Quisiera olvidar lo de anoche. El vino sin marca se me metió hasta debajo de las uñas de lo pies. Me levanté casi a ciegas de la barra del bar. En el lavabo vomité los raviolis que me había preparado al mediodía, de esos a 1,50 la caja congelada. Salí a tientas a la calle. Antes de salir, alguien tanteó mis bolsillos, quizás para cobrarse lo consumido, creo que me quitaron más de veinte euros. Caminé durante horas por calles que jamás había pisado, tanteando paredes y postes de luz. Mi instinto me indicaba el momento en que se acercaba un poli, o cuando alguna sirena entintaba las paredes. Entonces me erguía y miraba el reloj, rogando que no tardaran mucho en girar la esquina. A las pocas calles entreví unas letras luminosas: "Whiskería". La entrada estaba escoltada por un gordo muy gordo y muy barbudo. Olía a sudor y a chicle de frambuesas. Intenté mantener la postura recta. El estómago se me volvió a centrifugar entre el páncreas y el diafragma. Tragué saliva, le esbocé un gesto seco al gordo, cual Clint Eastwood en Sin perdón. Penetré en un circo de puntos luminosos que se esparcían sobre paredes y sofás. Los puntos giraban y se posaban en taburetes, en culos al aire, en barrigas hinchadas ocultas tras camisas sudadas. Encontré un sitio para sentarme. Me hundí en la superficie blanda y me llevé las manos a las sienes. Giré manos y sienes. Respiré, reprimí una segunda náusea. Al rato, alguien me susurraba al oído:
–Sincuenta la meia hora, papito.
¿Cuánto días hacía que alguien no me dirigía la palabra? Tardé varios segundos en responder, antes de poder coordinar una idea.
–...cómo te llamas...– titubeé, después de tragar saliva.
–Marina.
Pasaron diez segundos. Quince. Veinte. Un efluvio de carne a punto de explotar me observaba tras un sostén de color blanco.
–Marina... quiero una hora.
Noté un gesto de excitación detrás de sus mechones rubios. Me respondió feliz:
–¡Toca'ísimo!
Camino a la habitación, aprecié el aspecto de la supuesta Marina. Además del sostén, llevaba unas bragas blancas, unidas a las medias por un par de portaligas al tono. La tela contrastaba armónicamente con su piel dorada. Hacía equilibrio sobre unos tacones de vértigo. El culo estaba proporcionado con sus tetas: grandes de ambos lados. Antes de entrar a la habitación, me cogí del marco de la puerta y reprimí un eructo. Junto a la cama se extendía una bañera redonda, de piedra roja. Marina se quitó la poca ropa en un par de segundos. Se bajó de los tacones, ahora era más baja que yo. Yo seguía de pie, sin intentar moverme. Si lo hacía, quizás caería desmayado. Sin preámbulos de ningún tipo, Marina me bajó los pantalones y me la empezó a chupar.
–¿Pero qué haces?–. La aparté de un empujón.
–¡Estás trocao, papo!
Las nauseas volvieron. Respiré. Me calmé.
–.Aún no te expliqué qué es lo que quiero... Recuerda que es mi hora... La he pagado...
La cogí del brazo con torpeza y la llevé a la cama. Me miró con desconfianza:
-Cosa' rara' no, ¿eh, asere?. Aquí venimo' a templar como Dió manda y sanseacabó.
No le respondí. La hice acostar boca arriba. En esa postura, sus grandes pechos desnudos simularon desinflarse. No me quité la ropa, sólo los zapatos.
Me situé a su lado, apoyé la cabeza en la almohada, junto a su cuello, y la abracé.
–Marina, por favor, arrúllame. Hazme dormir. –Y agregué–: Que quedan 55 minutos.
Quizás acostumbrada a tanto pedido raro, la chica empezó a cantar de memoria:
Drómiti mi nengre
Drómiti nengrito.
Caimito y merengue,
Merengue y caimito.
Drómiti mi nengre,
Mi nengre bonito.
Lo que vino después no soy capaz de recordarlo, ya que concilié un profundo e inmediato sueño. Los pezones de Marina se diluyeron de mi vista como gota de café que cae en una taza de leche.
Tras un lapso de tiempo impreciso, sentí un suave zamarreo.
-Cómo tira majá este papito. Despierta, corazón.
Marina me sacudió con dulzura. Sonreía, y esa sonrisa no me resultó propia de aquella mujer que una hora antes ni siquiera me miraba a los ojos. Agregó:
–Despierta bombón que ya es la hora, o sino me echan tremenda.
Me levanté, me puse los zapatos y me giré para irme. Sin saludarla, sin mirarla siquiera. Ella me cogió del brazo:
–Papito, vuelve mañana. Pero no a esta hora. Salgo a las cinco.
Le sonreí como pude.
–Chao pescao, a la vuelta picadillo–. No comprendí, pero en esa frase acentuó aún más su tonada.
Salí a la calle y cogí el primer taxi que encontré. El mundo me sigue pareciendo una mierda. Pero esta noche intentaré no beber.