Quneitra es una ciudad abandonada del sur de Siria, destruida en 1967 por el ejército israelí al finalizar la Guerra de los Seis Días. Muchas personas perecieron bajo las bombas, mientras que los sobrevivientes escaparon hacia la capital o al norte del país. Desde entonces, a fin de dejar testimonio de la destrucción causada, el gobierno sirio ha decidido mantener las ruinas tal cual quedaron después de los bombardeos, y conminó a los sobrevivientes a que no volvieran a pisar la ciudad.
Quneitra solía tener veinte mil habitantes. En Siria era conocida como un destacado punto de aprovisionamiento a mitad de camino entre Damasco y el Mar de Galilea. Hoy, cuarenta y tres años después, Qunaitra no es más que una infinita pila de cascotes aquí y allá, gigantesco museo del horror a cielo abierto. Según dicen, hoy Quneitra carece de población civil. Sólo la frecuentan algunas patrullas de la ONU que van y vienen, amén de soldados sirios.
No sé por qué hice caso a aquel impulso. Pero en ciertos momentos un mensaje cósmico acaba cobrando forma de empujón en la conciencia, sin sentido aparente casi, que me hace tomar decisiones espontáneas, eruptivas. Me asomé por la ventana. El chofer de la 4x4 que había contratado en Damasco sudaba a chorros mientras cambiaba el neumático. Le ofrecí ayuda, pero me la negó rotundamente con un “La Rid Msad!”. Bajé del vehículo y encontré un cartel a la vera de la carretera, si es que a esa hilera de baches se la podía llamar así. Comparé las grafías del cartel con mi diccionario. Sí, era a veinte kilómetros al sur. Abrí la boca, sentí un cosquilleo en la nuca. Regresé a mi transpirado chofer, le metí tres mil libras en el bolsillo de su camisa empapada, y con un tono que me sorprendió incluso a mí, le indiqué:
–Cambiaremos el recorrido. Pasaremos por Quneitra.
Me miró con la nariz fruncida.
–¡Quneitra, Quneitra!– grité, como si gritar fuera un lengua franca.
Refunfuñó durante minutos. No le entendí, pero me juego el pellejo que sus refunfuños se habrán cagado en la extravagancia o la falta de sentido común de los extranjeros. Me daba igual. Yo quería conocer ese pueblo fantasma, aunque hubiera restricciones del ejército, aunque los cascos azules o quienes allí estuvieran nos devolvieran de vuelta. Al menos quería intentarlo.
Después de hora y media de botar el culo contra el asiento y la cabeza contra el techo de metal, por fin alcanzamos lo que quedaba de la entrada a la ciudad.
Desde pequeño que me siento atraído por los lugares desolados, desangelados. Siempre sentí fascinación por esos sitios donde el sonido del silencio te deja sordo, donde tu voz regresa como una pelota de tenis, donde los mínimos sonidos –un aleteo, una brisa– se te meten bajo la piel. Amo sufrir ese vacío que te estruja el alma como un trapo. Ver un árbol quemado, una paloma muerta, un desierto con sólo un cactus en el medio, la calavera de una cabra al costado de la ruta… Todas esas imágenes me entristecen al mismo tiempo que me cautivan, morboso deseo de abrazar lo nefasto, manía suavemente agresiva. Recuerdo cuando tenía seis años que le pedí a padre que me llevara al final de la calle en la que vivíamos.
–Ya te he dicho que no hay nada. Así que no te llevaré nunca allí.
–Por eso quiero ir. Quiero ver nada.
Dos años después, cuando por fin me atreví a caminar las tres calles y encontré que sólo había un solar junto a un edificio derrumbado, lleno de maleza y basura, sentí una fascinación que ninguno de mis amigos entendió. Allí pasaba horas, hablaba solo, me iba a leer, o llevaba a mi perro Toro a que meara. Ni madre ni padre sabían ese secreto: todas las tardes, después del colegio, pasaba por mi Ítaca particular para tirar piedras a las paredes y escuchar el eco, abrir bien grandes los ojos para descubrir pequeños tesoros, hacer pis en los charcos, trazar líneas sobre la pared con un trozo de madera, tumbarme en el sol y reír, hasta que las mejillas me quedaran doradas. Llegaba a casa a tiempo para hacer los deberes. Para mis padres, sólo había estado en casa de Luis o de Lucas.
