jueves, 30 de julio de 2009

Mi amigo Keith



Hace un par de semanas acudí a un concierto de jazz, en el que actuaba mi admirado Keith Jarrett. Era la primera vez que iba a ver en directo a este dios del piano y que tantas noches de whisky me había acompañado mientras lo escuchaba adormecido en el frío de mi habitación. Acompañado de Jack de Johnette y Gary Peacock, el concierto navegó por las notas y el virtuosismo innato de estos tres enormes músicos. Pero los tipos, al ser conscientes de lo grandes que son, no le pusieron ni una pizca así de sentimiento. Nada de alma, nada de espíritu. Sólo cumplir horario y marcharse. Seguir el guión, cerrar la tapa del piano y de vuelta pa' casa. Algo defraudado por ver que lo que solía escuchar en mi CD era mejor de lo que estaba presenciando en vivo, me dije "al menos me quiero llevar un souvenir". Entonces saqué mi cámara y comencé a hacerles fotos a los músicos. Debido a a mi cercanía con el escenario (estaba en un sitio que me había costado, dolorosamente, 70 euros), el señor Jarrett llegó a levantar la cabeza del mar de teclas y pudo ver que le estaba tomando varias instantáneas. Automáticamente paró de tocar, se levantó de la butaca y, él y sus dos compañeros, se retiraron de la escena. Segundos después, una voz por megafonía advertía que si el público seguía tomando fotos (o sea, se referían solamente a mí), los músicos no volverían al escenario. De inmediato varios espectadores comenzaron a reprobarme y a insultarme (sí, el público de jazz también sabe insultar). Yo me quedé empequeñecido, no sabía cómo esconderme en mi butaca de 70 euros. Quince minutos después los músicos reaparecieron. El señor Jarrett, se sabe en el ambientillo, es un acérrimo defensor de su imagen personal, y salvo contadas ocasiones, se niega rotundamente a ser fotografiado. Con mala (malísima) gana, continuaron con su repertorio de standards. Su ánimo no volvería a recuperarse. Y si antes del incidente el concierto carecía de alma, lo que vino después fue realmente una cagada.

Salí del Auditorio de Barcelona totalmente decepcionado y avergonzado, con las manos en los bolsillos. Entonces me puse a pensar "¿Quién mierda te crees que eres, Keith Jarrett? Claaaro, porque tocas jazz, porque te llamas Keith, te apellidas Jarrett, naciste en Pennsylvania, eres blanquito y con cara de protestante y anglosajón, porque vienes de los eeuu y, por antonomasia, todo el mundo te ve de una manera un pelín superior al resto? ¿Quién mierda te crees que eres, puto Keith Jarrett? Si te llamaras Zhong Lee, o Anastasi Ngomo o Juan Carlos Giarretti; si tocaras el bongó, las maracas o el mhorin khun (una guitarra mongola de una sola cuerda); si hubieses nacido en Nairobi, en las afueras de Lima o en una isla de Madagascar; o si tuvieras un aspecto aindiado, pelos mota u ojos rasgados; si algunas de esas posibilidades sucedieran... ¿te crees que podrías tener la libertad de actuar como actuaste? Pero claro, te llamas Keith, te apellidas Jarrett y eres anglosajón. ¿Eso te da superioridad? Y que sepas que mi dignidad cuesta más de 70 euros."

Todo eso pensé desde que salí del concierto hasta que llegué a casa. Allí me esperaba mi whisky y el frío de la habitación. Llegué, me acosté en la cama, encendí mi cámara y miré las fotos, esta vez con una mezcla de alivio y venganza. Y para rematarla, fui a mis discos y puse a todo volumen unos tangos de Julio Sosa. Y me dormí.


