lunes, 31 de mayo de 2010

Obligación, placer...



Existen dos tipos de escritura: la escritura por trabajo (que aunque sea por placer tiene algo de obligación) y la escritura por puro placer (como la de esta bitácora). Este último tipo de escritura es como conducir borracho. Si no se está en condiciones de coordinar los sentidos, mejor detenerse junto a la carretera, respirar un poco, echar una cabezadita... Y algunas horas después, cuando despunten los primeros y reconfortantes rayos de la mañana, volver a emprender la andadura. Decati Sonde Teibol ha bebido demasiado estos días. Bebido la bebida más nociva que pueda existir: el pensamiento. Por eso se disculpa ante sus escasos lectores por la sequía de producción de estos últimos tiempos. Ahora me encuentro al lado de la carretera, con la cabeza sobre el volante, sintiendo el rumor de otros coches que pasan. Despertaré -lo prometo- dentro de unos días, cuando la carretera se presente llana y clara. Y cuando la escritura vuelva a ser (así lo espero) un puro placer.

martes, 25 de mayo de 2010

Gente negativa / 7

“¡Cuentos tan largos! ¡De una página!”,
gritaba Juan Ramón Jiménez...

Y ahora resulta que las historias mínimas hacen mal. Cada vez con más insistencia se escucha por ahí –en revistas culturales, en tertulias, en audiciones relacionadas con el mundo de los libros–, que ese género llamado microrrelato merece ser llamado sub-genero y estar ubicado en un escalón inferior –y bastardo– de lo que se considera literatura. ¿Los argumentos? Propensión al simplismo; género más ligado al chiste o a la anécdota que a la literatura; falta de esfuerzo; respuesta a la comunicación inmediata y mediocre de nuestros días, la de SMS o e-mails carentes de toda gramática u ortografía; búsqueda de la comodidad y el rechazo al embarazo que significa escribir novelas… Escritores de la talla de Javier Marías se cagan lisa y llanamente en el microrrelato. Esto, quizás, responda a que según ellos es un género (¡perdón! un subgénero) que está de moda. Y esta clase de críticos debe por fuerza vituperar hasta el paroxismo todo lo de-moda, ya que va dentro de su naturaleza ir siempre contracorriente. Para lo cual, echan mano a sus mejores armas: el célebre dinosaurio monterrosiano (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), o las intragables greguerías de Gómez de la Serna –textos tan ingenuos del tipo “El portero no la vio entrar, la vio salir (era la muerte)”–. Como si Monterroso sólo hubiese comido gracias al puto dinosaurio, o Gómez de la Serna no hubiese escrito más cosas que esos juegos de palabras. Como si la síntesis no fuera multiplicación. Como si un átomo no fuera el universo.

Un buen narrador de microrrelatos en un relojero. Cada minúscula pieza es vital para el funcionamiento del mecanismo. Si la pieza está mal puesta, el reloj se destroza. Borges sostenía que no había nada realmente importante para ser contado en demasiadas palabras. Por eso nunca escribió novelas.

Por todo esto, queridos enemigos del relato breve o hiperbreve, recuerden que el primer atisbo de literatura en la historia humana ha tenido forma de cuento. Al calor de la hoguera, los viejos de las cavernas no relataban a sus familias novelas épicas de tres o cuatro días de duración, sino simplemente sencillas historias de minutos, una tras otra, hasta que el sueño o la noche los vencían.

Considero que el cuento es el más noble de todos los géneros. Y cuanto más breve, más noble. Más cerca del universo, de la naturaleza. Más lejos del ego del autor. De hecho, estoy cada vez más convencido de que no hay nada, absolutamente nada que contar, absolutamente nada que leer. No-es-necesario-saber-nada. Todo ya viene escrito en el universo, en la naturaleza, en nosotros mismos. ¡Cómo voy a leer lo que piensan otros del mundo si todavía no sé lo que pienso yo!