Hubiese querido hacer pis en una pared derrumbada al lado de un coche incendiado, pero podría verme el chofer, y en este país aún son demasiado reticentes para este tipo de guarrerías. Se giró en su asiento de conductor y me lanzó una mirada como diciéndome “Aquí tienes, aquí querías venir. ¿Y ahora qué coño buscas aquí?”
–Continúa.
Le hice una seña con la mano para que me entendiera.
Seguimos recto por la única arteria principal de la ciudad. En su época habrá sido la verdadera carretera que conectaba Damasco con el norte de Israel. A ambos lados podía ver una sucesión de columnas destrozadas, como hechas de azúcar, techos en zigzag, vigas retorcidas, algo que en su momento habrá sido una escuela, algunas mezquitas de la que sólo quedaba un azulejo o los umbrales de mármol. La quietud pinchaba los ojos. La única sensación de movimiento la proporcionaba el suave viento del desierto que mecía las hierbas de alguna puerta podrida o de una antena de televisión. A veces una rata escapaba entre los pedruscos al escuchar nuestro motor, quizás desacostumbrada a tanto escándalo entre tanta quietud.
Le toqué el hombro a mi chofer. Le enseñé la palma de la mano derecha, pero no en afán de saludo.
–Más despacio.
Me entendió. Bajó dos cambios de golpe y me di la frente contra el asiento de delante. Vaya si me entendió.
Saqué la cámara y enfoqué. La cúpula de un templo cristiano con un agujero del tamaño de una persona. Un cartel con el dibujo de una familia cogida de la mano. Una pared negra, pero que parecía haber sido azul, plagada de agujeros, esquirlas de bala más bien. Clic. El esqueleto de un enorme edificio, un estornudo seguramente lo tiraría abajo. Una caótica pila de gigantescas fichas de dominó frente a una escalera. Clic. Un cartel azul lleno de agujeros, pero con vivas ilustraciones.
–¡Deténgase!
El chofer continuó como si nada.
–Stop!
Detuvo la camioneta. Me bajé con la cámara colgando del cuello y salté sobre una pila de escombros. Sentí bajo los pies el raspar de la arenisca húmeda. Estaba abstraído, hechizado por una imagen ligera que había cazado al vuelo. Llegué a la escalera derrumbada. Di unos pasos más y sí, era lo que había creído ver. Un cartel con grafías árabes frente a una tienda sin puerta ni vidrios en la ventana. Me asomé. Allí dentro había mesas desde el frente de la tienda hasta la pared de atrás. Sobre las mesas, pilas y pilas de libros. Y al fondo de todo, un anciano de barba blanca hasta el pecho y turbante al tono. Descansaba la pierna izquierda sobre la derecha mientras hojeaba un ejemplar con las páginas pegoteadas. Abrí la boca, pero no pude decir nada.
–Mrhbá!– saludó.
Entré con paso lento. Asentí con la cabeza y le regalé una sonrisa, pero el recinto estaba iluminado sólo por la luz de la tarde, y no creo que haya visto mi cara. Iba a decirle algo, pero callé. El viejo volvió a su lectura como si nadie hubiese entrado, o como si estuviera habituado a los clientes. Hice, pues, de cliente. A pesar de la penumbra, sobrevolé la vista por los títulos que descansaban en las mesas, todos libros con el lomo hacia la derecha, de austeras portadas. El silencio era tal que podía escuchar el crujir de la rodilla del anciano al balancear la pierna izquierda. Lo miré y me devolvió unos ojos desafiantes. Volví a los libros. Finalmente me decidí por un ejemplar de portada rosa, aunque debió haber sido roja en su momento. Pasé el pulgar sobre el conjunto de páginas cosidas, y un vaho a papel mojado se me clavó en la nariz. Sólo grafemas y fonemas a mano alzada. Al principio del libro, aunque en realidad era el final, las páginas estaban tan adheridas que tuve que despegarlas con la uña. Caminé hacia el anciano. Torpemente. El suelo estaba minado de piedras, grandes y pequeñas, cuidé de no tropezar. Al llegar a su lado me arrancó el libro de la mano y me señaló el número de la primera página. Le pagué las cien libras, guardó el dinero y volvió a su lectura, como si ya me hubiese marchado de allí. Lo contemplé dos, tres segundos, y caminé algunos pasos hacia atrás. Más me acercaba a la puerta, más oscuridad se volcaba en su nariz arrugada y sus ojeras hundidas. Había olvidado la cámara que me colgaba absurdamente del cuello. Regresé a la camioneta, mi chofer fumaba con la espalda sobre la puerta del conductor.