(El incidente del concierto se detalla en el final de este artículo aparecido en El Periódico de Catalunya).

miércoles, 22 de julio de 2009

Un cuento: Tres pétalos cayeron




Y de repente, un aire brusco entreabrió el ventanal. Todas las hojas secas que yacían en aquel balcón de la calle Hospital invadieron el interior del salón en un voraz torbellino. Desde el tocadiscos emergió un torrente de notas agudas que hizo temblar la púa sobre el vinilo. Las paredes aún conservaban viejos cuadros con fotografías de personas que ya nadie recuerda, en donde hombres de gruesos bigotes eran flanqueados por mujeres con ojos vacíos. Detrás, el papel pintado se resistía a caer, amenazado por enormes manchas de humedad. Y sobre el aparador, varios portarretratos –con gente más joven y sonriente que aquella que colgaban de la pared– descansaban entre medio del polvo: imágenes de niños sobre la hierba, de adolescentes felices, de padres con bebés en brazos. Esas sí eran a color. Los sones de Nessun Dorma, en tanto, salían del tocadiscos y dibujaban orlas sinuosas entre las motas de polvo, como resistiéndose a salir por la ventana entreabierta. Las motas giraban en ínfimos remolinos junto a un portarretratos apartado del resto, tumbado hacia abajo y cubierto de gruesas capas de hollín. De súbito, unas manos huesudas y resecas lo levantaron. Se vio la imagen en sepia de una joven de cabellos ondulados que presionaba un par de rosas a su pecho y, detrás, un jardín poblado de flores. La joven sonreía, mucho sonreía, mientras varios pétalos se desprendían de una de las rosas. El fotógrafo había capturado la imagen justo cuando tres de los pétalos se alineaban en el aire, casi en línea recta, como si fuesen puntos suspensivos. Las manos que sostenían el portarretratos empezaron a temblar. Con timidez, lo dejaron nuevamente sobre el aparador.
“Las rosas, cómo te gustaban las rosas”.
Las manos eran de Aurelio, el abuelo del sexto segunda. Aurelio se pasó las palmas por el pantalón raído para quitarse el polvo, al tiempo que lanzaba una mirada de hartazgo a sus arrugas. Se dio vuelta con lentitud, como el girar del tocadiscos, y fue hacia el ventanal para cerrarlo. Hizo fuerza, pero el viento era más enérgico que sus huesos. Echó una mirada a la polea adherida a la verja del balcón. Allí, de una soga, colgaba una canasta con comida. Era la compra que algún empleado del supermercado le dejaba a pie de calle semana tras semana, y él izaba a duras penas, con sus músculos casi atrofiados. Sin embargo hacía meses que Aurelio no salía siquiera al balcón. De la canasta emanaba un olor nauseabundo, y montones de moscas revoloteaban sobre lo que parecía ser una bolsa con carne. De repente, una súbita punzada le aguijoneó la nuca y lo empujó a asomarse al exterior, después de tanto tiempo. Sacó la cabeza con timidez y tragó aire. El hedor del balcón encontró resistencia en los pelos de su nariz. Sintió un mareo, se cogió del marco de la ventana, tosió durante minutos, los ojos enrojecieron. Acercó la mano a su pecho y permaneció de pie. Los engranajes de su organismo, oxidados y trémulos, se detuvieron durante unos segundos hasta que los dientes volvieron a encastrar, no sin dificultad, y decidieron seguir girando un poco más, con ritmo cansino. Por fin Aurelio se atrevió a cruzar el ventanal y salir al balcón. Se asomó al abismo. Las seis plantas que lo separaban de la acera le parecieron mucho más altas que aquella última vez que se había atrevido a mirar hacia abajo, varios meses atrás. Echó un vistazo hacia la derecha, allí donde nacía la Rambla del Raval. “¿Qué es todo aquello?”, se preguntó. Los edificios descascarados de enfrente comenzaron a girar de forma frenética, las ventanas vecinas se multiplicaron, el aire se envició aún más. Aurelio sintió ahogo y se sujetó nuevamente al marco de la puerta. Un humor fétido llegó desde la canasta. A pesar de ello, impactado por los rayos de sol, por el viento frío y el ruido callejero, fue invadido por montones de remembranzas que creía aniquiladas: evocó el aroma de un parque que hoy ya no existe, escalones de mármol calcinados por el sol, un jardín con la hierba recién cortada, y unas tímidas arrugas que nacían en la base de unos párpados, los de la joven del