Y además, que sepáis que los niños nunca piden novelas para irse a dormir. Piden cuentos. 

sábado, 22 de mayo de 2010

Apuntes en tinta / 6
Y dijo el narrador (que no el autor)…



Aquí estoy, tiempo presente del indicativo, en la frontera que me separa de las palabras. Espero tras la ventanilla diminutiva. Las palabras han llegado, sí, están allí, las veo. Pero han quedado demoradas en la aduana, sitio gigante, frío, seco, gris y plagado de adjetivos que ralentizan la escena. Las palabras están siendo custodiadas por horribles policías con diéresis sobre sus cabezas. Burocracia galopante, adverbio acabado en mente: las leyes señalan que las palabras se quedarán allí durante meses, sin poder ser utilizadas. Gestiono los trámites pertinentes, sellos, tum tum, papeles rosas, rúbrica, duplicado, enumeración. Busco sacarlas como sea. Pero pasan los años. Persisto. No cedo. Hasta que un día –por fin– se produce la caducidad de la burocracia, repetición, cacofonía. Me envían un telegrama: las palabras ya están disponibles para ser extraídas. Regreso a la frontera con ilusión para recuperarlas. Paso por Migraciones, pago la tasa correspondiente, cumplo con lo que encomienda la ley y la gramática. Las palabras por fin volverán a su dueño, o sea yo, o bien el narrador de esta historia. Allí están después de lustros. Sin embargo ahora las veo arrumbadas en el almacén. Viejas, inútiles, faltas de color, desposeídas, invadidas por adjetivos que restan fuerza, carcomidas por ratas. Mojadas, abandonadas. Ya no están unidas por conjunción alguna, despojadas de estilo, contaminadas de gerundios, oxidadas de clichés y faltas de ortografías. Exhalo una onomatopeya de aes y haches. Desisto. Vuelvo a casa con las manos en los bolsillos, con los papeles rosas y los comprobantes de pago. Con la boca vacía, la mente seca y la vergüenza de haber escrito en vano esta absurda monserga metaliteraria. Ahora me doy cuenta de que no hacen falta las palabras para contar nada, ya que no hay nada que contar en realidad. Nunca volveré a pisar aquella aduana. Las palabras ya no me sirven. Y este absurdo, metaliterario y repetitivo cuento, tampoco.

lunes, 17 de mayo de 2010

Apuntes en tinta / 5
¿Para qué coño escribir?



Vemos una habitación poblada de libros. En el techo flota una omnipresente nube de tabaco. Los ruidos del hielo chocan la copa de whisky y se acoplan a las furiosas teclas de la Remington del escritor. En un rapto de locura creativa, el autor redacta líneas sin control durante horas, hasta que por fin estampa la palabra FIN, con la confianza de las victorias anticipadas. Acto seguido recibe la llamada de su editor quien, tímidamente, le pregunta si le apetecería publicar algo este año. Con total pedantería, el escritor le dice que por supuesto. A las pocas horas le entrega el manuscrito que aún tiene la tinta mojada y que en tres días ya estará en todas las librerías del país. El escritor sólo volverá a salir de casa para acudir a las conferencias de prensa.

Si dejamos de lado la ironía y la exageración de esta escena, es posible que muchos de los que estamos hoy en esta sala hayamos fantaseado más o menos con esa imagen del escritor: exitoso, bohemio, atormentado, noctámbulo, rata de biblioteca, alguien más allá del bien y del mal…

Sin embargo, quien intenta hacerse un hueco en el duro mercado editorial de hoy lo que menos acaba haciendo es ser escritor. Más bien es enviador de emails a editoriales para que le publiquen, es golpeador de puertas de centros culturales para organizar presentaciones, es enviador de relatos a concursos, es editor de blogs, es tertuliano en librerías céntricas.