No le dije nada. Subimos y continuamos.
Las calles morían bajo las ruedas gastadas, mi chofer fumaba, los baches se sucedían, yo miraba hacia atrás con el libro humedecido en las manos. Volví la vista a mi reciente compra y fruncí la boca. Oteé el exterior, ni siquiera un soldado, ni un casco azul, ni ratas casi.
De pronto una pequeña explosión, olor a quemado, la camioneta frenó. Mi chofer gritó, seguramente un insulto. Tiró el cigarrillo que acababa de encender y bajó con espuma en la boca. El motor empezó a echar humo y mi chofer volvió a repetir la misma palabra, esta vez sí la entendí.
–Alqerf, alquerf… Alqerf!
Lo busqué semanas después en un grueso diccionario. Alqerf, o como se escriba, significa mierda.
Comprendí que tendríamos para rato allí, si es que mi estimado chofer podría reparar el desperfecto. Bajé yo también y vi la mitad de su cuerpo sumergido en el motor. Me alejé unos pasos, vi una callejuela que llamó particularmente la atención.
–¡Hey, ya vuelvo eh!
No me escuchó, evidentemente.
Penetré la calle, tan estrecha era que no cabrían más de dos personas. Había más esqueletos de casas, muebles carcomidos, techos en el suelo, suelos con agujeros que desnudaban sótanos, cañerías a la intemperie. Tenía la sensación de que mis pasos crujían más fuerte; más tiempo estaba allí, más frágiles se hacían las ruinas. Distinguía todos los tonos de gris sobre los muros, la vivacidad la daba el cielo sin nubes cuando miraba hacia arriba. Ese cielo tan azul, de repente, se me apareció en un recodo de la calle que se había resistido a caer. No, no era cielo. Giré y metí la cabeza en el recodo. No sólo había azul, sino también verde, violeta, rojo y hasta naranja. Detrás, una mujer de velo negro, ojos negros y sonrisa amarillenta.
Me acerqué. El crujir se hizo más intenso. Era una florería.
Sobre el rostro de la mujer navegaban montones de arrugas que nacían de sus comisuras y sus cejas. Aparentaba sesenta años, pero no tendría más de treinta. Me dirigió una sonrisa maternal, tan maternal que me cosquilleó la piel.
Miré alrededor, la miré a ella. El contraste dolía.
Me incliné y aspiré los jazmines, las azaleas... Ese oler vida después de tantos días de desierto me relajó de tal manera que sentí desvanecer de sueño. Un buen rato me quedé contemplando los pistilos, las corolas, los pétalos que reflejaban el sol que se entrometía entre dos edificios famélicos. Volví la vista a la joven vieja, me estaba preparando un ramo. Me cogió la mano, abrió la palma y situó allí el rejunte de blancos y violetas. Volvió a enseñarme los dientes amarillentos, con esa mirada de la gente que sabe dónde está, que se siente en paz y no conoce el significado de ayer o de mañana. Las arrugas que le nacían de los ojos escaparon a los contornos de su cara y se perdieron por el fondo raído de la casa tras su espalda, a punto de derrumbarse. Le regalé una sonrisa apretada, metí la mano en el bolsillo y saqué dos billetes de cien.
“Shuqria” fue lo único que me dijo.
Un viento penetró en el recodo y me empujó hacia fuera. Quise agradecerle, decir algo, saludarla al menos. Pero el viento me expulsó nuevamente a la calle estrecha, y después a la avenida donde mi chofer fumaba el enésimo cigarrillo de la travesía. Había resultado buen mecánico.
Cuando reaparecí ante él me lanzó una mirada de desprecio, aunque después comprendí que el desprecio iba dirigido a las flores. Yo tenía el ramo pegado al pecho, para tener el aroma bien cerca de la nariz. Me sentía en dos mundos enfrentados, paralelos, un pie en el mundo que captaba mi olfato y el otro en el de la vista. Seguí en silencio, mirando el vacío. Mi chofer se impacientó y esta vez fue él quien dio la orden:
–Dná ni ib.