portarretratos. Aurelio se sintió ligero, como flotando. Cerró los ojos y sonrió. Los músculos de la cara le dolieron, la piel se estiró, el maxilar crujió. Inspiró aire nuevamente, esta vez los pelos de su nariz se relajaron y dejaron pasar más de esa atmósfera infecta. Abrió los ojos y su rostro volvió al gesto seco de antes. Lentamente, como el rodar del tocadiscos, Aurelio regresó al salón. Allí advirtió el contraste de los aromas que flotaban el ambiente; fuera, la repugnancia de la carne podrida agitada por los gusanos y las moscas, que bailoteaban bajo la bolsa del supermercado; dentro, el tufo encapsulado de polvo, ropa vieja, muebles carcomidos y paredes enmohecidas; y en su mente, aún ondulaban los efluvios adolescentes nacidos de la base de aquellos párpados. Aurelio sacudió la cabeza y caminó hacia el aparador. Echó otra mirada a la joven del portarretratos. Más abajo yacía el viejo teléfono negro que hacía meses no sonaba. Sus ojos dibujaron un paneo por el salón para otear todo lo que le rodeaba: el escritorio, la tinta seca, las cartas que no conseguía acabar, las capas de polvo, la puerta oxidada, el grifo goteando, el suelo gastado, los trozos de techo en el suelo. Y el disco, que se detuvo en el momento exacto. Aurelio oteaba. El tocadiscos. El portarretratos. El jardín florido. Las moscas. Las hojas secas. El ventanal.
“Basta. Me largo”.
Con parsimonia, como contando sus pasos, Aurelio se dirigió hacia la puerta. Antaño, cuando aún conservaba fuerzas para bajar la escalera y dar un paseo, siempre cumplía con la misma rutina: coger las llaves, el bastón, la boina, abrigarse con su sobretodo gris y, antes de abrir la puerta oxidada, mirarse durante un par de segundos al espejo. Aurelio contempló las llaves, el bastón y la boina, rodeados de gordas capas de polvo. Contempló el sobretodo que colgaba del perchero. Se contempló a sí mismo ante el espejo agrietado. Intentó recorrer todas las arrugas que poblaban su cara, notó sus gafas rotas aún más rotas y se tocó el mentón salido hacia fuera. Acercó su mano a la imagen que le devolvía el cristal y ensayó una expresión de asco, de hartazgo, de desprecio a sí mismo. Giró el pomo de la puerta y, como contando sus pasos, salió por fin del piso. Sin llaves, sin bastón, sin boina, sin sobretodo.
El retumbar de la puerta que se cerró tras sus espaldas permaneció durante varios segundos en el hueco de la escalera. Aurelio miró hacia abajo. Eso sí lo recordaba, eran ciento veinticuatro escalones. Lo que no recordaba era la última vez que los había bajado, ni siquiera cómo era el vestíbulo de aquel edificio. ¿Tenía vecinos? “Seguramente me imaginan enterrado en Montjuic”. Con pulso trémulo se acomodó el jersey que hacía semanas no se quitaba, se palpó el pantalón raído y notó que en el bolsillo conservaba una moneda de un euro. Tragó saliva, se cogió de la barandilla y se situó al borde del primer escalón. Como un bebé ante su primer paso, dudó. Las rodillas le temblaron, y sospechó que sus huesos casi centenarios no iban a soportar el peso de aquel cuerpo macilento. Se asió aún más fuerte de la barandilla y posó –o, mejor dicho, dejó caer– el pie derecho en el primer escalón. Hizo lo mismo con el pie izquierdo. Respiró profundo. Vamos, quedan ciento veintitrés. Los pelos de la nariz se abrieron de par en par. Repitió el movimiento. Pie derecho, pie izquierdo. “Sí, así”. Derecho. Izquierdo. Derecho. De pronto, un calambre. Aurelio notó que sus rodillas temblaban como flanes. Sus pies estaban situados en escalones diferentes. Empezó a respirar con agitación. Sudó. “No puedo acabar aquí, a dos palmos de casa”. Cerró los ojos e intentó serenarse. Inspiró un largo hilo de aire y bajó los hombros. Erguido de esa manera extraña, su nariz volvió a sentirse envuelta en una fiesta de esencias, vahos a cabello mojado, aromas que nacían de unos hombros quemándose al sol entre risas, pétalos volantes y dientes bellos como pétalos, olores que penetraban sus sentidos, acariciaban su conciencia y sobrevolaban cada uno de sus alvéolos hasta que, por fin, regresaban al exterior hechos seda, o arco iris, o todo a la vez. Aurelio abrió los ojos. Aún sentía el dolor en la rodilla, pero igualmente bajó el pie izquierdo hasta reunirlo con el derecho. Se envalentó y