El escritor Javier Marías reconoce, precisamente, que existen más motivos para no ser escritor que para serlo:
...Hay demasiadas obras publicadas (miren, sino, la cantidad de libros que tiene esta librería), así como muchísima, demasiada gente que escribe.
...La escritura no da dinero o, mejor dicho, sólo una de cada cien novelas publicadas –por aventurar un porcentaje optimista– da buen dinero a su autor.
...La escritura no da fama, y si la da, es pequeña, y puede conseguirse por medios más rápidos y menos laboriosos, como salir en televisión.
...La escritura no da la inmortalidad, entre otras razones, porque la inmortalidad ya apenas existe.
...La escritura no halaga la vanidad, ni siquiera momentáneamente ya que, a diferencia de un músico o un director de cine que pueden observar la reacción de sus espectadores, el novelista no ve a sus lectores leyendo ni asiste a su aprobación o complacencia de su obra.
    Amén de otras razones (como la angustia ante la página en blanco, la soledad del escritor, su lucha con sus propios personajes) y muchas más que nos hacen preguntar… ¿por qué coño hemos elegido esto de escribir?  (...)

    El autor de Tu rostro mañana reconoce, sin embargo, un único y poderoso motivo para sí escribir, para sí crear novelas, cuentos, poesías o lo que sea: Escribir nos permite vivir gran parte de nuestro tiempo instalados en la ficción, en el reino de lo que fue y no pudo ser, de lo que siempre estará por cumplirse.

    Por eso, estos cuatro autores aquí presentes, con nuestra mayor o menor experiencia, con nuestros diversos estilos e ideas, con nuestras obras, con nuestros trajes de escritores y eventuales trajes de agentes de prensa, de enviadores de e-mails o de golpeadores de puertas, en algo estamos de acuerdo: la literatura nos da la posibilidad de fabular la vida, de hacer algo más real que la realidad, y de configurar un futuro que nunca veremos. Aunque nunca seamos famosos, aunque nunca ganemos dinero. Y aunque suframos, o aunque gocemos.

    Porque, como afirmaba el gran Nabokov, “la literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neandertal gritando ‘el lobo, el lobo’, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando ‘el lobo, el lobo’ sin que le persiguiera ningún lobo”. (...)


    (Fragmento del discurso que leí en la tertulia "La negra espalda de la creación literaria", en la librería Bertrand de Barcelona, marzo de 2010).