Abordamos el vehículo y arrancó antes de que pudiera meter el pie dentro. Supuse que una tercera interrupción lo llenaría aún de más rabia, si es que eso era posible. Decidí, pues, contemplar el paisaje de destrucción por la ventanilla, a la vez que pasaba las yemas por el libro y aspiraba el perfume de los jazmines. Miraba, tocaba, olía, y todo se tornaba cada vez más borroso. Ya podíamos ver el confín de la ciudad. Y más allá, otra vez la infinitud de piedra, sal y arena, al menos hasta la frontera con Israel. Al final no nos habíamos cruzado con ninguna furgoneta blindada, ni siquiera con uniformados patrullando. Mi chofer dio un giro brusco y reemprendió el camino inicial. Entrar en el desierto es como saltar a un abismo, caer en picado con ojos cerrados. Poco a poco fue aumentando la velocidad, y volvimos a botar como en el resto del viaje. Choqué mi codo contra la puerta derecha y se me cayeron las flores. Me quejé, aunque sin gritar. El libro a mi lado danzaba sobre la butaca ardiente. El vehículo saltaba al ritmo de sus metales descuajeringados, que sonaban como canto de pájaros torturados.
Mientras me frotaba el codo, de pronto otro flash de mi visión periférica. Me giré como poseído.
–¡Deténgase! Digo… Stop!
Escuché otros refunfuños, entre los cuales hubo un alquerf. Seguramente mi chofer habrá recordado lo generoso que había sido mi pago. Por eso frenó. Eso sí, de golpe.
Esta vez dejé la cámara en la camioneta, también el libro, aunque puse las flores cuidadosamente en el suelo, a resguardo del sol. Bajé, y tras mi espalda sentí ruido de mechero y de tabaco quemándose. Me dirigí hacia eso que había visto metros atrás, o que había creído ver tras unos tablones. Allí había un hombre sentado frente a un lienzo, haciendo bailar un pincel entre sus dedos. Estaba vestido de blanco, como todo hombre del desierto, pero tenía manchones rojos y verdes que causaban una curiosa tensión. Notó mi presencia y apartó la vista de su trabajo, pero al igual que el librero o la florista, me saludó con un respeto de trámite. Repliqué con un leve movimiento de cabeza. El artista volcaba pinceladas cortas sobre la tela, casi salpicándola, y no pude evitar curiosear. Era un paisaje naif, infantil, con un arco iris, conejos, árboles gordos y un lago que reflejaba el contorno de dos montañas. Me miró y me regaló una sonrisa negra y desdentada. Con lentos ademanes quitó el lienzo inacabado del caballete y lo reemplazó por uno en blanco. Me invitó a sentarme frente a él. Cambió el pincel y removió los colores de la paleta. Tomó medidas, me lanzó matemáticas miradas, arqueó las cejas.
Comenzó.
Sólo me miró tres o cuatro veces, y sólo un par de segundos. El resto de tiempo trazó, se mordió el labio inferior, mojó el pincel, mezcló en la paleta, rebufó, sonrió. Mientras tanto yo me entretenía mirando las curvaturas de su turbante, que eran como las de sus orejas, o bien contaba los pelos de sus dedos, o memorizaba sus movimientos rápidos y cortos, mecanizados. Después de algunos minutos asintió con un mhhh.
Giró el lienzo.
Dijo algo, una frase corta; pero no entendí, ni siquiera para chequearla más tarde en mi phrasal book.
Frente a mí tenía un extraño rostro. Unos ojos grandes, unas pestañas largas, una nariz pequeña y de orificios abiertos. Frente ancha y pelo enrulado, enrojecido. Mejillas doradas.
El rostro de un niño.
Minutos después, al ritmo de los botes y los baches y el humo de tabaco, Quneitra se disolvía tras mi espalda entre montañas de sal y saliva tragada. Quineitra no existió más, no existe más, y hoy es una punzada en la sien, una gota de café caída en el mapa. Hoy veo este amanecer retinto desde la ventana de mi habitación y me sigo frotando los dedos con olor a papel viejo, sigo oliendo los jazmines de mi pecho, y miro con cierta cobardía los ojos grandes y las mejillas doradas de aquel niño en la pared.
2 comentarios:
Esplendido texto, me ha transportado por lugares insospechados y lejanos. Pero me quedo con el solar abandonado que un niño descubrió.
Salut
¡Qué hermosura de cuento!
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