aumentó la velocidad. Sintió que nada lo detenía, ni los temblores del cuerpo, ni el mareo. Continuó bajando peldaño a peldaño. Perdió el sentido de la ubicación, ya no sabía dónde acababa la escalera. En el segundo o tercer rellano una puerta se abrió. Aurelio enfocó la vista todo lo que le permitían sus gafas cuarteadas. Distinguió unas botas negras, y muy raras. Unos pantalones, también negros, hechos de un material que brillaba y se adhería a la piel, como si ese material fuese la propia piel. La camiseta a tono, con extrañas inscripciones que no pudo comprender. Y más arriba, la expresión de una joven con montones de metales que le colgaban por todo el rostro, en las orejas, en los labios, en la nariz, hasta en la ceja. Aurelio abrió los ojos aún más. Sí, en la ceja había otro de esos metales. Concentró la vista en aquel rostro. No, no parecía una mujer. Tenía pelo largo, pero también barba. Se espantó y buscó la barandilla para asirse. En ese momento, la voz del individuo interrumpió sus conjeturas:
–¿Abuelo, se siente bien?
Aurelio permaneció en silencio. Continuó inspeccionándolo con la poca vista que le quedaba. El joven insistió:
–¿Vive en este edificio? Jamás lo había visto por aquí.
Aurelio callaba.
–¿Lo ayudo a subir?
El joven atinó a agarrarle un brazo. Movió la cabeza, y los pendientes y demás collares que le colgaban emitieron un tintineo estridente. Aurelio se asustó y lanzó un grito. Más que un grito fue un rugido grave, como un estertor doloroso. El joven dio un paso hacia atrás y le espetó una mirada de desprecio.
–Bah, apáñese solo. Y a ver si se ducha, que hace un olor que apesta.
El joven desapareció entre los ángulos de ese espiral de cemento. Aurelio aún se sentía aturdido, hacía meses que no veía tan de cerca a otra persona que no fuera él mismo tras las rajaduras del espejo. Todo volvió a girar a su alrededor. Buscó con desesperación la barandilla. Recordó la técnica para aplacar el mareo que tan bien le había funcionado un par de pisos arriba. Abrió los agujeros de la nariz, dejó pasar bastante más aire que las otras veces y, de manera automática, como deseándolo casi, Aurelio penetró en otro mar de evocaciones: el mismo jardín florido de antes, el mismo día de sol, y sus labios vírgenes que sobrevolaban los rizos de la joven de los pétalos, de pronto una comisura, dos bocas que se abrían, allí dentro las lenguas bailaban una danza caliente, primaveral, los dientes mordían, con timidez al principio y frenesí luego, una de las lenguas entraba y salía, la otra esperaba acurrucada en el fondo, después las bocas se separaron por unos segundos y un Aurelio adolescente observó un rostro que no era real, no, era de otro mundo, delante de él dos ojos vibraban, Aurelio volvió a la carga para recibir más de esos besos, besos narcóticos, la joven se apartó, dejó al descubierto la línea que nacía de sus pechos firmes y envueltos en aquel vestido con rosas estampadas, agitada cogió la mano de Aurelio, quería llevarlo a otro sitio, ¿más paradisíaco aún?, allí delante había otro rosal, todo verde alrededor y en el medio el rosal, que eyectaba un carnaval de aromas, “quisiera tomar otra foto” pensó él, igualmente se dejó llevar, qué mano suave, la joven tiraba de él, él cogía su mano y flotaba, pero la mano de ella se tornó fría, como de metal, giraba para un lado y para otro, Aurelio abrió los ojos y vio que estaba cogiendo el pomo de la puerta de calle. De súbito advirtió que había llegado a ese vestíbulo que hacía meses no pisaba. Inspiró y exhaló una decena de veces para disipar aquellas emociones. Se pasó la mano por la frente. Chasqueó la lengua. Giró el pomo, y con una fuerza desmedida para su estado, tiró. Tiró fuerte con su mano derecha. Sintió que los músculos se desgarraban. Pero Aurelio continuó tirando de aquel pomo, que ya no estaba tan frío como antes. Unos rayos de sol se colaron y le pincharon las mejillas. Por algún motivo que no comprendió, ese repentino calor le dio una pequeña oleada de vitalidad. Dio un paso. Otro. Y otro. Sus pies se arrastraron sobre la acera que seis pisos más arriba parecía una alfombra sucia. De pronto, volvió a sentir tras sus espaldas un temblor seco. El ruido se acopló a sus latidos casi mudos. La puerta de salida se había cerrado.