    domingo, 16 de mayo de 2010

    Gente negativa / 6

    El señor Mario Tarrés bajó lentamente por la escalera asiéndose de la baranda, como cada día. La baranda le pareció más lustrosa que otras veces, y le resultó gracioso calentarla con el calor de la mano. Al bajar centró su atención en la conjunción de piedrecillas incrustadas en el mármol de los escalones. Algunas tenían forma de pez, otras de diamante, o de lápiz. El señor Mario Tarrés permaneció de pie algunos segundos en el descanso de la escalera mientras contemplaba las formas. Pestañeó un par de veces, sonrió tímidamente y continuó bajando. Al llegar a la calle, notó bajo sus zapatos la textura que pisaba: las nervaduras del asfalto se ramificaban como minúsculos ríos; las arenisca era redondeada; alguien había arrojado crujientes migas de pan a las palomas. El señor Mario Tarrés se dirigió hacia la verdulería a comprar algunas peras para comer por la tarde. Le encantaba mantener los trozos de pera en la boca durante un buen rato, hasta que se deshacían. En las tres calles que separaban su casa de la verdulería vio muchos ojos con muchas ojeras debajo. Caminó mirando hacia esos ojos, con una enorme sonrisa. Recibió alguna mirada sospechosa como respuesta, pero ninguna sonrisa. Respiró. Entre el humo de los coches notó un vaho a jazmín. Empezó a silbar el allegro de "Burleske para piano y orquesta" de Richard Stauss. El señor Mario Tarrés llegó a la verdulería y saludó a los clientes y a los empleados con un enérgico “Muy buenos días a todos”. Sólo recibió como respuesta un movimiento de cabeza de la chica que atendía en la caja. Con notoria emoción empezó a elegir las peras, feliz por sentir la textura tan suave de la fruta de estación. Retomó la silbatina de Strauss. Aguzó el oído para sentir el rozar de las pieles amarillas, un sonido que le recordó al arrullar de las hojas de malva del balcón cuando las mecía el viento. De súbito, tras su espalda, unas voces graves interfirieron aquel mecer. Sobre el hombro vio dos hombres con sombrero. Aunque a trazos, no pudo evitar escuchar las graves palabras: "He leído que las tasas de interés seguirán bajando". "El Euribor está en su mínimo histórico". "Dicen que mejor no arriesgar". "Yo no viajaría este año, hay bastantes atentados". "¿Has leído? Cada vez más chicas asesinadas al salir de la escuela". "Este año el virus será más fuerte". "Cada vez vamos peor". "Da miedo". "Sí, da miedo". "¿Llevamos fresas para el postre?". El señor Mario Tarrés volvió a sus peras y a Strauss. Cogió la primer pera, la palpó, la olió, acarició la piel y la metió lentamente en el saco de tela que había llevado. "En diez minutos repiten el discurso del ministro en el informativo". Cogió una segunda pera, se la pasó suavemente por la mejilla. "Es indignante, qué morro tiene ese tipo". La olió, el vaho le devolvió un resumen exacto de la palabra primavera. "Te juro de solo verlo por la tele me da una cosa aquí, en la boca del estómago". Cogió la tercer pera aún con más lentitud que las dos primeras, apreció el amarillo moteado de la cáscara, los dibujos le recordaron a un muñeco de su infancia. Se emocionó. "Cabrones de mierda, son todos iguales, de un lado y del otro". Las motas de la pera eran pocas, pero el señor Mario Tarrés completó con su imaginación las motas que faltaban. En pocos segundos el muñeco bailoteaba sobre la superficie de la pera. "Estoy harto de todos estos payasos, quiero ver ahora con qué se destaparán". Pensó que tres peras estarían bien. Su pecho estaba lleno de regocijo, como siempre, o más que siempre. "Venga tío, paga las fresas y vamos, que tenemos que verlo". Hizo un bonito nudo al saco y, con sorpresa, apreció la ligera fricción de la tela. De pronto uno de los hombres con sombrero le dio un involuntario empujón con el hombro. El señor Mario Tarrés perdió el equilibrio. Un reflejo lo hizo asirse de la caja de peras, pero tanto él como las peras cayeron al suelo con estrépito. En un segundo el señor Mario Tarrés se encontró sentado en el suelo y rodeado de las frutas que había estado admirando. A lo lejos, ninguno de los hombres con sombrero advirtió el accidente. Pagaron sus fresas sin mirar los ojos de la empleada –que eran marrones y grandes–, sin dejar de hablar entre sí, sin decir adiós. Y desaparecieron por una de las calles adyacentes. El señor Mario Tarrés permaneció durante unos segundos en el suelo, hasta que por fin uno de los clientes le extendió una mano. Las nalgas se le enfriaron con el frío de las baldosas. Algunas peras rodaron y le chocaron la pierna . El señor Mario Tarrés miró hacia arriba y dirigió una enorme sonrisa al joven que se ofreció a levantarlo. Se sujetó de su mano cálida y, antes de levantarse, le dijo: "Joven, ¿sabes lo feliz que me hacen las peras?". El joven lo miró con extrañeza, casi con espanto. Hizo fuerza hacia arriba y levantó al anciano. Se apresuró en despegar su mano de la de aquel viejo loco, y cuando el anciano le sonrió con ojos casi paranoicos, el joven apartó la vista, y sintió un miedo que no pudo explicarse. Dio un paso hacia atrás para darle sitio a que recoja las cuatro peras caídas, lo vio dirigirse hacia la caja, lo vio desaparecer por alguna calle adyacente. Lo escuchó silbar una horrible melodía. Lo escuchó reír en soledad. Por fin, cuando la risa y el silbido se alejaron de su percepción, el joven frunció el ceño, se esforzó en regresar a sus preocupaciones y recordó que aún no había comprado Pepsi para la cena. 

    jueves, 13 de mayo de 2010

    Apuntes en tinta / 4
    Ver, odiar





    El escritor es, por sobre cualquier otra cosa, un observador. Quien desdeña la cualidad de escuchar o ver el universo que le rodea, mejor que ni intente meterse en esto de la escritura. Y cuando digo observar digo: observar lo que nos circunda y, a su vez, observarnos a nosotros mismos observando lo que nos circunda.

