que indica que es contradirección, el pavimento levantado y sólo un edificio con sólo un balcón. Allí, en ese único balcón de ese único edificio, Joaquín Flores Ribera se bebe una manzanilla aguachenta mientras balancea la pierna izquierda sobre la derecha. Estira el cuello Joaquín, mira el asfalto desde esos veinte metros de altura –gris el asfalto– y cree que es hierba eso verde que brota entre las grietas. Por la entrada a la calle divisa, lejanas, unas formas blanquecinas. Se incorpora con la misma velocidad que las rajaduras ramificándose en la pared. Unos huesos crujen. Entra en la habitación ya vacía, sólo queda la cama, el colchón y un olor a amoníaco. Se gira hacia la cocina, abre la nevera desenchufada. El frío de la superficie le devuelve aquel punzante dolor en los dedos. Un guiso de arroz de quién sabe cuándo, medio limón seco, una caja de vino, dos huevos. Un solo edificio. Se dirige al salón, el suelo de azulejos está igual de levantado que el asfalto allí fuera. Camina por encima y suena como xilofón. Reclina la espalda sobre la pared descascarada e intenta recordar. Frente a sí tiene veinte metros cuadrados para recordar. Pero ahora Joaquín sólo es capaz de recordar de la misma manera que se estruja un paño viejo. El paño está seco, se deshilacha. Un solo edificio, un solo piso habitado. Joaquín Flores Ribera deja caer sus caderas enclenques contra la única silla de la casa. Ya sin pensar, ya sin estrujar. En la nevera, mientras, el musgo se entromete entre los granos de arroz. Bajo la cáscara de uno de los huevos, un par de enzimas devoran la yema. El amoníaco penetra los poros del suelo de la habitación. La rajadura del balcón se extiende medio milímetro. Y allí fuera, sobre las grietas verdosas de López Catalán –la calle menos conocida de Barcelona– dos hombres de blanco golpean la puerta de entrada. No importa ya lo que tenga o no López Catalán, porque pronto no quedará cama, colchón ni amoníaco. No quedará Joaquín, musgo ni paño estrujado. Ni una grieta, ni el recuerdo, ni siquiera estas letras apáticas, ni nadie que siga contando esta historia sin salida.
2 comentarios:
Otro micro excelente, Franco. Todas las imágenes son muy potentes y se basan en fórmulas muy creativas (como las que empleaba Onetti). Insisto (lo haré hasta la náusea) que tu prosa necesita espacios mayores, cuentos de varias páginas, novelas cortas, novelas largas...
Un abrazo admirado,
PABLO GONZ
El vacío y el paño estrujado de una calle que jamás había escuchado nombrar. Buen (y angustioso) relato... (aunque no lo tomes como guía, últimamente estoy muy propensa a la angustia...).
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