Una mujer ataviada en un velo azul caminaba rápido por la acera estrecha, con su bebé en brazos y un niño que la seguía detrás. Agitada, movió la cabeza para que el velo no le entorpeciera la vista. Soltó unas palabras indescifrables al pequeño, que más atrás se entretenía mirando un escaparate de Todo a Cien. La mujer repitió la frase anterior, poblada de jotas suaves y haches aspiradas. Visiblemente agobiada, hacía equilibrio con dos bolsas de supermercado en una mano, mientras que en la otra aguantaba al bebé. La mujer se puso nerviosa y le gritó con más jotas y más haches al niño. Al volver a girarse para seguir su camino, se topó con el pobre Aurelio que permanecía de pie, tambaleante, frente al bordillo de la calle Hospital. La mujer se asustó al ver a aquel viejo en pantuflas, con expresión cavernaria. Le pidió disculpas por el leve empujón, pero Aurelio no respondió. Lo creyó perdido, o sedado. Siguió su camino, aunque no pudo evitar volver la cabeza. Después pasó el niño, que lo miró con temor y escapó como flecha hacia el regazo de su madre. Aurelio permaneció allí durante un rato, ondeando en medio de la acera. Había olvidado lo que era caminar sin bastón. Pero esta vez no sintió mareos, estaba maravillado con la cantidad de aire que podía respirar, no recordaba que el mundo de allí fuera –ahora el de aquí fuera– contuviera tanto oxígeno. Poco a poco su vista fue encontrando un tenue foco. Así comprendió que eso que estaba allí enfrente era un supermercado, que aquello azul que se alejaba era una mujer con un bebé, que aquel bulto que se movía al lado era el niño que había pasado a su lado, que esa masa informe era un perro mordisqueando una bolsa de basura. De pronto, una moto pasó rauda a sólo unos metros de sus narices. El vehículo emitió un bramido espantoso, capaz de desgarrar los tímpanos, y dejó flotando un espeso vaho a gasolina. El viejo sintió que se desplomaba. Buscó con desesperación alguna superficie firme en la cual sostenerse, todo giró otra vez, pero aún más que antes, el asfalto, el cielo, la gasolina, los transeúntes, los pasos anónimos. Su mano derecha dibujó en el aire un aleteo, un estertor de supervivencia. Palpó algo firme, una pared quizás, segundos antes de que su enclenque humanidad se desplomara en la acera. Suspiró aliviado. Arqueó la espalda y sus vértebras filosas se vieron aún más filosas. Jadeó. Jadeó y jadeó y de su garganta brotó un hálito caliente, mientras la saliva empezaba a burbujear. El supermercado, el velo azul, el niño, el perro, todo se emborronó y se tornó humo, un humo rosado, del que salieron corriendo dos adolescentes, sí, otra vez en el jardín de aquel día ancestral, los jóvenes reían mientras corrían, las bocas se abrían, las lenguas sudaban, los brazos se multiplicaban, las caricias de él se atrevían a traspasar barreras infranqueables un rato antes, la mano exploraba los recovecos del vestido con rosas estampadas, mientras las otras rosas, las del jardín, eyectaban un aroma capaz de adormecer a una ciudad entera, de pronto el viento sopló y los pétalos trazaron curvas en el cielo, las lenguas eran pétalos envueltos en