    El escritor mediocre es aquel que solamente escucha las voces de su interior, tanto para buscar la palmada en el hombro, ver su nombre impreso en una portada y suspirar, o bien para señalarle a su hijo “este libro lo escribí yo”.

    Observar y observarse es quizás la empresa más difícil de todo ser consciente. Dominar esta propiedad puede llevar toda una vida. Quizás la aprendemos en el lecho de muerte, minutos antes de abandonar este mundo.

    Yo observo. Aprendo a observar. Abro los ojos, escucho, pregunto, dejo responder, escucho. Y, así, advierto que las personas que más me inspiran para crear una historia no son las más cercanas ni las más queridas. Sino todo lo contrario, son las que más odio, las que más animadversión me evocan, ya que son las que generan más conflictos en mi interior. Si se produce dentro de mí un sentimiento negativo hacia un individuo, no es que me moleste algo de él, sino que es algo de mí reflejado en él. Por eso mi conciencia se revuelve y este tumor debe ser exorcizado a través de una historia. Historia que no hace más que demostrar mis carencias, que me deja desnudo en medio de una transitada avenida.

    Creo que este impulso de auto-exorcismo es común en todas las personas. Algunos lo descargan yendo al gimnasio, otros follándose vecinas, otros esculpen, otros escupen. Yo decidí escribir.

    Tengo ganas de inventar nuevas historias. Desde mañana empezaré a escuchar con más agudeza a mis enemigos.

    miércoles, 12 de mayo de 2010

    Gente negativa / 5





    Damián Levy y Demetrio Jarama bebían un Bayley’s en la terraza del bar La Trama. Levy se alisó el grueso bigote, y con los excesivos ademanes de siempre, inició la conversación. Como de costumbre, fue el primero en empezar. Jarama escuchaba:
    –Mira esos señores de aquella mesa, fumando sus estúpidos cigarrillos. No puedo evitar verlos como seres inferiores. La debilidad mental del fumador queda demostrada en su incapacidad de desprenderse de este hábito primario e inútil. El bebedor, al menos en sus comienzos, ingiere líquidos con su correspondiente cuota de agua. Pero ¿el fumador?

    Dio un sorbo a su vaso de ancha boca y pesada base. Uno de los cubos de hielo fue a dar a la punta de su nariz.
    -–¿Y esos de allí? Escúchalos. Gente simple, inferior y retrógrada hablando del chupete social de nuestros días, de esa religión estupidizante llamada fútbol. Individuos que prefieren escuchar gritos de gol antes que la propia voz de su conciencia. Así se evaden con algo que no guarda ninguna relación con ellos. Si te evades con un libro, por ejemplo, al final siempre acabas entroncando aquello que lees con tu propia existencia. ¿Pero con el fútbol? Veintinosecuántos tipos corriendo sobre un césped verde para ser más ricos y conocidos. Más ricos y conocidos ellos, pero no quienes los miran, que cada día se alejan más y más de sí mismos.

    Se escarbó con la lengua un trozo de carne apretujado entre dos premolares, quizás restos de la comida del mediodía.
    –He dicho religión. Y no quiero volver a tocar el tema del que siempre te hablo, Jarama. Pero no puedo evitar subrayar mi sentimiento. No es ya una antipatía, sino una pena que siento por esos individuos tan mínimos que se persignan, que respetan dogmas sin cuestionarse, que consideran su vida menos importante que un par de maderas en cruz, que rehúsan hablar de la muerte por miedo a que el sólo hecho de mencionar la palabra “muerte” los acabe matando… Gentes que creen en un dios que en su puta vida han visto, sin sospechar que el verdadero dios está dentro de ellos. Gentes de un solo libro, mediocres, que nunca se darán cuenta de quiénes son realmente.

