jueves, 29 de abril de 2010

Gente negativa / 1




Quisiera olvidar lo de anoche. El vino sin marca se me metió hasta debajo de las uñas de lo pies. Me levanté casi a ciegas de la barra del bar. En el lavabo vomité los raviolis que me había preparado al mediodía, de esos a 1,50 la caja congelada. Salí a tientas a la calle. Antes de salir, alguien tanteó mis bolsillos, quizás para cobrarse lo consumido, creo que me quitaron más de veinte euros. Caminé durante horas por calles que jamás había pisado, tanteando paredes y postes de luz. Mi instinto me indicaba el momento en que se acercaba un poli, o cuando alguna sirena entintaba las paredes. Entonces me erguía y miraba el reloj, rogando que no tardaran mucho en girar la esquina. A las pocas calles entreví unas letras luminosas: "Whiskería". La entrada estaba escoltada por un gordo muy gordo y muy barbudo. Olía a sudor y a chicle de frambuesas. Intenté mantener la postura recta. El estómago se me volvió a centrifugar entre el páncreas y el diafragma. Tragué saliva, le esbocé un gesto seco al gordo, cual Clint Eastwood en Sin perdón. Penetré en un circo de puntos luminosos que se esparcían sobre paredes y sofás. Los puntos giraban y se posaban en taburetes, en culos al aire, en barrigas hinchadas ocultas tras camisas sudadas. Encontré un sitio para sentarme. Me hundí en la superficie blanda y me llevé las manos a las sienes. Giré manos y sienes. Respiré, reprimí una segunda náusea. Al rato, alguien me susurraba al oído:
–Sincuenta la meia hora, papito.
¿Cuánto días hacía que alguien no me dirigía la palabra? Tardé varios segundos en responder, antes de poder coordinar una idea.
–...cómo te llamas...– titubeé, después de tragar saliva.
–Marina.
Pasaron diez segundos. Quince. Veinte. Un efluvio de carne a punto de explotar me observaba tras un sostén de color blanco.
–Marina... quiero una hora.
Noté un gesto de excitación detrás de sus mechones rubios. Me respondió feliz:
–¡Toca'ísimo!

Camino a la habitación, aprecié el aspecto de la supuesta Marina. Además del sostén, llevaba unas bragas blancas, unidas a las medias por un par de portaligas al tono. La tela contrastaba armónicamente con su piel dorada. Hacía equilibrio sobre unos tacones de vértigo. El culo estaba proporcionado con sus tetas: grandes de ambos lados. Antes de entrar a la habitación, me cogí del marco de la puerta y reprimí un eructo. Junto a la cama se extendía una bañera redonda, de piedra roja. Marina se quitó la poca ropa en un par de segundos. Se bajó de los tacones, ahora era más baja que yo. Yo seguía de pie, sin intentar moverme. Si lo hacía, quizás caería desmayado. Sin preámbulos de ningún tipo, Marina me bajó los pantalones y me la empezó a chupar.
–¿Pero qué haces?–. La aparté de un empujón.
–¡Estás trocao, papo!
Las nauseas volvieron. Respiré. Me calmé.
–.Aún no te expliqué qué es lo que quiero... Recuerda que es mi hora... La he pagado...
La cogí del brazo con torpeza y la llevé a la cama. Me miró con desconfianza:
-Cosa' rara' no, ¿eh, asere?. Aquí venimo' a templar como Dió manda y sanseacabó.
No le respondí. La hice acostar boca arriba. En esa postura, sus grandes pechos desnudos simularon desinflarse. No me quité la ropa, sólo los zapatos.
Me situé a su lado, apoyé la cabeza en la almohada, junto a su cuello, y la abracé.
–Marina, por favor, arrúllame. Hazme dormir. –Y agregué–: Que quedan 55 minutos.
Quizás acostumbrada a tanto pedido raro, la chica empezó a cantar de memoria:
Drómiti mi nengre
Drómiti nengrito.
Caimito y merengue,
Merengue y caimito.
Drómiti mi nengre,
Mi nengre bonito.