saliva caliente, los adolescentes cayeron sobre la hierba humedecida, el joven se mordió la lengua. Ay. Aurelio abrió los ojos. Tenía frente a sí su brazo apoyado en la pared, esa piel poblada de arrugas y marcas de soriasis. A pesar de sentirse extremadamente agotado, un fuego interior lo impulsaba a seguir. Empezó a andar, paso a paso, hacia la Rambla del Raval. Recordó aquellas tardes en el mismo banco, su banco, hace ya varios años. Solía sentarse allí para contemplar el final de cada jornada, el sol que desaparecía tras los viejos edificios de hormigón, las palomas que poco a poco abandonaban la explanada para volver a sus nidos. Épocas en las que recibía visitas con frecuencia, el teléfono negro sonaba y los vecinos lo reconocían. Incluso algunos le picaban la puerta para preguntarle si necesitaba algo, pobre viejo aquel, viudo y encima viviendo en un sexto sin ascensor. Aurelio siguió caminando, cada vez con mayor lentitud. La más tenue ventisca amenazaba con voltearlo, su estabilidad era cuestión de suerte y de su propio tesón. Pero él aguantaba, arrastrando los pies y con los brazos en cruz. A su alrededor pasaban perros, niños, vendedores de cerveza, hombres con túnicas blancas. Todos parecían ignorarle. Él andaba, flotaba, tan ligero como las plumas que se desprendían de las palomas que levantaban el vuelo. Ya no se sentía raro ante esos estímulos que hacía años no experimentaba, tanto aire suelto, nubes, gritos, vahos a gasolina. Las carnes flácidas bajo el mentón flamearon con suavidad, acariciadas por el viento que subía de la avenida Drassanes. Aurelio giró levemente la vista. Allí estaba, su antiguo banco. Rodeado de latas vacías de cerveza y excremento de paloma, aún podía distinguirlo del resto de bancos, detrás de un edificio negro que no recordaba. Con lentitud, como el tocadiscos que había abandonado allí arriba, Aurelio depositó su escualidez sobre la madera. Se sentó y sonrió por tercera vez en el día. Lo había conseguido: ser partícipe de otra tarde que se acaba, de la partida de las palomas a sus nidos, del aire otoñal penetrando los pelos de su nariz. Empezó a tararear los sones de Nessun Dorma que su sordera ya no le permitía disfrutar pero que, quizás por inercia, igual se obstinaba en reproducir en su tocadiscos de toda la vida, día tras día desde hacía años. Aurelio cerró los ojos y se adormeció. El sol se desdibujaba tras las penumbras de la tarde. La Rambla empezaba a vaciarse. Y de repente, despertó. Su nariz captó un efluvio conocido, demasiado conocido, proveniente de un lugar que no supo distinguir. Sus sentidos estuvieron a punto de transportarlo otra vez al jardín del portarretratos, a ese día del beso, al único recuerdo que conservaba en su memoria. Movió la cabeza para detectar el origen de la fragancia. Una voz desconocida y monocorde le habló.
–¿Rosa, amigo? Un euro. Un euro, amigo.
Aurelio abrió los ojos, vio las rajaduras de sus gafas, y detrás, el rostro de un hombre de tupida barba, con un sombrero de colores estridentes y un enorme ramo de rosas rojas en la mano. El hombre sonreía. El anciano volvió a escuchar:
–Un euro, amigo. Un euro.