    Largó un corto chorro de aire por la nariz peluda. Sonrió mirando el fondo de la copa casi vacía.
    –Gentes de un solo libro… Miro en los autobuses y en las plazas y no puedo dejar de experimentar una mezcla de desprecio y ternura por la ingenuidad de aquellas personas que se dicen “lectores” al tener bajo sus brazos libros de ignotos “autores”. –Levy hizo el gesto de comillas con los dedos al pronunciar lectores y autores–. Sienten orgullo por su elección, como si hubiesen sido ellos quienes eligieron los libros que tan orgullosamente llevan bajo el brazo. ¡Menuda ingenuidad! ¿Por qué coño tengo que leer a un sueco que me ponen hasta en la sopa, cuando yo tengo ganas de leer a Balzac? Y así están las treintañeras que se creen cultas por hojear (porque ni siquiera leen, sólo hojean) basuras como Coelho, Louise Hay, Brown, Zafón… Letras que no llevan a nada, que hunden, que aumentan la neblina en lugar de disiparla. Ya lo dijo Eco: “En el mundo hay millones de libros hermosos que nadie lee”. Y yo agrego: “…y hay miles de libros de mierda que lee todo el mundo”.

    Con su jactancia característica, Levy tosió y levantó el dedo para pedir un segundo Bayley’s. Se pasó la mano por la perilla y asintió, aún masticando la rabia que le generaban las ideas que acababa de exponer a su amigo. Pero se sentía satisfecho de comprobar que sabía lo que sabía. A un metro de distancia, mientras tanto, su amigo Jarama lo miraba con una sonrisa blanca, calma, aunque no había escuchado una sola palabra de las pronunciadas por Levy. Él sólo se había dedicado a disfrutar de la brisa primaveral que le acariciaba las mejillas.

    lunes, 10 de mayo de 2010

    Gente negativa / 4





    Es un náufrago y se llama Aquiles. Podría haber tenido cualquier otro nombre, pero se llama Aquiles. Aquiles flota en un mar sin nombre, sin nombre al menos para él. La cabeza de Aquiles reposa sobre cuatro maderas unidas por sendos clavos, sobre aquel mar sin nombre, al menos para él. Aquiles ve un mar vertical desde la delgada raja que le dejan ver sus párpados. El mar sin nombre –al menos para él– balancea con pesadez las cuatro maderas unidas por sendos clavos, con el mismo movimiento que su hermana mayor lo acunaba de pequeño. Las maderas se lamentan con berridos cortantes, suenan casi igual que el crujido de sus vértebras. Aquiles sonríe y deja a la vista los tres o cuatro dientes que le quedan, aunque nadie a miles de millas a la redonda pueda verlos. Aquiles se incorpora, apoya la mano derecha sobre la madera del extremo derecho, la izquierda sobre el izquierdo. Ahora el mar se ve horizontal. Aquiles chasquea la lengua, hace meses que no bebe agua. El agua que lo rodea no es agua, son millones de gotas unidas una a la otra. Aquiles se frota los ojos, se alisa la barba, mete los pies en las gotas, que ahora se inclinan hacia la derecha. Hacia la izquierda. Hacia la derecha. Hacia la izquierda. Las cuatro maderas, los millones de gotas, el mar sin nombre, las siete letras del nombre Aquiles, todo permanece inmutable, no hay cambios, Aquiles navega sin saber de dónde viene ni adónde va. Aquiles está bien consigo mismo, no siente angustia ni sed ni soledad ni escozor. Esta historia no tiene conflicto y sin embargo es una historia. Porque yo soy el autor y digo que es una historia. Y me importa una mierda, queridísimo lector, lo que usted piense. Váyase de aquí si no le gusta. O quédese e insúlteme en los comentarios de aquí debajo. Yo quiero que Aquiles siga navegando durante toda la eternidad en este mar infinito, sin islas, sin nombre al menos para él. Sobre las cuatro maderas crujientes, con los tres o cuatro dientes que le quedan. Y asi lo hará. Punto final.