Lo que vino después no soy capaz de recordarlo, ya que concilié un profundo e inmediato sueño. Los pezones de Marina se diluyeron de mi vista como gota de café que cae en una taza de leche.
Tras un lapso de tiempo impreciso, sentí un suave zamarreo.
-Cómo tira majá este papito. Despierta, corazón.
Marina me sacudió con dulzura. Sonreía, y esa sonrisa no me resultó propia de aquella mujer que una hora antes ni siquiera me miraba a los ojos. Agregó:
–Despierta bombón que ya es la hora, o sino me echan tremenda.
Me levanté, me puse los zapatos y me giré para irme. Sin saludarla, sin mirarla siquiera. Ella me cogió del brazo:
–Papito, vuelve mañana. Pero no a esta hora. Salgo a las cinco.
Le sonreí como pude.
–Chao pescao, a la vuelta picadillo–. No comprendí, pero en esa frase acentuó aún más su tonada.

Salí a la calle y cogí el primer taxi que encontré. El mundo me sigue pareciendo una mierda. Pero esta noche intentaré no beber.

domingo, 25 de abril de 2010

Me encantan las letras, pero no las palabras


Deambulo perdido entre la multitud. Los ruidos son sordos, los colores opacos, las letras borrosas. Siento codazos en las costillas, empujones, respiraciones en la nuca. En una esquina, una enorme cámara de televisión apunta hacia un escritor que firma ejemplares con desgana. Más allá, otro autor lanza una mirada de desdeño a un lector que se tomó el atrevimiento de no haber comprado la novedad, sino que se trajo su libro de casa, ya leído, ya ajado, viejo. A unos metros, una pareja compra con compulsión ejemplares de algo con una banda roja de papel que atraviesa la portada, y en esa banda roja pueden verse varios signos de admiración y muchas letras mayúsculas. Bajo por una avenida. Las cabezas se mueven, se reproducen como un virus. Distingo cubos de plástico, y dentro flores casi grises. Aspiro. Me pregunto por qué esos pétalos ya no huelen como antes. Son rosas, inodoras, como el cielo gris que amenaza con mojar las páginas ubicuas de este día, y humedecer la momentánea compulsión hacia las letras de aquella muchedumbre.

De súbito, como una chispa, me viene a la mente una frase que había leído por ahí, quizás en una pared, quizás en algún sueño: "Amo las letras. Lo que no me gustan son las palabras".

Las calles, mientras tanto, siguen blandas, ruidosas, opacas bajo mis zapatos.

Penetro en Nou de la Rambla, giro por Notariat. Me detengo en una parada. Han dejado sola a una niñita, rodeada de rosas, detrás de una mesa que es más alta que ella. La niña me mira desde su sitio sin decirme nada. Sus ojos me llaman. Me acerco, y al hacerlo irrumpe un suave pitido dentro de mis tímpanos. Tomo con ambas manos una de las rosas que, supuestamente, están a la venta. Cierro los ojos, aspiro el olor que no existe, dejo que mi nariz roce la superficie de la rosa. El pitido se intensifica. Y yo mantengo los ojos cerrados. Entonces siento que mis pulmones se llenan de un repentino efluvio perfumado. Un elixir que me hipnotiza, que me transporta hacia un mar de sensaciones puras, hacia nubes de goma, hacia ríos de miel. Un torrente helado atraviesa mi columna vertebral. Es una sensación tan refrescante que se me eriza el vello de los brazos. Abro por fin los ojos, lenta, muy lentamente. Noto que las nubes amenazantes han dado paso al sol, un sol tan brillante que parece que no había iluminado durante semanas. Desde su mesa, la niña me mira con una sonrisa blanca. La niña se ve más nítida, más real. La rosa en mi mano y todas las otras rosas desprenden un color inusitado, tan intenso que el color se derrama de su superficie. Las rosas emanan luz propia. Levanto la vista a lo que me rodea. Las casas, las paredes, las personas, los libros, todo se ve con una nitidez que asusta. Es como si antes soliera ver un paisaje detrás de una ventana sucia, y ahora esa ventana se ha abierto: no sólo se ve más claro hacia fuera, sino que también entran los aromas de la campiña, los tenues murmullos de algún bosque perdido. Sacudo la cabeza, mi conciencia vuelve a la calle Notariat. Le dejo dos euros a la niña, su sonrisa de despedida es aún más blanca que antes. Me alejo hacia la calle Hospital. Y al girarme ya no hay ni mesa, ya no hay niña ni rosas. Notariat se ve vacía como siempre. Pero ya tampoco está la calle Notariat, ni la Hospital. No hay Rambla, ni gente, ni libros, ni ninguna otra rosa. No hay Barcelona, no hay mar, no hay cielo ni suelo. Me miro, ya tampoco hay rosa alguna en mi mano. Tampoco hay mano, ni cuerpo, ni mente. Sólo me queda conciencia. Cierro los ojos. Y entonces así, con los ojos cerrados, vuelvo a despertar en algún párrafo olvidado.