El aroma de las flores era increíblemente intenso. Aurelio no resistió. Su conciencia le tocó el hombro para recordarle que, en el bolsillo, aún conservaba la moneda. Rascó el fondo de la tela. Con pulso trémulo extrajo el euro y se lo dio al vendedor, que le extendió la flor con un gran gesto de satisfacción. Aurelio se apresuró en acercar la flor a su nariz y aspirarla con deleite, con un deseo casi irrefrenable. La apretó a su pecho y entornó los párpados. El vendedor lo miró con melancolía durante unos segundos, con media sonrisa en su rostro, y se alejó.
Aurelio se encorvó, mientras la fragancia de la rosa entraba sin pedir permiso por los pelos de su nariz. Sintió un profundo cansancio y, por fin, se durmió. Un viento gélido comenzó a soplar. Tres pétalos cayeron y dibujaron una línea recta en el aire por una fracción de segundo. El sol se escondió tras los edificios de hormigón. Las palomas volvieron a sus nidos. Y a un par de metros, unas hojas secas levantaron el vuelo para perderse por las calles transversales de la rambla que, a esa hora, ya se había vaciado por completo.

viernes, 17 de julio de 2009

Teledicción

Charla entre amigos en un café. Yo a un lado, en silencio, bebiendo mi cortado.

-Hace dos días que ni siquiera me levanto a comer, no puedo despegarme del ordenador mirando Prison Break.
-Se comenta que quieren hacer una nueva temporada de Lost.
-¿Y Dr. House? Dicen que el actor va a trabajar en una nueva serie.
-Yo me quedo con Heroes.
-Faltan 74 días para que estrenen la peli de Buffy. ¿Alguien se apunta al cine conmigo?
-Leí comentarios sobre lo nuevo que se viene. Ya estoy contando los días para ver American Dad, The Inside y Boston Legal. ¿Quedamos para verlas juntos? ¿Quién se apunta? ¿Eh? ¿Eh?

Me parece que estoy perdiendo mis relaciones sociales. Creo que me voy comprar una tele.

Un microcuento: Calle del Malnom



En la calle del Malnom te conocí. Jugabas a capturar con una lupa el poco sol que dejaba pasar la estrechez de la calle. Semanas después lo hacías para quemar las cartas que te enviaba a escondidas. En la calle del Malnom, bajo el arco, por fin aprendí a andar en bicicleta sin rueditas. En la calle del Malnom perdí la virginidad y la inocencia con esa mujer carnosa que unos amigos –si hoy los puedo llamar amigos– contrataron a pocas calles de allí. En la calle del Malnom el coche fúnebre se atascó y no pudo salir hasta la llegada de la grúa, y yo pensé que el cajón de mamá caería y se abriría, y cerré los ojos fuerte, muy fuerte. En la calle del Malnom vi los primeros pasos de Mariona. Y dos años después los de Meritxell. En la calle del Malnom te vi girar la esquina, esa esquina que es como un abismo sin fondo porque todo lo que por allí gira nunca más se vuelve a ver. En la calle del Malnom sentí olor a vino, a sudor, a basura, a humo, a pan tostado. Escuché llantos, música, gemidos, risas. Probé ron, tarta de fresas, hachís, saliva. En la calle del Malnom, una tarde de abril, yo también decidí girar la esquina. Lanzarme al abismo para que todo desaparezca, las cartas quemadas, las rueditas de la bici, la señora carnosa, la grúa, la saliva, los pasos de Mariona, el llanto de Meritxell. Y me evaporé durante décadas. Sin embargo y contra todo pronóstico, un día volví a girar esa esquina, aunque en sentido contrario. Me costó más de la cuenta, claro, el bastón, la cojera, los achaques. Y allí volví a encontrarte, encanecida, minúscula, agachada a duras penas y con tu antigua lupa, buscando restos de esas cartas que décadas atrás te empecinabas en quemar. En la calle del Malnom.

lunes, 13 de julio de 2009

Ffffffssssss....





A veces me atacan días como el de hoy, en los que no puedo evitar desinflarme. Días en los que quiero escribir pero el aire que se escapa de mis dedos-válvula no me lo permiten. Mi cerebro-globo se deshincha poco a poco, las neuronas, pensamientos e ideas escapan por un orificio muy pequeñito, y en su partida emiten un molesto pitido. Días ffffssss. Ya no puedo seguir escribiendo este post. Mi látex cae a la tierra, ahogado, seco, sin aire.

domingo, 5 de julio de 2009