    domingo, 2 de mayo de 2010

    Gente negativa / 3




    El doctor Fedder Stern bajó la escalerilla que lo depositaba en la acera, pero esta vez el descenso fue con excesivo celo: el cemento estaba cubierto de una amenazante capa de hielo. La noche de las cinco y cuarto había vaciado las calles de Aarhus. El doctor Stern andaba con celeridad, camino a cumplir la última de sus tantas diligencias del día. Su mano derecha apretó con fuerzas la manija de la maleta. Con la mano libre se ajustó la bufanda y extrajo una libreta del bolsillo, leyó con decisión y dijo sí varias veces con la cabeza. Giró por Fiskergade sin levantar la vista, como de memoria. Allí, sobre la ochava, otra vez el mendigo de los últimos días, junto a su lata vacía y un cartel con la incripción "Gud velsigne jer". Los días anteriores había efectuado un pequeño rodeo para esquivarlo, y así evitar oler su peste o no ver su nauseabundo aspecto. Pero esa tarde-noche la prisa le impidió eludirlo, y su pie acabó encontrándose con la rodilla del miserable. El doctor Stern cayó rodando al helado suelo. Por fortuna tuvo reflejos para arrojar la libreta y la maleta, y así amortiguar con ambas manos el impacto. Pero su sobretodo de armiño quedó hecho un asco. El mendigo se levantó de un salto y se apresuró a extenderle una mano, con una sonrisa de culpa, de miedo o quizás de arrepentimiento. El doctor Stern permaneció unos segundos en el suelo. Echó un vistazo a la mano sucia del hombre, echó un vistazo al resto del hombre, y se sintió horriblemente humillado. Enceguecido de furia, se levantó como pudo y empezó a vociferar improperios de todo tipo a la cara del mendigo. Insultos denigrantes, horriblemente obcenos, que ni él sabía que conocía. Gritaba en contra de su madre, de sus ancestros o de quien se le ocurriera, con palabras jamás pronunciadas en kilómetros a la redonda. El pobre mendigo volvió a sentarse, aterrado. Se acurrucó en su esquina y se refugió tras sus piernas escuálidas. El doctor Stern intentó contenerse, pero le temblaban las manos de furia. Apretó los dientes, abrió su maleta y extrajo el martillo con el que comprueba el reflejo en las rodillas de sus pacientes. Sin preámbulos empezó a martillar la cabeza del miserable. Después de martillar durante cuatro minutos exactos, una y otra y otra vez, se detuvo y limpió la herramienta en un saliente de la tela mugrienta que vestía aquel hombre, para quitarle la sangre y los trozos de seso que se habían quedado adheridos. Ahora con serenidad, guardó el martillo en la maleta, recogió la libreta del suelo y dijo sí varias veces con la cabeza, para volver a comprobar que había hecho todo lo planificado para ese día. Esquivó el charco de sangre y retomó su camino.

    sábado, 1 de mayo de 2010

    Gente negativa / 2



    Las líneas rectas no existen. En la naturaleza, en el universo no existe sitio alguno en el cual haya líneas rectas. Las líneas rectas son un mero invento humano. El hombre las ha creado para vivir con la ilusión de que ha conseguido dominar la naturaleza y el universo. Las líneas rectas humanas, en realidad, no son más que enormes y gigantescos redondeles. Sólo es cuestión de seguir con la vista cualquier recta, durante miles de kilómetros y desde una distancia prudencial, y se verá que es un círculo que se pierde en el cosmos. Nosotros sólo vemos un ínfimo fragmento de esas curvas, y por eso nos parecen rectas. El Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo que está situado en Dubai –construcción que aparenta ser una sucesión de líneas rectas, bien dispuestas una al lado de la otra en megalómana y absurda actitud–, no son más que curvas que traspasan la atmósfera, que giran a través de la eternidad y que vuelven a juntarse nuevamente en la base del edificio, en el sótano quizás, para ir y venir una y otra y otra vez. Pero el hombre prefiere vivir en su ilusión, orgulloso entre sus ángulos de noventa grados, en su realidad cuadrada de aún más cuadrados, en su sucesión infinita de ego. Qué pena pensar esto justo en este momento. De haberme arrojado desde el Burj Khalifa, habría tenido tiempo para reflexionar sobre esta teoría durante algunos segundos más.