miércoles, 14 de abril de 2010

A la espera de Sant Jordi...
Presento mi libro Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente


El próximo JUEVES 22 DE ABRIL, a las 19.30 horas.

Horas antes de la gran fiesta del libro, presento mi opera prima en el Centre Cultural L'Artesá.


A cargo del escritor, guionista y crítico de cine José Ignacio García Martín.
Con la participación de la narradora oral Helena Cuesta.


Carrer del Centre, 33, El Prat del Llobregat.
¡Estáis todos invitados!




¡Y gracias a Revista de Letras por sumarse a la difusión del evento!

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Sant Jordi 2010... ¡glup!



Éste año será la primera vez que, al menos de manera modesta, participaré de una diada del Libro del otro lado de la mesa. Mesas que el próximo viernes 23 estarán rebosantes de rosas, de senyeras y, posiblemente, de libros. Este día estaré en tres sitios, firmando ejemplares (y si todo va bien, vendiendo) de mi obra Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente:

- En Rambla Canaletas, durante la mañana y la tarde, en el stand del Ateneu Barcelonès.

- En alguna mesa de Ramblas abajo (espero lo menos abajo posible), desde las 8 hasta media tarde, acompañado de otros autores. Ubicación exacta y participantes del stand, por confirmar.

- Plaça de la Revolució, stand de la Editorial Hijos del Hule, de 18 a 19.30.


Que la voracidad consumista no tiña de banalidad tus deseos de lectura.
Espero vernos por allí el 23.

lunes, 12 de abril de 2010

Vida paradoja / 6




Dejo el bolígrafo color rojo sobre la mesa, apoyo el mentón en mi mano derecha. Musito un suspiro entrecortado, miro hacia un punto perdido de la habitación, vuelvo la vista al papel. “Los cinco primeros me gustan –pienso–, pero quizás sean de los más comprometidos que existan. Un error y ¡plaf! le quito la vida a una, a diez o a cien mil personas…”

“El último parece sencillo, sin riesgos, hasta divertido…”

Iluso de mí. En ese momento no comprendí que elegir ese camino implicaba adquirir la capacidad de, por ejemplo, borrar de un plumazo alguna ciudad perdida de Persia; aniquilar sin contemplación a una guarnición del ejército Rojo; matar de sed a una aldea de campesinos en Checoslovaquia; esparcir una plaga en una populosa ciudad de Nigeria. O, si me lo propusiera, borrar del mapa el mismísimo universo.

No lo comprendí. Podría haber elegido la arquitectura, la medicina o la milicia. Sin embargo, ahora vivo enredado entre estas líneas, entre estas letras y estas páginas, con la responsabilidad de cuidar con esmero los destinos de todo esto que me rodea. De perpetuar la trama y el argumento del universo mismo.

domingo, 11 de abril de 2010

Vida paradoja / 5




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